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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

TEMAS SELECTOS DE ECLESIOLOGÍA[*]

(1984)

 

ÍNDICE

1. Prólogo, por el Cardenal Joseph Ratzinger

2. Nota preliminar, por Mons. Ph. Delhaye

3. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional

Introducción

1. La fundación de la Iglesia por Jesucristo

1. Estado de la cuestión
2. Los diferentes sentidos de la palabra Ekklesia
3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia
4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia
5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo

2. La Iglesia «nuevo pueblo de Dios»

1. La multiplicidad de las designaciones de la Iglesia
2. «Pueblo de Dios»

3. La Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico»

3.1. La Iglesia a la vez «misterio» y «sujeto histórico»
3.2. La Iglesia como «sujeto histórico»
3.3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico
3.4. El nuevo pueblo de Dios en su existencia histórica

4. Pueblo de Dios e inculturación

4.1. Necesidad de la inculturación
4.2. El fundamento de la inculturación
4.3. Aspectos diversos de la inculturación

5. Iglesias particulares e Iglesia universal

5.1. Las distinciones necesarias
5.2. Unidad y diversidad
5.3. El servicio de la unidad

6. El nuevo pueblo de Dios como sociedad ordenada jerárquicamente

6.1. Comunión, estructura, organización
6.2. Práctica de la sociedad ordenada jerárquicamente

7. El sacerdocio común en su relación al sacerdocio ministerial

7.1. Dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo
7.2. Relación entre ambos sacerdocios
7.3. Fundamento sacramental de ambos sacerdocios
7.4. La vocación propia de los laicos

8. La Iglesia como sacramento de Cristo

8.1. Sacramento y misterio
8.2. Cristo y la Iglesia
8.3. La Iglesia sacramento de Cristo

9. La única Iglesia de Cristo

9.1. Unidad de la Iglesia y diversidad de los elementos cristianos
9.2. Unicidad de la Iglesia de Cristo
9.3. Elementos de santificación

10. El carácter escatológico de la Iglesia: Reino e Iglesia

10.1. La Iglesia es, a la vez, terrestre y celeste
10.2. La Iglesia y el Reino
10.3. ¿Es la Iglesia sacramento del Reino?
10.4. María, la Iglesia realizada

 


 

1. Prólogo, por el Card. Joseph Ratzinger

Ya antes de que Juan Pablo II, a los veinte años de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, anunciara un Sínodo extraordinario, la Comisión Teológica Internacional había mirado ese acontecimiento como objeto de su propio trabajo. Había decidido leer de nuevo y repensar con atención el texto fundamental del Concilio —la Constitución sobre la Iglesia— teniendo ciertamente en cuenta la experiencia de estos años. En su tarea, la Comisión era plenamente consciente de los límites de sus posibilidades: los documentos de los que disponía para su trabajo eran fruto de los debates de unos treinta expertos procedentes de todas las partes del mundo; éstos representaban, a la vez, las diversas disciplinas teológicas y modos de pensar muy diferentes. Las declaraciones comunes de la Comisión exigen un largo proceso de elaboración colectiva; lo cual las obliga a una reducción tanto en la extensión como en los contenidos.

Igualmente, desde este punto de vista, no era en modo alguno posible exponer íntegra y ampliamente la riqueza teológica y espiritual del texto conciliar o elaborar un comentario de él. Por ello, hemos seleccionado bastantes cuestiones principales que han planteado nuevos interrogantes en el debate posconciliar y que exigen clarificación o también integración e investigación más profunda. Así, por ejemplo, señalemos la cuestión de si la Iglesia puede verdaderamente remontarse a una voluntad primaria de Jesús o si existe más bien sólo como efecto de una evolución sociológica no prevista por él; es una cuestión que antes y durante mucho tiempo se discutió entre los no católicos, pero que sólo después del Concilio ha revestido toda su importancia para los teólogos católicos, a causa de ciertas tomas de posición individuales sobre el Jesús histórico. Por ello, había que colocar este tema en el mismo comienzo de nuestra reflexión. La noción de «Pueblo de Dios», que el Concilio colocó con razón en una clara luz, integrada sin duda en la imagen que el Nuevo Testamento y los Padres tienen de la Iglesia, se ha convertido, poco a poco, en un «slogan» de contenido bastante superficial; allí también era necesario aportar precisiones. Ulteriormente la cuestión de la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, que ha sido objeto, en el Concilio, de una nueva presentación en la óptica de una eclesiología de «comunión», ha tropezado en la práctica con bastantes puntos oscuros. También el problema de la inculturación se ha hecho más urgente y más actual. Y podría citar otros muchos ejemplos.

Para responder a esta problemática, la Comisión Teológica Internacional ha elaborado un texto que sometemos hoy al gran público. Sin duda, es difícil apreciar en su forma actual la cantidad de trabajo y de exámenes minuciosos que su preparación ha requerido. Ninguno de sus capítulos da una presentación exhaustiva del tema. En efecto, no se trataba de publicar investigaciones científicas aisladas, sino de ofrecer una conclusión común que pueda dar una nueva aclaración y una prolongación a los temas fundamentales del Concilio. En este espíritu, pienso que este texto, redactado por la Comisión Teológica Internacional en vísperas del Sínodo, podrá ayudar al lector a captar mejor la herencia del Vaticano II y profundizarla de modo auténtico. Este es el motivo por el que deseo que esta obra sea bien acogida y que su difusión sea todo lo amplia posible.

Roma, 8 de octubre de 1985

 

2. Nota preliminar, por Mons. Ph. Delhaye

El texto de esta relación conclusiva ha sido preparado, según los estatutos y las costumbres de la Comisión Teológica Internacional, por la elaboración de diversos estudios, por dos reuniones especiales de la subcomisión (París y Friburgo de Suiza) y por las discusiones de la sesión plenaria del mes de octubre del año 1984.

El presidente de esta subcomisión «De Ecclesia» y redactor del texto último ha sido el Rvmo. Sr. P. Eyt, Rector del Instituto Católico de París. En diversa medida, por título diverso y de maneras diversas han colaborado los miembros de la subcomisión y los consejeros del grupo de trabajo: los Excmos. Sres. K. Lehmann, J. Medina Estévez, y B. Kloppenburg, y los Rvmos. profesores o doctores C. Arévalo, G. Colombo, H.U. von Balthasar, E. Khalifé, M. Ledwith, H. Schürmann, B. Sesboüé, J. Thornhill, Chr. Schönborn.

Esta relación sintética ha sido aprobada en forma especifica por el sufragio positivo de la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión Teológica Internacional, el 2 de octubre de 1985, según las normas de la Comisión Teológica Internacional y del Código de Derecho Canónico (canon 119, § 3). Esta votación ha sido confirmada por el Emmo. Sr. Presidente Card. J. Ratzinger, el 4 de octubre. Con su paternal tutela, el Papa Juan Pablo II, felizmente reinante, el 5 de octubre, declaró, de modo ciertamente peculiar, este texto aprobado y que debía ser editado cuanto antes.

Hace relación de estos hechos, según la norma de los Estatutos de la Comisión teológica internacional (V, 2), el secretario general, al que corresponde «divulgar los escritos de la misma Comisión».

Roma, 8 de octubre de 1985

 

3. Texto del documento aprobado «in forma specifica»
por la Comisión Teológica Internacional

 

INTRODUCCIÓN

En el presente documento, la Comisión teológica internacional examina algunos de los grandes temas de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium.

Ha parecido útil para el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II proceder, sea al estudio directo de textos de la Constitución, sea al análisis de cuestiones eclesiológicas que, desde entonces, se han agudizado.

Por ello, son, en primer lugar, esencialmente los capítulos I, II, III y VII de Lumen gentium los que constituyen el objeto de los estudios presentados en nuestra relación.

Nos ha parecido importante volver sobre algunas de las posiciones-clave de la Constitución; ellas han sido particularmente fecundas en la vida y en la teología de la Iglesia al servicio del aggiornamento deseado por Juan XXIII y Pablo VI, pero han podido también, a veces, ser olvidadas e incluso desviadas de su sentido originario.

Ha sido además necesario examinar otras cuestiones poco presentes, a primera vista, en la Constitución como, por ejemplo, la inculturación del evangelio y de la Iglesia, o también la fundación de la Iglesia por Cristo. En efecto, estos temas han alcanzado un gran relieve en los debates ulteriores.

Finalmente, sin pensar en modo alguno que el Código de Derecho Canónico de 1983 sea un documento de la misma naturaleza o de la misma importancia que una Constitución conciliar, hemos recurrido frecuentemente a él para hacer resaltar, sobre los puntos en debate, la convergencia y la aclaración recíproca de estas dos grandes disposiciones eclesiológicas.

No se nos oculta que en vísperas del Sínodo extraordinario de noviembre de 1985, nuestro trabajo puede constituir una contribución a la tarea que incumbirá a esta Asamblea.

7 de octubre de 1985

 

1. La fundación de la Iglesia por Jesucristo

1. Estado de la cuestión

La Iglesia ha mantenido siempre, no sólo que Jesucristo es el fundamento de la Iglesia[1], sino que Jesucristo mismo ha querido fundar una Iglesia y que la ha fundado de hecho. La Iglesia ha nacido de la libre decisión de Jesús[2]. La Iglesia debe su existencia al don que él ha hecho de su vida sobre la cruz[3].

Por todos estos motivos, el Concilio Vaticano II llama a Jesucristo fundador de la Iglesia[4].

Por el contrario, ciertos representantes de la crítica histórica moderna de los evangelios han podido, a veces, sostener la tesis según la cual Jesús no ha fundado, de hecho, la Iglesia y que, por la prioridad dada al anuncio del Reino de Dios, Jesús no ha querido tampoco fundarla. Esta manera de ver tuvo como consecuencia disociar la fundación de la Iglesia del «Jesús histórico». Se renunció incluso a las palabras «fundación» o «institución» y se retiró su alcance a los actos que se refieren a ellas. El nacimiento de la Iglesia, como se prefiere decir hoy, fue entonces considerado como un acontecimiento pospascual. Éste fue, cada vez más frecuentemente, interpretado como puramente histórico y/o sociológico.

Este desacuerdo entre la fe de la Iglesia, recordada más arriba, y ciertas concepciones atribuidas abusivamente a la crítica histórica moderna ha dado lugar a numerosos problemas. Para abordarlos y encontrarles una solución será necesario, por tanto, manteniéndose en el terreno de la crítica y sirviéndose de sus métodos, buscar una nueva manera de justificar y de confirmar la fe de la Iglesia.

