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SANTA MISA
EN EL III DÍA DE LOS NOVENDIALES
HOMILÍA DE SU EMINENCIA REVERENDÍSIMA
EL CARDENAL BALDASSARE REINA,
VICARIO GENERAL DE SU SANTIDAD PARA LA DIÓCESIS DE ROMA
Basílica de San Pedro,
Lunes, 28 de abril de 2025
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Homilía del Emmo. Card. Baldassare Reina
Mi leve voz está aquí hoy para expresar la oración y el dolor de una parte de la Iglesia, la de Roma, agobiada por la responsabilidad que la historia le ha asignado.
En estos días, Roma es un pueblo que llora a su obispo, un pueblo junto a otros pueblos que se han puesto en fila, encontrando un espacio entre los lugares de la ciudad para llorar y rezar, como ovejas sin pastor.
Ovejas sin pastor: una metáfora que nos permite recomponer los sentimientos de estos días y atravesar la profundidad de la imagen que nos ha transmitido el Evangelio de Juan, el grano de trigo que debe morir para dar fruto. Una parábola que narra el amor del pastor por su rebaño.
En este tiempo, mientras el mundo arde y pocos tienen el valor de proclamar el Evangelio traduciéndolo en una visión de futuro posible y concreta, la humanidad aparece como ovejas sin pastor. Esta imagen sale de la boca de Jesús al posar la mirada sobre las multitudes que lo seguían.
A su alrededor están los apóstoles que le cuentan todo lo que han hecho y enseñado. Las palabras, los gestos, las acciones aprendidas del Maestro, el anuncio del reino de Dios que viene, la necesidad de un cambio de vida, unidos a signos capaces de dar carne a las palabras: una caricia, una mano tendida, discursos desarmados, sin juicios, liberadores, sin temor al contacto con la impureza. Al realizar este servicio, necesario para despertar la fe, para suscitar la esperanza de que el mal presente en el mundo no tendría la última palabra, de que la vida es más fuerte que la muerte, ni siquiera tuvieron tiempo de comer.
Jesús siente esta carga, y esto nos reconforta ahora.
Jesús, el verdadero pastor de la historia que necesita su salvación, conoce la carga que pesa sobre cada uno de nosotros al continuar su misión, sobre todo cuando nos encontramos buscando al primero de sus pastores en la tierra.
Como en la época de los primeros discípulos, hay resultados y también fracasos, cansancio y temor. La tarea es inmensa y se insinúan las tentaciones que velan lo único que importa: desear, buscar, trabajar esperando «un cielo nuevo y una tierra nueva».
Y este no puede ser el momento de equilibrismos, tácticas, prudencia, el momento que favorece el instinto de volver atrás o, peor aún, de venganzas y alianzas de poder, sino que se necesita una disposición radical para entrar en el sueño de Dios confiado a nuestras pobres manos.
Me impacta en este momento lo que nos dice el Apocalipsis: «Yo, Juan, vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo».
Un cielo nuevo, una tierra nueva, una Jerusalén nueva.
Ante el anuncio de esta novedad, no podemos ceder a la pereza mental y espiritual que nos ata a las formas de experiencia de Dios y a las prácticas eclesiales conocidas en el pasado y que deseamos que se repitan infinitamente, sometidos por el miedo a las pérdidas asociadas a los cambios necesarios.
Pienso en los múltiples procesos de reforma de la vida de la Iglesia iniciados por el papa Francisco, que trascienden las pertenencias religiosas. La gente le ha reconocido como un pastor universal y la barca de Pedro necesita esta navegación amplia que traspasa fronteras y sorprende.
Esta gente lleva en su corazón inquietud y me parece vislumbrar una pregunta: ¿qué será de los procesos iniciados?
Nuestro deber debería ser discernir y ordenar lo que se ha iniciado, a la luz de lo que nuestra misión nos exige, en la dirección de un cielo nuevo y una tierra nueva, adornando a la Esposa para el Esposo.
Mientras que nosotros podríamos buscar vestir a la Esposa según las conveniencias mundanas, guiados por pretensiones ideológicas que desgarran la unidad de las vestiduras de Cristo.
Buscar un pastor, hoy, significa sobre todo buscar un líder que sepa gestionar el miedo a la pérdida ante las exigencias del Evangelio.
Buscar un pastor que tenga la mirada de Jesús, la epifanía de la humanidad de Dios en un mundo que tiene rasgos inhumanos.
Buscar un pastor que nos confirme que debemos caminar juntos, componiendo ministerios y carismas: somos el pueblo de Dios constituido para anunciar el Evangelio.
Jesús, mirando a la gente que le sigue, siente vibrar en su interior la compasión: ve mujeres, hombres, niños, ancianos y jóvenes, pobres y enfermos, y a nadie que cuide de ellos, que pueda alimentar su hambre por el bocado de la vida que se ha vuelto dura, y su hambre de la Palabra. Él, frente a esa gente, siente que es su Pan que no defrauda, su agua que apaga sin fin su sed, el bálsamo que cura sus heridas.
Siente la misma compasión que Moisés que, al final de sus días, desde lo alto del monte de Abarim, frente a la Tierra que no podrá atravesar, mirando a la multitud que había conducido, ruega al Señor que ese pueblo no se vea reducido a ser un rebaño sin pastor, un pueblo que no puede conservar, un pueblo que debe seguir adelante.
Esa oración es ahora nuestra oración, la de toda la Iglesia y la de todas las mujeres y hombres que piden ser guiados y sostenidos en el trabajo de la vida, en medio de dudas y contradicciones, huérfanos de una palabra que guíe en medio de cantos de sirena que halagan los instintos de autorredención, que rompe la soledad, que recoge los desechos, que no se rinde a la arrogancia y tiene el valor de no doblegar el Evangelio a los trágicos compromisos del miedo, a la complicidad con la lógica mundana, a las alianzas ciegas y sordas a los signos del Espíritu Santo.
La compasión de Jesús es la de los profetas que manifiestan el sufrimiento de Dios al ver al pueblo dispersado y maltratado por los malos pastores, por los mercenarios que se aprovechan del rebaño y que huyen cuando ven venir al lobo. Los malos pastores no se preocupan de las ovejas, las abandonan al peligro, y por ello serán raptadas y dispersadas.
Mientras que el buen pastor ofrece su vida por sus ovejas.
De esta disposición radical del pastor habla la página del Evangelio de Juan proclamada en esta liturgia eucarística, y que nos presenta el testimonio de cómo Jesús es capaz de ver más allá de la muerte, cuando llegaría la hora que glorificaría su misión.
La hora de su muerte en la cruz que manifestó su amor incondicional por todos: «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo».
El grano de trigo que ha buscado la tierra con la encarnación del Verbo, caído para levantar a los que caen, venido a buscar a los que se pierden.
Su muerte es una siembra que nos deja suspendidos en esa hora, en la que la semilla ya no se ve, envuelta por la tierra que la oculta, haciéndonos temer que se haya desperdiciado.
La fecundidad prometida pertenece a la disposición a la muerte; convertirse en trigo masticado, rehén de la infidelidad y de la ingratitud a la que Jesús, el buen pastor que ofrece su vida por sus ovejas, responde con el perdón pedido al Padre, mientras muere abandonado por sus amigos.
El buen pastor siembra con su propia muerte, perdonando a sus enemigos, prefiriendo su salvación, la salvación de todos, a la suya propia.
Si queremos ser fieles al Señor, al grano de trigo que cayó en la tierra, debemos hacerlo sembrando con nuestra vida. Y cómo no recordar el salmo: «el que siembra con lágrimas cosechará con alegría».
Hay tiempos como el nuestro en los que, como el campesino al que se refiere el salmista, la siembra se convierte en un gesto extremo, movido por la radicalidad de un acto de fe.
Es tiempo de hambruna, la semilla que se siembra en la tierra es la que se toma de la última provisión sin la cual se muere. El agricultor llora porque sabe que este último acto le pide que ponga en peligro su vida.
Pero Dios no abandona a su pueblo, no deja solos a sus pastores, no permitirá como con su Hijo que sea abandonado en el sepulcro, en la tumba de la tierra.
Nuestra fe encierra la promesa de una cosecha gozosa, pero que tendrá que pasar por la muerte de la semilla que es nuestra vida.
Ese gesto extremo, total, extenuante del sembrador me hizo pensar en el día de Pascua del Papa Francisco, en ese derramarse sin reservas para bendecir y abrazar a su pueblo, el día antes de morir.
El último acto de su siembra incansable del anuncio de las misericordias de Dios.
Gracias Papa Francisco.
Que María, la Santa Virgen a la que en Roma veneramos Salus populi romani, que ahora acompaña y vela sus restos mortales, reciba su alma y nos proteja para continuar su misión. Amen
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 28 de abril de 2025
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