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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II A BERNA
5-6 DE JUNIO DE 2004

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Solemnidad de la Santísima Trinidad
Domingo 6 de junio de 2004

 

"Bendito sea Dios Padre, y su Hijo unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros" (Antífona de entrada).

1. En este primer domingo después de Pentecostés, la Iglesia nos invita a celebrar el misterio de la santísima Trinidad. Lo hacemos, amadísimos hermanos y hermanas, en el estupendo escenario de las cumbres nevadas, de los verdes valles llenos de flores y frutos, de los numerosos lagos y torrentes que embellecen vuestra tierra. En esta meditación nos guía la primera lectura, que nos impulsa a contemplar la Sabiduría divina cuando "afirmó los cielos (...), condensó las nubes en lo alto (...), dio fuerza a las fuentes del abismo (...), fijó sus términos al mar (...), echó los cimientos de la tierra" (Pr 8, 27-29).

Ahora bien, nuestra mirada no se dirige sólo a la creación, "obra de los dedos de Dios" (Salmo responsorial); está atenta especialmente a las personas de nuestro entorno. Con afecto os saludo, queridos hermanos y hermanas de esta espléndida región situada en el centro de Europa. Quisiera estrechar la mano a cada uno para saludarlo personalmente y decirle:  "El Señor está contiguo y te ama".

Saludo fraternalmente a los obispos de Suiza, con su presidente, mons. Amédée Grab, obispo de Coira, y mons. Kurth Koch, obispo de Basilea, al que doy las gracias por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Saludo cordialmente al señor presidente de la Confederación Helvética y a las demás autoridades que nos honran con su presencia.

Deseo dirigir un saludo particular y lleno de afecto a todos los jóvenes católicos de Suiza, con los que me reuní ayer por la tarde en el Palacio de deportes Bern Expo, donde escuchamos juntos la exigente y entusiasmante invitación de Jesús:  "¡Levántate!". Queridos jóvenes amigos, sabed que el Papa os ama, os acompaña con su oración diaria, cuenta con vuestra colaboración para el anuncio del Evangelio y os anima con confianza en el camino de la vida cristiana.

2. "Lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste...", diremos en el Prefacio. Nuestra asamblea eucarística es testimonio y proclamación de la gloria del Altísimo y de su presencia operante en la historia. Sostenidos por el Espíritu que el Padre nos ha enviado por medio de su Hijo, "nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia; la constancia, virtud probada; la virtud, esperanza" (Rm 5, 3-4).

Amadísimos hermanos, pido al Señor que me permita estar en medio de vosotros como testigo de esperanza, de la esperanza que "no defrauda", porque se funda en el amor de Dios que "ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rm 5, 5). El mundo tiene hoy especial necesidad de un suplemento de esperanza.

3. "Eres un solo Dios, un solo Señor" (Prefacio). Las tres Personas, iguales y distintas, son un solo Dios. Su distinción real no menoscaba la unidad de la naturaleza divina.

Cristo nos propuso a sus discípulos como modelo esta comunión profundísima:  "Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). La celebración del misterio de la santísima Trinidad constituye cada año para los cristianos una fuerte llamada al compromiso en favor de la unidad. Es una llamada dirigida a todos, pastores y fieles, e impulsa a todos a tomar cada vez mayor conciencia de la propia responsabilidad dentro de la Iglesia, Esposa de Cristo. Ante esas palabras de Cristo no podemos por menos de sentir la urgencia del compromiso ecuménico. Reafirmo, también en esta circunstancia, la voluntad de avanzar por el camino difícil, pero lleno de alegría, de la plena comunión de todos los creyentes.

Sin embargo, no cabe duda de que el esfuerzo que realizan los católicos por vivir la unidad en su interior es una notable contribución a la causa ecuménica. En la carta apostólica Novo millennio ineunte destaqué la necesidad de "hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión" (n. 43), dirigiendo la mirada del corazón "hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos" (ib.). Así se alimenta la "espiritualidad de comunión" que, partiendo de los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, impregna las parroquias, las asociaciones y los movimientos. Una Iglesia local en donde florezca la espiritualidad de comunión sabrá purificarse constantemente de las "toxinas" del egoísmo, que engendran celos, desconfianzas, afán de prepotencia y enfrentamientos perjudiciales.

4. La evocación de estos peligros suscita espontáneamente en nosotros una oración al Espíritu Santo, que Jesús prometió enviarnos:  "Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena" (Jn 16, 13).

¿Qué es la verdad? Jesús dijo un día:  "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Así pues, la formulación correcta de la pregunta no debe ser "¿Qué es la verdad?, sino "¿Quién es la verdad?".

Esta es la pregunta que se plantea también el hombre del tercer milenio. Queridos hermanos y hermanas, no podemos callar la respuesta, porque nosotros la conocemos. La verdad es Jesucristo, que vino al mundo para revelarnos y donarnos el amor del Padre. Estamos llamados a testimoniar esta verdad con la palabra y sobre todo con la vida.

5. Amadísimos hermanos, la Iglesia es misión. También hoy necesita "profetas" capaces de despertar en las comunidades la fe en el Verbo revelador del Dios rico en misericordia (cf. Ef 2, 4). Ha llegado el tiempo de preparar a generaciones jóvenes de apóstoles que no tengan miedo de anunciar el Evangelio. Para todo bautizado es esencial pasar de una fe rutinaria a una fe madura, que se manifieste en opciones personales claras, convencidas y valientes.

Sólo una fe así, celebrada y compartida en la liturgia y en la caridad fraterna, puede alimentar y fortificar a la comunidad de los discípulos del Señor y edificarla como Iglesia misionera, liberada de falsos miedos porque está segura del amor del Padre.

6. "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rm 5, 5). No es mérito nuestro; es un don gratuito. No obstante el peso de nuestros pecados, Dios nos ha amado y nos ha redimido con la sangre de Cristo. Su gracia nos ha sanado en lo más profundo.

Por eso, podemos exclamar con el salmista:  "¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!". ¡Qué grande ha sido en mí, en los demás, en todos los seres humanos!

Esta es la verdadera fuente de la grandeza del hombre, esta es la raíz de su dignidad indestructible. En todo ser humano se refleja la imagen de Dios. Aquí radica la más profunda "verdad" del hombre, que en ningún caso puede ignorarse o violarse. Cualquier ultraje hecho al hombre es, en definitiva, un ultraje a su Creador, que lo ama con amor de Padre.

Suiza  tiene una gran tradición de respeto al hombre. Es una tradición marcada  por el signo de la cruz:  la Cruz Roja.

Cristianos de este noble país, estad siempre a la altura de vuestro glorioso pasado. En todo ser humano sabed reconocer y honrar la imagen de Dios. En el hombre, creado por Dios, se refleja la gloria de la santísima Trinidad.

Así pues, digamos:  "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo; al Dios que es, que era y que vendrá" (Aleluya).

Amén.

 



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