2. Los diferentes sentidos de la palabra Ekklesia

«Iglesia» (Ekklesia) es un término teológico muy cargado de sentido, a partir de la historia de la revelación tal como nos la muestra el Nuevo Testamento. Ekklesia (Qahal) procede de la idea veterotestamentaria de «reunión del pueblo de Dios», tanto mediante la traducción de los "Setenta", como a través del judaísmo apocalíptico. A pesar del rechazo de que fue objeto por parte de Israel, Jesús no ha fundado una sinagoga aparte, ni creado una comunidad separada en el sentido de un «resto santo» o de una secta que hace secesión. Ha querido, por el contrario, convertir a Israel, dirigiéndole un mensaje de salvación que será transmitido finalmente en forma universal (cf. Mt 8, 5-13; Mc 7, 24-30). Sin embargo, no existe Iglesia en el sentido pleno y teológico del término más que después de Pascua, bajo la forma de una comunidad compuesta, en el Espíritu Santo, de judíos y de paganos (Rom 9, 24). El término Ekklesia, que en los cuatro Evangelios no aparece más que tres veces en San Mateo (16, 18; 18, 17), adquiere en el conjunto del Nuevo Testamento tres significaciones posibles que, por lo demás, se interfieren bastante frecuentemente:

1. La asamblea de la comunidad.
2. Cada una de las comunidades locales.
3. La Iglesia universal.

3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia

En los evangelios hay dos acontecimientos que, de modo muy particular, expresan la convicción de que la Iglesia ha sido fundada por Jesús de Nazaret. Por una parte, la atribución a san Pedro de su nombre (cf Mc 3, 16), a continuación de su profesión de fe mesiánica y con referencia a la fundación de la Iglesia (cf. Mt 16, 16ss). Por otra, la institución de la Eucaristía (cf. Mc 14, 22ss; Mt 26, 26ss; Lc 22, 14ss; 1 Cor 11, 23ss). Los logia de Jesús que conciernen a Pedro, como también el relato de la Cena, juegan ciertamente un papel primordial en la discusión sobre el problema de la fundación de la Iglesia. Sin embargo, hoy es preferible no ligar la respuesta a la cuestión que se pone a propósito de la fundación de la Iglesia por Jesucristo, únicamente a una palabra de Jesús o a un acontecimiento particular de su vida.

Toda la acción y todo el destino de Jesús constituyen, en cierta manera, la raíz y el fundamento de la Iglesia. La Iglesia es como el fruto de toda la vida de Jesús. La fundación de la Iglesia presupone el conjunto de la acción salvífica de Jesús en su muerte y en su resurrección, así como la misión del Espíritu Santo. Por ello, es posible reconocer en la acción de Jesús elementos preparatorios, progresos y etapas en dirección de una fundación de la Iglesia. Esto es verdadero ya de la conducta de Jesús de Nazaret antes de Pascua. Muchos rasgos fundamentales de la Iglesia, la cual no aparecerá plenamente más que después de Pascua, se adivinan ya en la vida terrestre de Jesús y encuentran en ella su fundamento.

4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia

Los progresos y las etapas que acabamos de mencionar testifican ya separadamente, pero de manera todavía más clara en su orientación de conjunto, una significativa dinámica que conduce a la Iglesia. El cristiano reconoce en ella el designio salvífico del Padre y la acción redentora del Hijo, que se comunican al hombre por el Espíritu Santo[5]. En detalle se pueden descubrir y describir los elementos preparatorios, los progresos y etapas. Se encuentran así.

— Las promesas que en el Antiguo Testamento conciernen al pueblo de Dios, promesas que la predicación de Jesús presupone, y que conservan toda su fuerza salvífica.
— El amplio llamamiento de Jesús, dirigido a todos en orden a su conversión, así como la invitación a creer en él.
— El llamamiento y la institución de los Doce como signo del restablecimiento futuro de todo Israel.
— La atribución del nombre a Simón-Pedro, su rango privilegiado en el círculo de los discípulos y su misión.
— El rechazo de Jesús por Israel y la ruptura entre el pueblo y los discípulos.
— El hecho de que Jesús, al instituir la Cena y al afrontar su pasión y su muerte, persiste en predicar el señorío universal de Dios, que consiste en el don de la vida que Jesús hace a todos.
— La reedificación, gracias a la resurrección del Señor, de la comunidad entre Jesús y sus discípulos, que se había roto, y la introducción después de Pascua en la vida propiamente eclesial.
— El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios («Pentecostés» en la concepción de san Lucas).
— La misión con respecto a los paganos y la Iglesia de los paganos.
— La ruptura radical entre el «verdadero Israel» y el judaísmo.

Ninguna etapa, tomada aparte, es totalmente significativa, pero todas las etapas, puestas una tras otra, muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse como un proceso histórico de la revelación. El Padre, por tanto, «determinó convocar en la santa Iglesia a los creyentes en Cristo, la cual, prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y la antigua alianza, constituida en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y será consumada gloriosamente al fin de los siglos»[6]. Simultáneamente, en este desarrollo se constituye la estructura fundamental permanente y definitiva de la Iglesia. La Iglesia terrestre misma es ya el lugar de reunión del pueblo escatológico de Dios. Ella continúa la misión confiada por Jesús a sus discípulos. En esta perspectiva, se puede llamar a la Iglesia «germen y comienzo en la tierra, del Reino de Dios y de Cristo»[7].

5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo

La Iglesia, fundada por Cristo, no depende de él solamente en su proveniencia exterior, histórica o social. Proviene de su Señor todavía más profundamente, porque él es quien constantemente la nutre y edifica en el Espíritu. Según la Escritura y en el sentido en que la entiende la tradición, la Iglesia nace del costado herido de Jesucristo (cf Jn 19, 34)[8]. Él la «adquirió por su sangre» (Hech 20, 28, cf. Tit 2, 14). Su naturaleza está fundada en el misterio de la persona de Jesucristo y de su obra de salvación. Así la Iglesia vive constantemente de su Señor y para Él.

Esta estructura fundamental se expresa en numerosas imágenes bíblicas bajo aspectos diversos: esposa de Cristo, grey de Cristo, propiedad de Dios, templo de Dios, pueblo de Dios, casa de Dios, plantación de Dios[9] y, sobre todo, cuerpo de Cristo, imagen que san Pablo desarrolla refiriéndose, sin duda, a la Eucaristía que le ofrece, en el capítulo 10 de la primera carta a los Corintios, el mismo telón de fondo de su interpretación. Esta formulación se amplía todavía en la carta a los Colosenses y en la carta a los Efesios (cf. Col 1, 18; Ef 1, 22; 5, 23): Cristo es la Cabeza del cuerpo de la Iglesia. El Padre «sometió todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó Cabeza sobre toda la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22ss).

Así tiende y llega «a la plenitud total de Dios» (Ef 3, 19).

2. La Iglesia «nuevo pueblo de Dios»

1. La multiplicidad de las designaciones de la Iglesia

La Iglesia que resplandece por la claridad de Cristo[10], manifiesta a todos los hombres «la disposición absolutamente libre y misteriosa de la sabiduría y del amor» del eterno Padre, de salvar a todos los hombres por el Hijo y en el Espíritu[11]. Para subrayar, a la vez, la presencia en la Iglesia, de esta realidad divina transcendente, y la expresión histórica que la manifiesta, el Concilio ha designado a la Iglesia con la palabra «misterio». Porque sólo Dios conoce el nombre propio que expresaría toda la realidad de la Iglesia, el lenguaje de los hombres experimenta su inadecuación radical para la expresión total del «misterio» de la Iglesia. Debe, por ello, recurrir a múltiples imágenes, representaciones y analogías que, por lo demás, no podrán designar jamás más que aspectos parciales de la realidad.

Si el empleo de estas formulaciones debe sugerir la transcendencia del «misterio» con respecto a toda reducción conceptual o simbólica, la multiplicación de las expresiones permitirá además evitar los excesos que inevitablemente engendraría la utilización de una formulación única. La Constitución Lumen gentium lo sugiere en su n. 6: «De la misma manera que en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone frecuentemente bajo figuras, también ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos muestra bajo diversas imágenes»[12]. Se han señalado, en el Nuevo Testamento, hasta ochenta comparaciones para hablar de la Iglesia. La pluralidad de imágenes a que recurre el Concilio es, por tanto, intencionada. Pretende subrayar el carácter inagotable del «misterio» de la Iglesia. Ésta, en efecto, se presenta a quien la contempla como «una realidad que esa impregnada por la presencia de Dios, y por ello es de tal naturaleza, que admite siempre exploraciones nuevas y más profundas de sí misma»([13].

Así, el Nuevo Testamento nos presenta «imágenes [que están] tomadas o de la vida pastoril o de la agricultura o del trabajo de la construcción o también de la familia y de los esponsales», y que ya «están preparadas en los libros de los profetas»[14].

Ciertamente no todas estas imágenes tienen la misma fuerza evocadora. Algunas, como la del «cuerpo», revisten una importancia primordial.

Se estará fácilmente de acuerdo en que sin recurrir a la comparación de «cuerpo de Cristo» aplicada a la comunidad de los discípulos de Jesús, la realidad «Iglesia» no puede ser abordada de ninguna manera.

En efecto, el conjunto de las cartas de san Pablo desarrolla esta comparación en muchas direcciones como lo señala la Constitución conciliar Lumen gentium en su n. 7[15]. Sin embargo, aunque el Concilio da todo su lugar a la imagen de «cuerpo de Cristo», ha sido más bien la de «pueblo de Dios» la que ha ocupado el primer plano, aunque sólo sea porque constituye el título mismo del capítulo II de la Constitución. La expresión «pueblo de Dios» ha llegado incluso a designar la eclesiología del Concilio. De hecho, se puede decir que «pueblo de Dios» ha sido retenido preferentemente con respecto a expresiones como «cuerpo de Cristo» o «templo del Espíritu Santo», a las que el Concilio recurre equivalentemente.

Esta elección se ha efectuado por motivos a la vez teológicos y pastorales que, en el espíritu de los Padres conciliares, se confirman mutuamente: la expresión «pueblo de Dios» tenía la ventaja sobre las otras, de expresar mejor la realidad sacramental común participada por todos los bautizados, como dignidad en la Iglesia y, a la vez, como responsabilidad en el mundo. Simultáneamente, la naturaleza comunitaria y la dimensión histórica de la Iglesia quedan subrayadas, como lo deseaban muchos Padres.

2. «Pueblo de Dios»

Sin embargo, en sí misma, la expresión «pueblo de Dios» tiene una significación que no se descubre con un primer examen. Como toda expresión teológica, exige reflexión, profundización y clarificación para evitar las interpretaciones falsas. Ya a nivel lingüístico el término latino «populus» no parece ser capaz de traducir directamente el laos griego de la Biblia de los «Setenta».

Laos es un término que en los «Setenta» tiene un sentido muy preciso, sentido no sólo religioso, sino incluso directamente soteriológico y destinado a encontrar su cumplimiento en el Nuevo Testamento.

Ahora bien, Lumen gentium supone el sentido bíblico del término «pueblo»; éste es retomado por la Constitución con todas las connotaciones que le han conferido el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la expresión «pueblo de Dios», el genitivo «de Dios» da, por lo demás, su alcance específico y definitivo a la expresión, situándola en su contexto bíblico de aparición y de desarrollo. Esto tiene como consecuencia que debe excluirse radicalmente una interpretación del término «pueblo» en un sentido exclusivamente biológico, racial, cultural, político o ideológico.

El «pueblo de Dios» procede «de arriba», del designio de Dios, es decir, de la elección, de la alianza y de la misión. Esto es verdadero, sobre todo si consideramos que Lumen gentium no se limita a proponer la noción veterotestamentaria de «pueblo de Dios», sino que la supera hablando del «nuevo pueblo de Dios»[16]. El nuevo pueblo de Dios está constituido por los que creen en Jesucristo y han «renacido» porque han sido bautizados en el agua y en el Espíritu Santo (Jn 3, 3-6). El Espíritu Santo «por la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer y renueva incesantemente a la Iglesia»[17].

Así la expresión «pueblo de Dios» recibe su sentido propio, de una referencia constitutiva al misterio trinitaria revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo[18]. El nuevo pueblo de Dios se presenta como la «comunidad de fe, de esperanza y de caridad»[19], de la que la Eucaristía es la fuente[20]: la unión íntima de cada creyente con su Salvador y también la unidad de los fieles entre sí constituyen el fruto indivisible de la pertenencia activa a la Iglesia y transforman toda la existencia del cristiano en «culto espiritual». La dimensión comunitaria es esencial en la Iglesia para que en ella puedan ser vividas y compartidas la fe, la esperanza y la caridad, y para que esa comunión, habiendo alcanzado el «corazón» de cada creyente, se extienda también a un plano de realización comunitaria objetivo e institucional. La Iglesia está también llamada a vivir, en este plano social, en la memoria y la espera de Jesucristo, y a anunciar la buena nueva a todos los hombres.

3. La Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico»

1. La Iglesia a la vez «misterio» y «sujeto histórico»

Según la intención profunda de la Constitución conciliar Lumen gentium, intención a la que la reflexión posconciliar no ha contradicho, la expresión «pueblo de Dios», utilizada juntamente con otras denominaciones para designar a la Iglesia, pretende subrayar el carácter de «misterio» y el carácter de «sujeto histórico» que, en todo caso, la Iglesia actualiza y «realiza» de modo inseparable.

El carácter de «misterio» designa a la Iglesia en cuanto que proviene de la Trinidad, el carácter de «sujeto histórico» conviene a la Iglesia en cuanto que opera en la historia y contribuye a orientarla.

Descartado todo riesgo de dualismo y de yuxtaposición, se debe profundizar la correlación que en «la Iglesia pueblo de Dios» funda la relación del «misterio» y del «sujeto histórico». En efecto, el carácter de misterio es el que determina, para la Iglesia, su naturaleza de sujeto histórico. Correlativamente, el sujeto histórico es el que, por su parte, expresa la naturaleza del misterio.

En otros términos, el pueblo de Dios es simultáneamente misterio y sujeto histórico. De modo que el misterio constituye el sujeto histórico y el sujeto histórico desvela el misterio. Sería, por tanto, puro nominalismo separar en «la Iglesia-pueblo de Dios» el aspecto de misterio y el aspecto de sujeto histórico.

El «misterio» aplicado a la Iglesia remite a la disposición libre de la sabiduría y de la bondad del Padre, de comunicarse: comunicación que se efectúa en la misión del Hijo y el envío del Espíritu, por los hombres y en orden a su salvación.

En este acto divino tiene su origen la creación y también la historia de los hombres, puesto que ésta tiene su «principio», en el sentido más pleno del término (Jn 1, 1), en Jesucristo, el Verbo hecho carne.

Éste, exaltado a la derecha del Padre, dará y derramará el Espíritu Santo que se hace así principio de la Iglesia constituyéndola como Cuerpo y Esposa de Cristo y, de este modo, en una relación particular, única y exclusiva con respecto a Cristo, y consecuentemente, no extensible indefinidamente.

Se sigue también de ello que el misterio trinitario se hace presente y operante en la Iglesia. En efecto, si desde cierto punto de vista el misterio de Cristo-Cabeza, en el sentido del principio universalmente totalizante del Christus totus, «comprende» y envuelve el misterio de la Iglesia, desde otro punto de vista el misterio de Cristo no engloba pura y simplemente a la Iglesia, a la que es necesario reconocer un carácter escatológico.

La continuidad entre Jesucristo y la Iglesia no es directa, sino «mediata» y asegurada por el Espíritu Santo que, siendo el Espíritu de Jesús, opera para instaurar en la Iglesia el señorío de Jesucristo, el cual se realiza en la búsqueda de la voluntad del Padre.

2. La Iglesia como «sujeto histórico»

La Iglesia «misterio», en cuanto creada por el Espíritu Santo como cumplimiento y plenitud del misterio de Jesucristo-Cabeza —y, por tanto, revelación de la Trinidad—, es propiamente un sujeto histórico.

La voluntad por parte del Concilio de subrayar este aspecto de la Iglesia aparece claramente, como lo hemos referido ya, en el recurso a la categoría de «pueblo de Dios». Ésta encuentra en sus antecedentes veterotestamentarios una connotación precisa de sujeto histórico de la alianza con Dios. Esta característica está, además, confirmada en el cumplimiento neotestamentario de la noción, cuando refiriéndose a Cristo por el Espíritu, el «nuevo» pueblo de Dios amplía sus dimensiones, confiriéndoles un alcance universal. Ahora bien, precisamente porque se refiere a Jesucristo y al Espíritu, el nuevo pueblo de Dios se constituye en su identidad de sujeto histórico.

Lo fundamentalmente propio de este pueblo y que, por ello, lo distingue de todo otro pueblo, es vivir ejerciendo simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo y, por ello, el compromiso de la misión. El pueblo de Dios lo realiza ciertamente por la adhesión libre y responsable de cada uno de sus miembros, pero gracias al apoyo de una estructura institucional establecida para este fin (palabra de Dios y ley nueva, Eucaristía y sacramentos, carismas y ministerios).

En todo caso, memoria y espera dan una especificación precisa al pueblo de Dios, confiriéndole una identidad histórica que, por su misma estructuración, lo preserva, en toda situación, de la dispersión y del anonimato. Memoria y espera tampoco pueden estar disociadas de la misión para la que el pueblo de Dios es convocado permanentemente.

Se puede decir, en efecto, que la misión se deriva intrínsecamente de la memoria y de la espera de Jesucristo en el sentido de que éstas constituyen su fundamento. El motivo de ello debe buscarse en el hecho de que el pueblo de Dios aprende por la fe y a partir de la memoria y de la espera de Jesús, lo que los otros pueblos no saben y no podrán saber jamás sobre el sentido de la existencia y de la historia de los hombres. El pueblo de Dios debe anunciar este conocimiento y esta buena nueva a todos los hombres por la misión recibida de Jesús (Mt 28, 19). Si no, y a pesar de la sabiduría humana o «griega» (según san Pablo), o incluso no obstante el progreso científico y técnico, los hombres seguirán permaneciendo en la esclavitud y las tinieblas.

Desde este ángulo, la misión que constituye el objetivo histórico del pueblo de Dios desencadena una acción especifica que ninguna otra acción humana puede sustituir, acción a la vez crítica, estimuladora y realizadora del modo de vivir de los hombres, dentro del cual cada uno acepta o rechaza su salvación. Subestimar la función propia de la misión y, en consecuencia, reducirla, sólo podría agravar el conjunto de los problemas y de las desgracias del mundo.

3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico

Por otro lado, la insistencia en la designación del pueblo de Dios como sujeto histórico, y también la referencia constitutiva a la memoria y la espera de Jesucristo, permitirán atraer la atención sobre las notas de relatividad e incompleción que son inherentes al pueblo de Dios. En efecto, «memoria» y «espera» expresan simultáneamente, por una parte, «identidad», y por otra «diferencia». «Memoria» y «espera» expresan «identidad» en el sentido de que la referencia del nuevo pueblo de Dios a Jesucristo por el Espíritu no hace de este pueblo «otra» realidad, independiente o diversa, sino muy simplemente una realidad llena de la «memoria» y de la «espera» que la unen a Jesucristo. Desde este ángulo, la realidad completamente relativa del nuevo pueblo de Dios resalta claramente, ya que sin poder cerrarse sobre sí mismo está en total dependencia de Jesucristo. Se sigue de ello que el nuevo pueblo de Dios no tiene genio propio que hacer valer, imponer o proponer al mundo, sino que sólo puede comunicar la memoria y la espera de Jesucristo, de que vive: «Ya no soy yo el que vive, sino que Cristo es el que vive en mí» (Gál 2, 20).

Es igualmente coherente que «memoria» y «espera», que sugieren la presencia de un Otro y que, por lo mismo, expresan la «relatividad» con respecto a él, implican también la «incompleción». Por esta razón, el nuevo pueblo de Dios, sea que actúe en sus miembros tomados individualmente o en el conjunto que constituyen, permanece siempre «en camino» (in via) y en una situación que jamás será acabada aquí abajo. El destino de este pueblo es hacerse «memoria» y «espera» cada vez más fieles y cada vez más obedientes. La posición auténtica del pueblo de Dios, por tanto, no podría acomodarse a alguna forma de arrogancia o a algún sentimiento de superioridad. Su situación de referencia a Cristo debe, por el contrario, incitarlo a entregarse humildemente a la conversión. A todos los hombres, el nuevo pueblo de Dios no impone más que lo que debe exigirse a sí mismo. Lo que propone de hecho no es algo que le pertenecería como propio, sino más bien lo que, sin ningún mérito propio, ha recibido de Dios.

4. El nuevo pueblo de Dios en su existencia histórica

Del Espíritu Santo el nuevo pueblo de Dios recibe su «consistencia» de pueblo. Según las palabras del apóstol Pedro, «lo que no es un pueblo» no puede llegar a ser un «pueblo» (cf. 1 Pe 2, 10) más que por aquel que lo une desde arriba y por dentro en orden a realizar la unión en Dios. El Espíritu Santo hace vivir al nuevo pueblo de Dios en la memoria y la espera de Jesucristo y le confiere la misión de anunciar la buena nueva de esta memoria y de esta espera a todos los hombres. Con esta memoria, esta espera y esta misión no se trata de una realidad que se superpondría o se sobreañadiría a una existencia y a actividades ya vividas. A este respecto, los miembros del pueblo de Dios no constituyen un grupo particular que se diferenciaría de otros grupos humanos en el plano de las actividades cotidianas. Las actividades de los cristianos no son diferentes de las actividades por las que los hombres, sean los que sean, «humanizan» el mundo. Para los miembros del pueblo de Dios, como para todos los demás hombres, no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la vida humana que todos, según la diversidad de su vocación, están llamados a compartir en solidaridad.

Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios da a los cristianos una responsabilidad específica con respecto al mundo: «¡Lo que el alma es en el cuerpo, sean los cristianos en el mundo!»[21]. Ya que al mismo Espíritu Santo se le llama alma de la Iglesia[22], los cristianos reciben, en este mismo Espíritu, la misión de realizar en el mundo algo tan vital como lo que él lleva a término en la Iglesia. Esta acción no es una acción técnica, artística o social más, sino más bien la confrontación de la acción humana en todas sus formas, con la esperanza cristiana o, para conservar nuestro vocabulario, con las exigencias de la memoria y de la espera de Jesucristo. En las tareas humanas, los cristianos y entre ellos más particularmente los seglares, «llevados por el espíritu evangélico, a modo de fermento, [trabajan] por la santificación del mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el testimonio de la vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, [manifiestan] a Cristo a los otros»[23].

El nuevo pueblo de Dios no está, por tanto, caracterizado por un modo de existencia o una misión que sustituirían a una existencia y a proyectos humanos ya presentes. La memoria y la espera de Jesucristo deben, por el contrarío, convertir o transformar, desde el interior, el modo de existencia y los proyectos humanos ya vividos en un grupo de hombres. Se podría decir a este respecto que la memoria y la espera de Jesucristo, de las que vive el nuevo pueblo de Dios, constituyen como el elemento «formal» (en el sentido escolástico del término) que viene a estructurar la existencia concreta de los hombres. Esta que es como la «materia» (igualmente en sentido escolástico), evidentemente responsable y libre, recibe esta o aquella determinación para constituir un modo de vida «según el Espíritu Santo». Estos modos de vida no existen a priori y no se pueden determinar anticipadamente, se presentan en una gran diversidad y, por tanto, son siempre imprevisibles, aunque se los pueda referir a la acción constante de un único Espíritu Santo. Por el contrario, lo que estos diversos modos de vida tienen de común y de constante, es expresar «en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de las que está como tejida la existencia [humana]»[24], las exigencias y las alegrías del Evangelio de Cristo.

4. Pueblo de Dios e inculturación

1. Necesidad de la inculturación

A la vez como «misterio» y como «sujeto histórico», el nuevo pueblo de Dios «se compone de hombres que, reunidos en Cristo, son conducidos por el Espíritu Santo en su peregrinación al Reino del Padre y han recibido un mensaje de salvación que han de proponer a todos. Por esta razón, ella [la comunidad de los cristianos] se siente real e íntimamente unida al género humano y a su historia»[25]. Siendo la misión de la Iglesia entre los hombres hacer «que se introduzca este Reino [de Dios], el [nuevo] pueblo de Dios no sustrae nada al bien temporal de cada pueblo, sino que, por el contrario, fomenta y asume los valores y las riquezas y las costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno, pero, asumiéndolos, los purifica, fortalece y eleva»[26]. El término general de «cultura» parece poder resumir, como lo propone la Constitución pastoral Gaudium et spes, este conjunto de datos personales y sociales que marcan al hombre, permitiéndole asumir y dominar su condición y su destino[27].

Se trata, por tanto, para la Iglesia en su misión de evangelizar, de «introducir la fuerza del Evangelio en lo más íntimo de la cultura humana y de las formas de la misma cultura»[28]. Si esto faltara, el hombre no sería alcanzado verdaderamente por el mensaje de salvación que la Iglesia le comunica. La reflexión sobre la evangelización hace tomar una conciencia cada vez más viva de ello en la medida misma del progreso que realiza la humanidad en el conocimiento que puede tener de sí misma. La evangelización no alcanza su objetivo más que cuando el hombre, a la vez como persona única y como miembro de una comunidad que lo marca en profundidad, acepta recibir la Palabra de Dios y hacerla fructificar en su vida. De manera que Pablo VI ha podido escribir en Evangelii nuntiandi: «Decimos grupos del género humano que han de ser transformados: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el evangelio en zonas geográficas cada vez más amplias o a multitudes cada vez mayores, sino de tocar y, por así decirlo, de revolucionar, por la fuerza del evangelio, los criterios de juicio, los valores que tienen más importancia, los anhelos y modos de pensar, los movimientos impulsores y los modelos de vida del género humano, que están en contraste con la palabra de Dios y el designio de salvación»[29]. En efecto, como lo señala el Papa en este mismo documento: «La escisión entre Evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestra época»[30].

Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el evangelio pretende alcanzar el corazón de las culturas, se recurre hoy al término «inculturación». El término «aculturación» o «inculturación», «es ciertamente un neologismo que, sin embargo, expresa de modo egregio uno de los elementos del gran misterio de la encarnación»[31]. Juan Pablo II subraya en Corea la dinámica de la inculturación: «Es necesario que la Iglesia asuma todo en los pueblos. Tenemos delante de nosotros un largo e importante proceso de inculturación para que el evangelio pueda penetrar en el fondo del alma de las culturas vivas. Alentar este proceso es responder a las aspiraciones profundas de los pueblos y ayudarlos a venir a la esfera de la misma fe»[32].

Sin pretender dar aquí una doctrina completa de la inculturación, querríamos simplemente recordar su fundamento en el misterio de Dios y de Cristo, en orden a investigar su significación para la misión de la Iglesia. Sin duda, la exigencia de inculturación se impone a todas las comunidades cristianas, pero tenemos que estar hoy más particularmente atentos a las situaciones vividas por las Iglesias de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur o de América del Norte, tanto si se trata de nuevas Iglesias o de cristiandades ya antiguas[33].

2. El fundamento de la inculturación

El fundamento doctrinal de la inculturación se encuentra, en primer lugar, en la diversidad y multitud de los seres creados que proviene de la intención de Dios Creador, deseoso de que esta multitud diversificada ilustre más los innumerables aspectos de su bondad[34]. Todavía más se encuentra en el misterio del mismo Cristo: su encarnación, su vida, su muerte y su resurrección.

En efecto, de la misma manera que el Verbo de Dios ha asumido en su propia persona una humanidad concreta y ha vivido todas las particularidades de la condición humana en un lugar, en un tiempo y en el seno de un pueblo, la Iglesia, a ejemplo de Cristo y por el don de su Espíritu, debe encarnarse en cada lugar, en cada tiempo y en cada pueblo (cf. Hech 2, 5-11).

De la misma manera que Jesús ha anunciado el Evangelio sirviéndose de todas las realidades familiares que constituían la cultura de su pueblo, la Iglesia no puede dejar de tomar, para la construcción del Reino, elementos venidos de las culturas humanas.

Jesús decía: «Convertíos y creed al evangelio» (Mc 1, 15). Él se ha enfrentado con el mundo pecador hasta la muerte en la cruz, para hacer a los hombres capaces de esta conversión y de esta fe. Ahora bien, con las culturas sucede como con las personas: no hay inculturación conseguida sin que se denuncien los límites, los errores y el pecado que habitan en ellas. Toda cultura debe aceptar el juicio de la cruz sobre su vida y sobre su lenguaje.

Cristo ha resucitado revelando plenamente el hombre a sí mismo y comunicándole los frutos de una redención perfecta. Igualmente, una cultura que se convierte al Evangelio encuentra en él su propia liberación y saca a la luz riquezas nuevas que son, a la vez, dones y promesas de resurrección.

En la evangelización de las culturas y la inculturación del Evangelio se produce un misterioso intercambio: por una parte, el evangelio revela a cada cultura y libera en ella la verdad última de los valores de que es portadora; por otra, cada cultura expresa el Evangelio de manera original y manifiesta nuevos aspectos de él. La inculturación es así un elemento de la recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1, 10) y de la catolicidad de la Iglesia[35].

3. Aspectos diversos de la inculturación

La inculturación repercute profundamente en todos los aspectos de la existencia de la Iglesia. Retengamos aquí lo que afecta a su vida y su lenguaje.

En el campo de la vida, la inculturación consiste en que las formas y figuras concretas de expresión y de organización de la institución eclesial correspondan, del modo mejor, a los valores positivos que constituyen la personalidad de una cultura. Consiste también en una presencia positiva y un compromiso activo con respecto a los problemas humanos más fundamentales que existen en ella. La inculturación no es solamente tomar en cuenta tradiciones culturales, es también una acción al servicio de todo el hombre y de todos los hombres; penetra y transforma todas las relaciones; estando atenta a los valores del pasado, mira también al futuro.

En el campo del lenguaje (entendido aquí en el sentido antropológico y cultural), la inculturación consiste, en primer lugar, en el acto de apropiación del contenido de la fe en las palabras y las categorías de pensamiento, los símbolos y los ritos de una cultura dada. Exige después la elaboración de una respuesta doctrinal, a la vez, fiel y nueva, constructiva, pero postuladora de la conversión, frente a los problemas nuevos de pensamiento y de ética, ligados a las aspiraciones y a los rechazos, a los valores y a las desviaciones de esta cultura.

Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación entre las culturas no sólo es posible, sino necesaria. Así, el evangelio, que se dirige a lo más profundo del hombre, tiene un valor transcultural y su identidad debe poder ser reconocida de cultura en cultura. Esto requiere la apertura de cada cultura a las otras culturas. Baste recordar aquí estas palabras de la exhortación apostólica Catechesi tradendae: «Podemos aseverar que tanto a la catequesis como a la evangelización en general se le propone introducir la fuerza del evangelio en lo más íntimo de la cultura y de las formas de la misma cultura»[36].

Por su presencia y su compromiso en la historia de los hombres, el nuevo pueblo de Dios es conducido siempre hacia situaciones nuevas. Tiene, por tanto, que retomar sin cesar el esfuerzo de anunciar el evangelio en el corazón de la cultura y de las culturas. Hay, sin embargo, situaciones y épocas que exigen un esfuerzo particular. Así sucede hoy, especialmente, para la evangelización de los pueblos de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur e del Norte. Sean iglesias nuevas o Iglesias ya más antiguas, estas Iglesias, que podemos llamar «no europeas», se encuentran en una situación particular con respecto a la inculturación. Los misioneros que han llevado el evangelio transmitieron inevitablemente con él elementos de su propia cultura. Por definición no podían hacer lo que debía ser tarea propia de los cristianos que viven en las culturas recientemente evangelizadas. Corno lo ha señalado Juan Pablo II ante los Obispos del Zaire, «la evangelización comporta etapas y profundizaciones»[37]. Por esto, parece que ha llegado el momento en que bastantes Iglesias no europeas, tomando conciencia por vez primera de su propia originalidad y de las tareas que les incumben, deben crearse, en los campos de la vida y de la palabra, nuevas formas de expresión del único evangelio. Sean las que fueren las dificultades que encuentren estas comunidades y las dilaciones necesarias para tal empresa, el esfuerzo que ellas llevan adelante en comunión con la Santa Serle y con la ayuda del conjunto de la Iglesia se muestra decisivo para el futuro de la evangelización.

En esta tarea global, la promoción de la justicia, sin duda, no es más que un elemento, pero un elemento importante y urgente. El anuncio del evangelio debe asumir el reto tanto de las injusticias locales como de la injusticia planetaria. Es verdad que en este campo se han manifestado ciertas desviaciones de naturaleza político-religiosa. Pero tales desviaciones no deben llevar al recelo o al olvido de la tarea necesaria de la promoción de la justicia. Muestran más bien la urgencia de un discernimiento teológico fundado en instrumentos de análisis tan científicos como sea posible, sometidos siempre a la luz de la fe[38]. Por otra parte, como las injusticias locales son muy frecuentemente solidarias de la injusticia planetaria sobre la que llamó vigorosamente la atención el papa Pablo VI en Populorum progressio, la promoción de la justicia concierne a la Iglesia católica extendida en el universo entero, es decir, requiere la ayuda mutua de todas las Iglesias particulares y la ayuda de la Sede de Roma.

5. Iglesias particulares e Iglesia universal

1. Las distinciones necesarias

Siguiendo el uso mas corriente del Concilio Vaticano II, retomado por el nuevo Código de Derecho Canónico, mantenemos en la presente exposición la siguiente distinción: la «Iglesia particular» (Ecclesia peculiaris aut particularis) es, en primer lugar, la diócesis[39] «unida a su Pastor y congregada por el en el Espíritu Santo mediante el evangelio y la eucaristía»[40]. El criterio es aquí esencialmente teológico. Según un cierto uso que, por lo demás, no ha sido mantenido por el Código, la «Iglesia local» (Ecclesia localis) puede designar un conjunto más o menos homogéneo de Iglesias particulares, cuya constitución resulta, muy frecuentemente, de datos geográficos, históricos, lingüísticos o culturales. Bajo la acción de la Providencia, estas Iglesias han desarrollado, también en nuestros días, un patrimonio propio de orden teológico, jurídico, litúrgico y espiritual. El criterio es aquí, primariamente, de orden socio-cultural.

Distinguimos igualmente la estructura esencial de la Iglesia, de su figura concreta y evolutiva (o su organización). La estructura esencial comprende todo lo que en la Iglesia proviene de su institución por Dios (iure divino), a través de la fundación por Jesús y el don del Espíritu Santo. Esta estructura tiene que ser única y destinada a durar siempre. Sin embargo, esta estructura esencial y permanente reviste siempre una figura concreta y una organización (iure ecclesiastico) que son fruto de datos contingentes y evolutivos, históricos, culturales, geográficos, políticos... La figura de la Iglesia está, por ello, normalmente sujeta a evolución; ella es el lugar en que se manifiestan diferencias legítimas e incluso necesarias. La diversidad de organizaciones implica, sin embargo, la unidad de la estructura.

La distinción entre la estructura esencial y la figura concreta (u organización) no significa que haya entre ellas una separación. La estructura esencial está siempre implicada en una figura concreta sin la cual no podría vivir. Por ello, la figura concreta no es neutra con respecto a la estructura esencial que debe poder expresar con fidelidad y eficacia en una situación dada. Sobre ciertos puntos, determinar con certeza lo que pertenece a la estructura y a la figura (u organización) puede exigir un discernimiento delicado.

La Iglesia particular, unida a su Obispo o pastor, pertenece en cuanto tal a la estructura esencial de la Iglesia. Sin embargo, en el curso del tiempo, esta misma estructura reviste figuras que pueden variar. El modo de funcionamiento en el seno de cada Iglesia particular, así como las diversas reagrupaciones de varias Iglesias particulares, pertenecen a la figura concreta y a la organización. Este es, bien entendido, el caso de las «Iglesias locales», localizadas por su origen y sus tradiciones.

2. Unidad y diversidad

Puestas estas distinciones, es necesario subrayar aquí que para la teología católica de la unidad y de la diversidad se impone una referencia originaria: la de la Trinidad diferenciada de las personas en la Unidad misma de Dios. La distinción de las Personas no divide en nada la naturaleza. La teología de la Trinidad nos muestra que las verdaderas diferencias no pueden existir más que en la unidad. Al contrario, lo que no tiene unidad no soporta la diferencia (cf. J. A. Moehler). Podemos aplicar analógicamente estas reflexiones a la teología de la Iglesia.

La Iglesia de la Trinidad[41], cuya diversidad es múltiple, recibe su unidad del don del Espíritu Santo, que es, él mismo, lazo de unidad entre el Padre y el Hijo.

Lo universal «católico» debe, por tanto, distinguirse de las falsas figuras de lo universal, ligadas sea a las doctrinas totalitarias, sea a los sistemas materialistas, sea a las falsas ideologías de la ciencia y de la técnica, sea también a las estrategias imperialistas de cualquier origen. Tampoco puede confundirse con una uniformidad que destruiría las particularidades legítimas ni se lo podría asimilar a una reivindicación sistemática de singularidad que amenazase la unidad esencial.

El Código de Derecho Canónico[42] ha retomado la fórmula de Lumen gentium, según la cual «la una y única Iglesia católica existe en las Iglesias particulares y a partir de ellas»[43]. Entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal existe, por tanto, una interioridad mutua, una especie de ósmosis. La Iglesia universal, en efecto, encuentra su existencia concreta en cada Iglesia en la cual esta presente. Recíprocamente, cada Iglesia particular está formada «a imagen de la Iglesia universal»[44], con la cual vive en intensa comunión.

3. El servicio de la unidad

En el corazón de la red universal de Iglesias particulares de que se compone la única Iglesia de Dios, hay un centro y un punto de referencia: la Iglesia particular de Roma. Ésta, con la que «toda Iglesia debe concordar necesariamente», como escribía san Ireneo[45] , preside a la caridad y la comunión universal[46]. «Pues Jesucristo, Pastor eterno [...], para que el Episcopado mismo fuera uno e indiviso, puso al bienaventurado Pedro al frente de los demás Apóstoles e instituyó en él el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión»[47]. «El Romano Pontífice, sucesor del apóstol Pedro, es vicario de Cristo y cabeza visible de toda la Iglesia, que tiene sobre ella potestad plena, suprema y universal, que puede ejercitar siempre libremente»[48].

La constitución no quiere disociar la doctrina que propone de nuevo con respecto al primado y al magisterio del Romano Pontífice, de «la doctrina sobre los Obispos, sucesores de los Apóstoles»[49]. El colegio de los Obispos, que sucede al colegio de los Apóstoles, manifiesta, a la vez, la diversidad, la universalidad y la unidad del pueblo de Dios. Ahora bien, «los Obispos, sucesores de los Apóstoles, con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo»[50], es decir, la Iglesia. De ello se sigue que «el Orden de los Obispos [...] juntamente con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de potestad plena y suprema sobre toda la Iglesia»[51]. Cada Obispo en su Iglesia local «está ligado, por el vínculo de su oficio, al colegio episcopal, al cual, como sucesor del colegio apostólico, ha sido confiado el encargo de vigilar por la pureza de la fe y la unidad de la Iglesia»[52]. Así, «está obligarlo a tener aquella solicitud por toda la Iglesia que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera, al bien de la Iglesia universal»[53]. Igualmente, el Obispo gobernará su diócesis pensando «que la Iglesia particular [...] está formada a imagen de la Iglesia universal»[54].

El «sentimiento colegial» (affectus collegialis) que el Concilio ha vivificado entre los Obispos se ha traducido concretamente desde entonces por el papel importante jugado por las Conferencias

Episcopales[55]. En el seno de estas instancias, los Obispos de una nación o de un territorio ejercen «a la vez» o «conjuntamente» algunas de sus responsabilidades apostólicas y pastorales[56].

Podemos notar también que las Conferencias Episcopales desarrollan frecuentemente entre ellas relaciones de vecindad, de colaboración y de solidaridad, especialmente a escala de los continentes. Así, asambleas episcopales continentales reagrupan a delegados de las diversas Conferencias en el cuadro de los grandes conjuntos geográficos del mundo; por ejemplo, el Consejo Episcopal Latino-Americano (CELAM); el Symposium de las Conferencias Episcopales de África y de Madagascar (SECAM); la Federation of Asian Bishop's Conferences (FABC); el Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (CCEE). Tales asambleas proponen a nuestro tiempo, que ve la unificación y la organización de grandes conjuntos geopolíticos, una figura concreta de la unidad de la Iglesia en la diversidad de las culturas y de las situaciones humanas.

La utilidad e incluso la necesidad pastoral de las Conferencias Episcopales, así como de sus reagrupaciones a escala continental, es indiscutible. ¿Habría que ver consecuentemente en ellas, como se hace a veces a causa de que efectúan un trabajo en común, instancias específicas «colegiales», entendidas en el sentido estricto utilizado por Lumen gentium [57] y Christus Dominus?[58]. Estos textos no permiten que se pueda, en rigor del término, atribuir a las Conferencias Episcopales y a sus reagrupaciones continentales el calificativo de «colegial» (la palabra «colegialidad», en cuanto tal, no ha sido empleada por el Concilio). En efecto, la colegialidad episcopal, que sucede a la colegialidad de los Apóstoles, es universal y se entiende de la totalidad del cuerpo episcopal en comunión jerárquica con el Romano Pontífice con respecto a la totalidad de la Iglesia. Estas condiciones se verifican plenamente en el Concilio Ecuménico y pueden verificarse en la acción unida de los Obispos dispersos en toda la tierra, en las condiciones que determina el decreto Christus Dominus[59]. En cierto modo, pueden verificarse también en el Sínodo de los Obispos, que puede tenerse corno expresión verdadera, aunque parcial, de colegialidad universal, porque, «en cuanto representación de todo el Episcopado católico, significa a la vez que todos los Obispos en la comunión jerárquica son partícipes de la solicitud por la Iglesia universal»[60]. Por el contrario, instituciones como las Conferencias Episcopales (y sus reagrupaciones continentales) pertenecen a la organización o figura concreta de la Iglesia (iure ecclesiastico); con respecto a ellas, el empleo de los términos «colegio», «colegialidad», «colegial» no puede tener, por tanto, más que un sentido analógico, teológicamente impropio.

Estas afirmaciones no disminuyen en nada la importancia del papel práctico que las Conferencias Episcopales y sus reagrupaciones continentales deben jugar en el futuro, especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre las Iglesias particulares, las Iglesias «locales» y la Iglesia universal. Los resultados ya obtenidos permiten abrigar, a este respecto, una confianza fundada.

Resta que, en nuestra situación peregrinante, las relaciones entre Iglesias particulares, como las relaciones de estas Iglesias con la Sede de Roma, encargada del ministerio de la unidad y de la comunión universales, pueden, a veces, resultar difíciles. La tendencia pecadora de los hombres los lleva a transformar las dificultades en oposiciones. Es, por ello, necesario buscar, sin cesar, en comunión con la Sede de Roma y bajo su autoridad, las mejores modalidades de expresión de la universalidad católica que permitan la compenetración de los más diversos elementos humanos en la unidad de la fe.

6. El nuevo pueblo de Dios como sociedad ordenada jerárquicamente

1. Comunión, estructura y organización

Desde que aparece en la historia, el nuevo pueblo de Dios está estructurado en torno a los pastores que Jesucristo mismo ha elegido haciendo de ellos sus Apóstoles (Mt 10,1-42) y poniendo a Pedro a su cabeza (Jn 21,15-17). «Aquella misión divina, confiada por Cristo a los Apóstoles, durará hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20), ya que el evangelio que ellos han de transmitir ha de ser en todo tiempo, para la Iglesia, principio de toda vida. Por ello, los Apóstoles tuvieron cuidado de instituir sucesores en esta sociedad ordenada jerárquicamente»[61]. No es, por ello, posible disociar el pueblo de Dios, que es la Iglesia, de los ministerios que la estructuran, y especialmente del episcopado. Éste se hace, a la muerte de los Apóstoles, el verdadero «ministerio de la comunidad» que los Obispos ejercen con la ayuda ele los presbíteros y de los diáconos[62]. Desde entonces, si la Iglesia se presenta como un pueblo y una comunión de fe, de esperanza y de caridad, en el seno de la cual los fieles de Cristo «todos [...] gozan de verdadera dignidad cristiana»[63], este pueblo y esta comunión han sido provistos de ministerios y de medios de crecimiento que aseguran el bien de todo el cuerpo. No se pueden, por tanto, separar en la Iglesia los aspectos de una estructura y de una vida que están en ella profundamente asociados entre sí. «El único mediador, Cristo, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, mediante la cual difunde la verdad y la gracia. Pues la sociedad provista de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben considerarse como dos cosas, sino que forman una sola realidad compleja que consta de un elemento humano y otro divino»[64].

La comunión que define al nuevo pueblo de Dios es, por tanto, una comunión social ordenada jerárquicamente. Como lo precisa la Nota explicativa previa, de 16 de noviembre de 1964: «La comunión es una noción que en la antigua Iglesia (como también hoy, sobre todo en Oriente) se tiene en gran honor. Pero no se entiende de un cierto sentimiento vago, sino de una realidad orgánica que exige una forma jurídica que, al mismo tiempo, está animada por la caridad»[65].

Aquí es donde se puede plantear con coherencia la cuestión de la presencia y el alcance de la organización jurídica en la Iglesia. Si se puede distinguir la función sacramental ontológica del aspecto canónico-jurídico[66], no es menos verdadero que, en grados diversos, ambos aspectos son absolutamente necesarios a la vida de la Iglesia. Teniendo en cuenta la analogía parcial o relativa (haud mediocres analogia) de la Iglesia con el Verbo encarnado, como la desarrolla el texto de Lumen gentium, no olvidarnos que «así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo que la vivifica para crecimiento del cuerpo»[67]. La analogía con el Verbo encarnado permite afirmar que este «instrumento de salvación», que es la Iglesia, debe ser comprendido de tal manera que se eviten dos excesos característicos de las herejías cristológicas de la antigüedad. Así se podría, por una parte, descartar una especie de «nestorianismo» eclesial para el cual no existiría ninguna relación sustancial entre el elemento divino y el elemento humano. Inversamente sería posible guardarse también de un «monofisismo» eclesial para el cual en la Iglesia todo estaría «divinizado», sin que exista espacio para los límites, los defectos o las faltas de la organización, fruto de los pecados y de la ignorancia de las personas. La Iglesia es un sacramento ciertamente, pero no al mismo nivel y con la misma densidad en todas sus actividades. Baste recordar aquí, ya que volveremos sobre el tema Iglesia-sacramento, que la liturgia constituye el campo en el que la sacramentalidad de la Iglesia actúa y se expresa con más potencia[68]. A continuación se coloca el ministerio de la Palabra en sus formas más altas[69]. Finalmente viene el campo en que se ejercita la función pastoral con la autoridad canónica o poder de gobierno[70]. Se sigue que la legislación eclesiástica, aunque tiene su fuente en una autoridad cuyo origen es divino, no puede evitar ser influenciada, en una medida variable, por la ignorancia y el pecado. En otros términos, la legislación eclesiástica no es ni puede ser infalible. Lo que, como es claro, no significa que no tenga importancia en el misterio de la salvación. Negarle toda función positivamente salvífica equivaldría, a fin de cuentas, a restringir la sacramentalidad de la Iglesia a solos los sacramentos y, por ello, a debilitar la visibilidad de la Iglesia en la vida cotidiana.

2. Práctica de la sociedad ordenada jerárquicamente

En la estructura fundamental de la Iglesia se pueden hallar los principios mismos que esclarecen su organización y su práctica canónico-jurídicas.

1. En cuanto comunidad visible y organismo social, la Iglesia tiene necesidad de normas que expresen su estructura fundamental y precisen, en virtud de un juicio prudencial, ciertas condiciones de vida comunitaria. Estas condiciones pueden cambiar, de la misma manera que la fidelidad al Espíritu Santo puede exigir cambios.

2. El fin de la legislación eclesial no puede ser sino el bien común de la Iglesia. Este comprende inseparablemente la salvaguardia del depósito de la fe, recibido de Cristo, y el progreso espiritual de los hijos de Dios, hechos miembros del Cuerpo de Cristo.

3. Si la Iglesia tiene necesidad de normas y de derecho, es preciso, en consecuencia, reconocer que goza de una autoridad legislativa[71]. Ésta respetará escrupulosamente la regla general recordada por la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, según la cual «se debe reconocer al hombre la máxima libertad, y no se la debe restringir sino cuando y en la medida en que es necesario»[72]. Tal poder implica también que las disposiciones legislativas legítimas deben ser acogidas y puestas en práctica por los fieles con una obediencia religiosa. Sin embargo, el ejercicio de esta autoridad requerirá de los Pastores una atención particular a la temible responsabilidad que implica el poder de legislar; a él debe unirse el grave deber moral de proceder a consultas previas, como también la obligación de proceder a ulteriores enmiendas, cuando ello sea necesario.

La presencia de elementos jurídicos en las disposiciones que presiden la vida de la Iglesia demanda todavía algunas consideraciones. La libertad cristiana es uno de los rasgos característicos de la Nueva Alianza o del «nuevo pueblo de Dios» y constituye, por ello, una novedad con respecto a la ley antigua. Sin embargo, la llegada de esta libertad, ligada ya en el testimonio de los profetas de Israel a la interiorización dem la Ley (cf. Jer 31,31), no implica que la ley exterior desaparezca totalmente de la vida de la Iglesia, al menos mientras está «en peregrinación» en este mundo. El Nuevo Testamento nos presenta ya esbozos de un derecho eclesial (Mt 18,15-18; Hch I5,28s; 1 Tim 3,1-13; 5,17-22; Tit 1,5-9; etc.). Los Padres de la Iglesia mas antiguos testifican ciertos desarrollos de reglas que miran a establecer y conservar el buen orden de la comunidad. Así sucede en Clemente de Roma, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Tertuliano, Hipólito, etc. Los concilios ecuménicos o locales toman disposiciones disciplinares que enuncian al lado de sus decisiones doctrinales propiamente dichas. Ya el derecho antiguo de la Iglesia es, por tanto, importante. Sin embargo, no tomaba siempre la forma de una ley escrita. Había, en efecto, como un derecho consuetudinario, derecho que no era menos obligatorio y que ha constituido frecuentemente la fuente de los «santos cánones» que se redactarán más tarde.

7. El sacerdocio común en su relación al sacerdocio ministerial

1. Dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo

El Concilio Vaticano II ha prestado una renovada atención al sacerdocio común de los fieles. La expresión «sacerdocio común» y la realidad que tal expresión designa tienen profundas raíces bíblicas (cf., por ejemplo, Éx 19,6; Is 61,6; 1 Pe 2,5-9; Rom 12,1; Ap 1,6t 5,9-10), y fueron abundantemente objeto de comentarios de Padres de la Iglesia (Orígenes, san Juan Crisóstomo, san Agustín...). Sin embargo, esta expresión casi había desaparecido de la terminología de la teología católica, por el uso antijerárquico que de ella habían hecho los Reformadores. Pero conviene recordar aquí que el Catecismo Romano aludió a ella explícitamente. La constitución dogmática Lumen gentium da a la categoría de «sacerdocio común de los fieles» un lugar relevante. A veces, este sacerdocio es referido a las personas, estrictamente tales, de los bautizados[73]; a veces, la comunidad misma, es decir, la Iglesia en su complejo, es llamada «sacerdotal»[74].

Por otra parte, el Concilio emplea la expresión «sacerdocio ministerial o jerárquico»[75], del que se dice que están dotados «algunos [los Obispos y presbíteros, que en la Iglesia] desempeñan el ministerio sagrado para bien de sus hermanos»[76]. Aunque esta denominación no aparezca directa y explícitamente en el Nuevo Testamento, es usada constantemente en la Tradición desde el siglo III. El Concilio Vaticano II la utiliza habitualmente, y el Sínodo de los Obispos del año 1971 le dedicó un documento específico.

El Concilio pone en conexión el sacerdocio común de los fieles con el sacramento del bautismo. Del mismo modo se indica que tal sacerdocio implica para los fieles y tiene como finalidad «que ofrezcan hostias espirituales por medio de todas las obras del hombre cristiano»[77], o ulteriormente que en él se trata —como ya san Pablo determinaba más concretamente—  de que se muestren a sí mismos como «hostia viva, santa, agradable a Dios...» (Rom 12,1). Así, la vida cristiana se considera como alabanza ofrecida a Dios y culto tributado a él por cada persona y por toda la Iglesia. La sagrada Liturgia[78], el testimonio de la fe y el anuncio del evangelio[79], a partir del sentido sobrenatural de la fe, que participan todos los fieles[80], constituyen una expresión de este sacerdocio. Este sacerdocio se ejercita concretamente en la vida cotidiana del bautizado cuando la misma existencia se hace oblación de sí por la inserción en el misterio pascual de Cristo. El sacerdocio común de los fieles (o de los bautizados) manifiesta claramente la profunda unidad entre el culto litúrgico y el culto espiritual y concreto de la vida cotidiana. Debemos subrayar también aquí que tal sacerdocio no puede entenderse sino corno participación del sacerdocio de Cristo: ninguna alabanza asciende al Padre a no ser por intervención de Cristo. En realidad, en la economía cristiana, la oblación de la vida no se realiza plenamente más que por los sacramentos y, de modo completamente singular, por la Eucaristía. ¿No son los sacramentos, a la vez, fuente de gracia y expresión de la oblación cultual?

2. Relación entre ambos sacerdocios

El Concilio Vaticano II, habiendo, de alguna manera, restituido a la expresión «sacerdocio común de los fieles» su sentido pleno, se propuso la cuestión de dilucidar cómo se relacionan entre sí el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico. Es evidente que ambos tienen su fundamento y su fuente en el único sacerdocio de Cristo. Ciertamente, «el sacerdocio de Cristo es participado, de modos diversos, tanto por los ministros como por el pueblo fiel»[81]. Ambos se expresan en la Iglesia por una relación sacramental a la persona, vida y acción santificantes de Cristo. Para la expansión de la vida en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico deben ser complementarios, es decir, necesariamente «se ordenan el uno al otro», de tal manera, sin embargo, que en el aspecto de la finalidad de la vida cristiana y de su cumplimiento tenga la primacía el sacerdocio común, aunque en el aspecto de la estructura visible de la Iglesia y de la eficacia sacramental la prioridad compete al sacerdocio ministerial. La constitución dogmática Lumen gentium determinó más concretamente estas relaciones en el número 10: «Pero el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque difieran esencialmente y no sólo en grado, sin embargo se ordenan el uno al otro; porque uno y otro, según su modo peculiar, participan del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y rige al pueblo sacerdotal, hace el sacrificio eucarístico en persona de Cristo y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, por su parte, concurren a la oblación de la Eucaristía por su sacerdocio real, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y la acción de gracias, en el testimonio de la vida santa, la abnegación y la caridad activa»[82] .

3. Fundamento sacramental de ambos sacerdocios

Como muestran estas palabras, la relación entre ambas formas de sacerdocio y la articulación de ellas se pueden determinar con más exactitud a partir de la realidad sacramental presente en la vida de la Iglesia, realidad que se expresa, de manera completamente singular, en la Eucaristía. Como ya hemos notado, los sacramentos son, a la vez, fuente de gracia y expresión de la oblación espiritual de toda la vida. Ahora bien, el culto litúrgico de la Iglesia, en el que esa oblación llega a la plenitud, no se puede realizar más que cuando la comunidad es presidida por alguien que puede actuar «en persona de Cristo». Sólo esta condición da al «culto espiritual» la plenitud, en cuanto que lo inserta en la misma oblación y sacrificio del Hijo. «Pues, por el ministerio de los presbíteros, el sacrificio espiritual de los fieles se consuma en unión con el sacrificio de Cristo único Mediador, sacrificio que se ofrece por manos de ellos en la Eucaristía, de modo incruento y sacramental, en nombre de toda la Iglesia, hasta que venga el mismo Señor. A esto tiende y en esto se consuma el ministerio de los presbíteros. Pues su ministerio, que empieza por el anuncio evangélico, saca su fuerza y virtud del sacrificio de Cristo, y tiende a que "toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, sea ofrecida a Dios por medio del Gran Sacerdote que también se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión, para que fuéramos cuerpo de tanta Cabeza"»[83].

Porque ambos se refieren a una única fuente, es decir, al sacerdocio de Cristo, y porque ambos pretenden, en último término, una única finalidad: la oblación de todo el Cuerpo de Cristo, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial de los Obispos y presbíteros son estrictamente correlativos. De modo que san Ignacio de Antioquía afirmó que sin Obispo, presbíteros y diáconos no se puede hablar de la Iglesia[84]. La Iglesia no existe más que como Iglesia dotada de estructura, y esta afirmación es igualmente válida cuando se utiliza la categoría «pueblo de Dios», que sería erróneo identificar con sólo los laicos, haciendo abstracción de los Obispos y presbíteros.

De modo semejante, el «sentido sobrenatural de la fe» pertenece a todo el pueblo «cuando "desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos" muestra su consentimiento universal sobre cosas de fe y de costumbres»[85]. En esto, por tanto, no se podría oponer el sentido de la fe del pueblo de Dios, entendido prescindiendo de los Obispos y presbíteros, al magisterio jerárquico de la Iglesia. El sentido de la fe, al que rinde testimonio el Concilio y «que es excitado y mantenido por el Espíritu de la verdad», no recibe verdaderamente la palabra de Dios más que bajo la guía del sagrado magisterio[86].

Dentro del único pueblo de Dios, el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial de los Obispos y presbíteros son inseparables. El sacerdocio común alcanza la plenitud de su importancia eclesial por el sacerdocio ministerial, mientras que, por su parte, éste no existe más que en orden al ejercicio del sacerdocio común. Los Obispos y presbíteros son necesarios en la vida de la Iglesia y de los bautizados, pero también los Obispos y presbíteros están llamados a vivir plenamente este mismo sacerdocio común y, en este aspecto, tienen necesidad del sacerdocio ministerial. «Pues para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano», dice san Agustín[87].

El sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial de los Obispos y presbíteros, ordenados el uno al otro, tienen entre sí una diferencia esencial (diferencia que no es sólo diferencia de grado) por la finalidad a que están destinados. Así, el sacerdocio del Obispo y del presbítero es representativo. Actuando «en persona de Cristo», el Obispo y el presbítero lo hacen presente al pueblo; pero, al mismo tiempo, el Obispo y el presbítero representan también a todo el pueblo ante el Padre.

Hay, ciertamente, algunos actos sacramentales cuya validez depende de que aquel que los celebra, en virtud de su ordenación, tenga potestad de actuar «en persona de Cristo» o «en papel de Cristo». Sin embargo, no sería lícito limitarse a esta advertencia para legitimar la existencia del ministerio ordenado en la Iglesia. Este ministerio pertenece a la estructura esencial de la Iglesia y, por ello, a su rostro y visibilidad. La estructura esencial de la Iglesia, como su rostro, implica la dimensión «vertical», signo e instrumento de la iniciativa y de la prioridad de la acción divina en la economía cristiana.

4. La vocación propia de los laicos

La reflexión que hemos hecho hasta ahora se muestra útil para explicar ciertas disposiciones del nuevo Código de Derecho Canónico, que se refieren al sacerdocio común de los fieles. El canon 204, § 1, siguiendo al número 31 de la constitución dogmática Lumen gentium, pone la participación de los cristianos en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, en conexión con el bautismo. «Los fieles cristianos que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, están constituidos como pueblo de Dios y que, por esta razón, son hechos partícipes, a su manera, del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, son llamados, según la condición propia de cada uno, a ejercitar la misión que Dios confió a la Iglesia para que la cumpliera en el mundo»[88]. En el espíritu de la misión que los laicos ejercen en la Iglesia y en el mundo, misión que es la de todo el pueblo de Dios, los cánones 228, § 1 y 230, § 1 y 3, contemplan la admisión de laicos a oficios y cargos eclesiásticos, por ejemplo, a los ministerios de lector, acólito y otros[89]. Sin embargo, sólo abusivamente se podría considerar que estas concesiones establecen una igualdad entre los oficios respectivos de los Obispos, presbíteros, diáconos y los de los laicos. La función del laico en los oficios y cargos eclesiásticos que se consideran en los cánones citados más arriba ciertamente es plenamente legítima y, por lo demás, aparece absolutamente necesaria en ciertas circunstancias; sin embargo, no puede tener la plenitud y la amplitud del signo eclesial que reside en los ministros ordenados, en virtud de su cualidad propia de representantes sacramentales de Cristo. La apertura de oficios y cargos eclesiásticos a los laicos no debería tener como efecto oscurecer el signo visible de la Iglesia, pueblo de Dios jerárquicamente ordenado a partir de Cristo-Cabeza.

Por otra parte, esta misma apertura tampoco debería conducir al olvido de la vocación propia de los laicos en el conjunto de la misión de la Iglesia que ellos comparten con todos los otros fieles, como también los Obispos, los presbíteros, los diáconos o, en otro plano, los religiosos y religiosas tienen también una vocación propia. Como el Concilio en el número 31 de la constitución dogmática Lumen gentium lo ha establecido: «Es propio de los laicos, por vocación propia, buscar el reino de Dios gestionando las cosas temporales y ordenándolas según

Dios. Viven en el mundo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, por las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios para que, ejercitando su oficio propio, llevados por el espíritu evangélico, a manera de fermento, trabajen por la santificación del mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el testimonio de la vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, manifiesten a Cristo a los otros»[90].

8. La Iglesia como sacramento de Cristo

1. Sacramento y misterio

La Iglesia de Cristo, «nuevo pueblo de Dios», se presenta indisolublemente como misterio y sujeto histórico. Para expresar esta realidad de la Iglesia, a la vez divina y humana, la constitución conciliar Lumen gentium recurre, como dijimos, al término «sacramento». Esta denominación adquiere su importancia por el lugar notable que recibe en el primer párrafo de su texto: «Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano...»[91]. En el conjunto de toda la constitución la palabra «sacramento» se aplica ulteriormente a la Iglesia dos veces[92]. Por lo demás, estos usos no llevan consigo explicación. Parece que el principio establecido en el párrafo primero de la constitución basta. Sin que haya obtenido el mismo éxito que la expresión «pueblo de Dios», la expresión «sacramento» aplicada a la Iglesia se ha vulgarizado algo. Pero su uso requiere muchas clarificaciones.

El uso de la palabra «sacramento», cuando se refiere a la Iglesia, permite subrayar el origen de la Iglesia en Dios y en Cristo, y su absoluta dependencia con respecto a ellos[93]. De modo semejante, indica más precisamente la ordenación de la Iglesia a la manifestación y presencia a los hombres del misterio del Amor universal de Dios, en orden a la unión íntima de todos los hombres con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como en orden a la comunión de los hombres entre sí. El término «sacramento» manifiesta fuertemente la estructura profunda del «misterio» de Cristo y, en conexión con ella, la auténtica naturaleza de la verdadera Iglesia, «de la que es propio ser, a la vez, humana y divina, visible dotada de elementos invisibles, ferviente en la acción y entregada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y, por cierto, de manera que en ella lo que es humano se ordene y subordine a lo divino, lo visible a lo invisible, lo propio de la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos» [94]. Ulteriormente no es inútil suscitar la atención sobre este hecho: cuando hace medio siglo algunos teólogos católicos pusieron de nuevo en honor esta denominación de la Iglesia como sacramento, lo hicieron también para devolver al cristianismo un amplio alcance comunitario y social, y no individual o incluso institucional. El cristianismo, en su misma esencia, es misterio de unión y de unidad; de unión íntima con Dios y de unidad de los hombres entre sí.

El término «sacramento», cuando se aplica a la Iglesia, evoca la palabra de origen griego «misterio» (mysterion) con la que comparte un sentido fundamentalmente equivalente. Como hemos subrayado más arriba, el «misterio» es el decreto divino por el que el Padre realiza su voluntad salvífica en Cristo, al mismo tiempo que la revela a través de una realidad temporal que guarda su transparencia.

2. Cristo y la Iglesia

Sin duda, es necesario no olvidar que la expresión «sacramento», como cualquier otra palabra, figura, imagen, analogía y comparación, no puede definir estrictamente o describir adecuadamente la realidad de la Iglesia. Sin embargo, la denominación de la Iglesia como sacramento subraya, en primer lugar y con gran claridad, el vínculo de la Iglesia con Cristo. Así, es posible aproximar a esta expresión las imágenes bíblicas de la Iglesia Cuerpo de Cristo y de Esposa. Lo mismo sucede con la fórmula «nuevo pueblo de Dios» en cuanto que se refleja en las dos direcciones inseparables de misterio y sujeto histórico. Realmente, todas las imágenes bíblicas de la Iglesia que se enumeran en el capítulo primero de la constitución dogmática Lumen gentium y que ponen de relieve, respectivamente, las notas complementarias de identificación y de diferencia entre Cristo y la Iglesia, pueden encontrar en este termino de sacramento como una transcripción formal. En la Iglesia habita verdaderamente la presencia de Cristo, de modo que el que la ha encontrado, ha encontrado a Cristo. Tal es la presencia de Cristo en el bautismo y la Eucaristía, en la palabra de Dios, en la asamblea de los cristianos (Mt 18,20), en el testimonio del ministerio apostólico (Lc 10,16; Jn 15,18.20), en el servicio de los pobres (Mt 25,40), en el apostolado... Pero, al mismo tiempo, la Iglesia, que está hecha de hombres y pecadores, tiene necesidad de convertirse, purificarse y pedir a su Señor los dones espirituales necesarios para su misión en el mundo. La Iglesia es, a la vez, sacramento eficaz de la unión con Dios y de la unidad del género humano, y debe pedir incesantemente, en primer lugar para sus miembros, la misericordia de Dios y la unidad de sus hijos. Con otras palabras, el Señor está presente en la Iglesia (Ap 21,3.22), pero no deja, por ello, de mantenerse delante de ella, para atraerla en el Espíritu Santo a las realidades todavía mayores (cf. Jn 5,20) de la presencia definitiva de Dios, que será «todo en todas las cosas» (1 Cor15,28; Col 3,11).

En la espera de la venida ele Cristo al fin de los tiempos, la Iglesia experimenta, a través de sus miembros, el pecado y conoce el dolor de la división. Los hombres y mujeres que constituyen la Iglesia pueden, a veces, poner impedimento a la acción del Espíritu Santo. Los Pastores, por el hecho de la legitimidad de su autoridad, no están más inmunes que los otros de los abusos y errores. Desde un punto de vista mas estructural, porque el sacramento es «signo e instrumento», la realidad simbólica y social que lo constituye (res et sacramentum) remite siempre a una realidad mayor y más fundamental, a saber, divina (res tantum). Esto es verdad también de la Iglesia, que depende totalmente de Cristo, al que tiende, sin confundirse nunca con aquel que es su Señor.

3. La Iglesia, sacramento de Cristo

Se ve bien que el término «sacramento», cuando se aplica a la Iglesia, necesita ciertas explicaciones. Es claro que no se trata de la Iglesia como de un octavo sacramento, porque el termino, cunado se utiliza para la Iglesia, tiene un sentido analógico. En realidad, este sentido es más fundamental que el que tiene para los siete sacramentos, pero, al mismo tiempo, menos preciso. No todas las cosas en la Iglesia, como ya advertimos, tienen de suyo la fuerza de eficacia salvífica que es característica para los siete sacramentos. Observemos ulteriormente que, aunque la Iglesia sea sacramento, Cristo es el sacramento «primordial» del cual depende la Iglesia: «El es antes de todas las cosas y todas se mantienen en él. Y él es la cabeza del Cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,17-18).

Mediante la categoría de «sacramento» se dice algo esencial de la Iglesia y el sentido de este término, aplicado a la Iglesia, es completamente real. Por lo demás, con la intención de contribuir al esfuerzo de la Iglesia para expresarse a sí misma, algunos teólogos católicos, ya antes del Concilio, recurrieron al término «sacramento» que les legaban los Padres de la Iglesia. El sentido atribuido a la palabra es entonces «la Iglesia sacramento de Dios», o «sacramento de Cristo». Más exactamente, la Iglesia puede llamarse analógicamente «sacramento de Cristo», ya que Cristo mismo puede ser denominado con la expresión «sacramento de Dios». La Iglesia recibe este nombre de sacramento porque es Esposa y Cuerpo de Cristo. Sin embargo, es absolutamente claro que la Iglesia es sacramento sólo en dependencia total de Cristo, que debe ser llamado «sacramento primordial». Los mismos siete sacramentos no tienen realidad y sentido más que en el conjunto total que constituye la Iglesia.

Finalmente, advirtamos que el término «sacramento», cuando se aplica a la Iglesia, remite a la salvación, la cual, realizándose por la unión con Dios en Cristo, conduce a la unidad de los hombres entre sí. Se puede, de modo semejante, unir «sacramente» con el término «mundo», y así se subraya que la Iglesia es sacramento de la salvación del mundo, en cuanto que el mundo necesita la salvación, con respecto a la cual la Iglesia ha recibido la misión de proponerla al mundo. En esta perspectiva se puede decir que la Iglesia es sacramento de Cristo para la salvación del mundo.

La teología de la Iglesia-sacramento nos permite estar más atentos a la responsabilidad concreta de la comunidad cristiana. En efecto, los hombres serán conducidos a su Salvador por la vida, el testimonio y la acción cotidiana de los discípulos de Cristo. Unos, por el conocimiento del «signo» de la Iglesia y la gracia de la conversión, encontrarán cuáles son la grandeza del Amor de Dios y la verdad del evangelio, de modo que la Iglesia, de manera completamente explicita, sea para ellos «signo e instrumento» de salvación. Otros, de modo más misterioso y que sólo Dios conoce, son asociados por el Espíritu Santo al misterio pascual de Cristo, y así también ala Iglesia[95].

9. La única Iglesia de Cristo

1. Unidad de la Iglesia y diversidad de los elementos cristianos

«Hay una única Iglesia de Cristo que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, que nuestro Salvador, después de su resurrección, confió a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), y encomendó a el y a los demás Apóstoles para que la propagaran y rigieran (cf. Mt 28,18ss), y a la que erigió como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, impulsan a la unidad católica»[96].

De hecho, es necesario mirar la unidad teológica de la Iglesia y la pluralidad histórica de las comuniones cristianas que «se presentan a sí mismas a los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; todos profesan ciertamente que son discípulos del Señor, pero sienten de modo diverso y van por caminos diversos, como si el mismo Cristo estuviera dividido»[97]. Porque tales divisiones constituyen objeto de escándalo e impedimento para la evangelización del mundo, el Concilio se propuso establecer, a la vez, la presencia de la Iglesia de Cristo en la Iglesia católica y la existencia, fuera de los límites visibles de la Iglesia católica, de elementos o bienes, por los que la Iglesia de Cristo es edificada y vivificada.

2. Unicidad de la Iglesia de Cristo

En primer lugar, conviene decir una palabra de «la misma plenitud de gracia y de verdad que ha sido confiada a la Iglesia católica»[98]. Esto se deduce rectamente, porque «creemos, en efecto, que el Señor ha encomendado al único colegio apostólico, que preside Pedro, todos los bienes de la Nueva Alianza para constituir un único cuerpo de Cristo en la tierra, al que deben incorporarse plenamente los que ya pertenecen, de alguna manera, al pueblo de Dios»[99]. La dimensión espiritual de la Iglesia no puede separarse de su dimensión visible. La Iglesia una, única y universal, la Iglesia de Jesucristo, puede conocerse históricamente en la Iglesia visible constituida en torno al colegio de los Obispos y su cabeza, el Romano Pontífice[100]. La Iglesia se encuentra allí donde los sucesores del apóstol Pedro y de los otros Apóstoles conservan visiblemente la continuidad con los orígenes. En realidad, con la continuidad apostólica vienen inseparablemente los otros elementos esenciales: la Sagrada Escritura, la doctrina de la fe y el magisterio, los sacramentos y los ministerios. Tales elementos ayudan al nacimiento y al aumento de la existencia según Cristo. Del mismo modo que la afirmación de la fe ortodoxa, constituyen el instrumento esencial y el medio específico por los que se fomenta el incremento de la vida de Dios entre los hombres. De hecho, estos elementos constituyen lo que es la verdadera Iglesia. Es legítimo ver que toda la obra salvífica de Dios en el mundo se refiere a la Iglesia en cuanto que los medios para crecer en la vida de Cristo alcanzan en la Iglesia su culmen y perfección.

El Decreto sobre el ecumenismo puede hablar, con razón, del «sagrado misterio de la unidad de la Iglesia», cuyos elementos esenciales enumera: «Jesucristo quiere que, por la fiel predicación del evangelio y la administración de los sacramentos y por el gobierno en el amor, realizados por los Apóstoles y sus sucesores, es decir, los Obispos con su cabeza el sucesor de Pedro, actuando el Espíritu Santo, crezca su pueblo; y consuma su comunión en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios»[101]. Siendo la Iglesia la proposición de la vida total del Señor resucitado, consecuentemente el nombre de Iglesia se puede aplicar con plenitud donde esta vida sacramental y esta fe apostólica existen en su integridad y continuidad. Ahora bien, creemos que tales elementos existen con plenitud y por excelencia en la Iglesia católica. Esto es lo que quiere subrayar la primera frase del número 8 de la constitución dogmática Lumen gentium con estas palabras: «Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él...»[102]. La Iglesia se encuentra donde los sucesores de Pedro y de los otros Apóstoles conservan visiblemente la unidad con los orígenes. A esta Iglesia se ha concedido la unidad, y «creemos que [ella] subsiste inamisible en la Iglesia católica»[103]. La Iglesia se realiza en toda su plenitud en la sociedad que es regida por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.

3. Elementos de santificación

Sin embargo, la presencia plena y perfecta de la Iglesia de Cristo en la Iglesia católica no excluye la presencia de la Iglesia de Cristo allí donde «fuera de esta estructura [de la Iglesia católica] se encuentren muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, impulsan a la unidad católica»[104]. Por don de Dios, ordenado a la Iglesia, se dan muchos elementos de santificación y de verdad, que, aunque existan fuera de la estructura visible de la Iglesia católica, están en conexión real con el orden de la salvación. De estas realidades de santificación y de verdad, el Concilio subraya dos notas características: una de hecho y otra teológica. De hecho, podemos advertir que elementos de santificación y de verdad se desarrollan fuera del organismo visible y social de la Iglesia católica; hablando teológicamente, tales elementos «impulsan a la unidad católica»[105].

Hay, por tanto, fuera de la Iglesia católica, no sólo muchos cristianos, sino muchos principios verdaderamente cristianos de vida y de fe. La Iglesia católica puede, por ello, hablar, como en el decreto Unitatis redintegratio, de «Iglesias orientales» y, con respecto a Occidente, de «Iglesias y comunidades eclesiales separadas»[106]. Auténticos valores de Iglesia están presentes en otras Iglesias y comunidades cristianas. