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VISITA PASTORAL
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A NÁPOLES

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza del Plebiscito
Domingo 21 de octubre de 2007

 

Antes del rito penitencial el Santo Padre agradeció al cardenal Sepe su intervención: 

Gracias, eminencia, por sus palabras estimulantes, por el espíritu de fe, por el espíritu de esperanza que brota de la fe, de la capacidad de amor, y que supera la violencia.

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
distinguidas autoridades; queridos hermanos y hermanas: 

Con gran alegría he aceptado la invitación a visitar la comunidad cristiana que vive en esta histórica ciudad de Nápoles. A vuestro arzobispo, el cardenal Crescenzio Sepe, va ante todo mi abrazo fraterno y mi agradecimiento, en particular por las palabras que, también en vuestro nombre, me ha dirigido al inicio de esta solemne celebración eucarística. Lo he enviado a vuestra comunidad conociendo su celo apostólico, y me alegra constatar que lo apreciáis por sus dotes de mente y de corazón.

Saludo con afecto a los obispos auxiliares y al presbiterio diocesano, así como a los religiosos, a las religiosas y a las demás personas consagradas, a los catequistas y a los laicos, particularmente a los jóvenes comprometidos activamente en las diferentes iniciativas pastorales, apostólicas y sociales. Saludo a las distinguidas autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia, comenzando por el presidente del Gobierno italiano, el alcalde de Nápoles y los presidentes de la provincia y la región.

A todos los que habéis venido a esta plaza delante de la monumental basílica dedicada a san Francisco de Paula, de cuya muerte se conmemora este año el quinto centenario, os dirijo mi cordial saludo, que extiendo de buen grado a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, especialmente a las comunidades de clausura, a las personas ancianas, a quienes están en los hospitales, a los detenidos en las cárceles y a aquellos con quienes no podré encontrarme en mi breve estancia napolitana. En una palabra, saludo a toda la familia de los creyentes y a todos los ciudadanos de Nápoles:  estoy entre vosotros, queridos amigos, para compartir con vosotros la Palabra y el Pan de vida, y el mal tiempo no nos desalienta, porque Nápoles siempre es hermosa.

Al meditar en las lecturas bíblicas de este domingo y al pensar en la realidad de Nápoles, me ha impresionado el hecho de que hoy la palabra de Dios tiene como tema principal la oración, más aún, "la necesidad de orar siempre sin desfallecer" (cf. Lc 18, 1), como dice el Evangelio. A primera vista, podría parecer un mensaje poco pertinente, poco realista, poco incisivo con respecto a una realidad social con tantos problemas como la vuestra. Pero, si se reflexiona bien, se comprende que esta Palabra contiene un mensaje que ciertamente va contra corriente, pero está destinado a iluminar en profundidad la conciencia de vuestra Iglesia y de vuestra ciudad.

Se puede resumir así:  la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la oración se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza de transformación del mundo.

Ante realidades sociales difíciles y complejas, como seguramente es también la vuestra, es preciso reforzar la esperanza, que se funda en la fe y se expresa en una oración incansable. La oración es la que mantiene encendida la llama de la fe. Como hemos escuchado, al final del evangelio, Jesús pregunta:  "Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lc 18, 8). Es una pregunta que nos hace pensar. ¿Cuál será nuestra respuesta a este inquietante interrogante? Hoy queremos repetir juntos con humilde valentía:  Señor, tu venida a nosotros en esta celebración dominical nos encuentra reunidos con la lámpara de la fe encendida. Creemos y confiamos en ti. Aumenta nuestra fe.

Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan algunos modelos en los que podemos inspirarnos para hacer nuestra profesión de fe, que es siempre también profesión de esperanza, porque la fe es esperanza, abre la tierra a la fuerza divina, a la fuerza del bien. Son las figuras de la viuda, que encontramos en la parábola evangélica, y la de Moisés, de la que habla el libro del Éxodo. La viuda del evangelio (cf. Lc 18, 1-8) nos impulsa a pensar en los "pequeños", en los últimos, pero también en tantas personas sencillas y rectas que sufren por los atropellos, se sienten impotentes ante la persistencia del malestar social y tienen la tentación de desalentarse. A ellos Jesús les repite:  observad con qué tenacidad esta pobre viuda insiste y al final logra que un juez injusto la escuche. ¿Cómo podríais pensar que vuestro Padre celestial, bueno, fiel y poderoso, que sólo desea el bien de sus hijos, no os haga justicia a su tiempo?

La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el momento oportuno, aunque la experiencia diaria parezca desmentir esta certeza. En efecto, ante ciertos hechos de crónica, o ante tantas dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera hablan, surge espontáneamente en el corazón la súplica del antiguo profeta:  "¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú me escuches, clamaré a ti:  "¡Violencia!" sin que tú me salves?" (Ha 1, 2).

La respuesta a esta apremiante invocación es una sola:  Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el "grito" del alma, que implora perdón y salvación. Por tanto, la oración cristiana no es expresión de fatalismo o de inercia; más bien, es lo opuesto a la evasión de la realidad, al intimismo consolador:  es fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que es Amor y no nos abandona.

La oración que Jesús nos enseñó y que culminó en Getsemaní, tiene el carácter de "combatividad", es decir, de lucha, porque nos pone decididamente del lado del Señor para combatir la injusticia y vencer el mal con el bien; es el arma de los pequeños y de los pobres de espíritu, que repudian todo tipo de violencia. Más aún, responden a ella con la no violencia evangélica, testimoniando así que la verdad del Amor es más fuerte que el odio y la muerte.

Esto se puede ver también en la primera lectura, la célebre narración de la batalla entre los israelitas y los amalecitas (cf. Ex 17, 8-13). Fue precisamente la oración elevada con fe al verdadero Dios lo que determinó el desenlace de aquella dura batalla. Mientras Josué y sus hombres afrontaban en el campo a sus adversarios, en la cima del monte Moisés tenía levantadas las manos, en la posición de la persona en oración. Las manos levantadas del gran caudillo garantizaron la victoria de Israel. Dios estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su intervención a que Moisés tuviera en alto las manos.

Parece increíble, pero es así:  Dios necesita las manos levantadas de su siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la cruz:  brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del mundo.

Me dirijo en particular a vosotros, queridos pastores de la Iglesia que está en Nápoles, haciendo mías las palabras que san Pablo dirige a Timoteo y hemos escuchado en la segunda lectura:  permaneced firmes en lo que habéis aprendido y en lo que creéis. Proclamad la palabra, insistid en toda ocasión, a tiempo y a destiempo, reprended, reprochad, exhortad con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 3, 14. 16; 4, 2). Y, como Moisés en el monte, perseverad en la oración por y con los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral, para que juntos podáis afrontar cada día el buen combate del Evangelio.

Y ahora, iluminados interiormente por la palabra de Dios, volvamos a mirar la realidad de vuestra ciudad, donde no faltan energías sanas, gente buena, culturalmente preparada y con un vivo sentido de la familia. Pero para muchos vivir no es sencillo:  son numerosas las situaciones de pobreza, de carencia de viviendas, de desempleo o subempleo, de falta de perspectivas de futuro. Además, está el triste fenómeno de la violencia. No se trata sólo del deplorable número de delitos de la camorra, sino también de que, por desgracia, la violencia tiende a convertirse en una mentalidad generalizada, insinuándose en los entresijos de la vida social, en los barrios históricos del centro y en las periferias nuevas y anónimas, y corre el riesgo de atraer especialmente a la juventud, que crece en ambientes en los que prospera la ilegalidad, la economía sumergida y la cultura del "apañarse".

¡Cuán importante es, por tanto, intensificar los esfuerzos con vistas a una seria estrategia de prevención, que se oriente a la escuela, al trabajo y a ayudar a los jóvenes a aprovechar el tiempo libre. Es necesaria una intervención que implique a todos en la lucha contra cualquier forma de violencia, partiendo de la formación de las conciencias y transformando las mentalidades, las actitudes y los comportamientos de todos los días. Dirijo esta invitación a todo hombre y a toda mujer de buena voluntad, mientras se celebra aquí, en Nápoles, el encuentro de los líderes religiosos por la paz, que tiene como tema:  "Por un mundo sin violencia:  religiones y culturas en diálogo".

Queridos hermanos y hermanas, el amado Papa Juan Pablo II visitó Nápoles por primera vez en 1979:  era, como hoy, el domingo 21 de octubre. La segunda vez vino en noviembre de 1990:  una visita que promovió el renacimiento de la esperanza. La Iglesia tiene la misión de alimentar siempre la fe y la esperanza del pueblo cristiano. Eso es lo que está haciendo con celo apostólico también vuestro arzobispo, que escribió recientemente una carta pastoral con el significativo título:  "La sangre y la esperanza". Sí, la verdadera esperanza nace sólo de la sangre de Cristo y de la sangre derramada por él. Hay sangre que es signo de muerte; pero hay sangre que expresa amor y vida:  la sangre de Jesús y de los mártires, como la de vuestro amado patrono san Jenaro, es manantial de vida nueva.

Concluyo haciendo mía una expresión contenida en la carta pastoral de vuestro arzobispo, que reza así:  "La semilla de la esperanza es quizá la más pequeña, pero de ella puede surgir un árbol lozano y producir muchos frutos". Esta semilla existe y actúa en Nápoles, a pesar de los problemas y las dificultades. Oremos al Señor para que haga crecer en la comunidad cristiana una fe auténtica y una esperanza firme, capaz de contrastar eficazmente el desaliento y la violencia.

Ciertamente, Nápoles necesita intervenciones políticas adecuadas, pero antes aún necesita una profunda renovación espiritual; necesita creyentes que pongan plenamente su confianza en Dios y que, con su ayuda, se comprometan a difundir en la sociedad los valores del Evangelio. Para ello pidamos la ayuda de María y de vuestros santos protectores, en particular de san Jenaro. Amén.



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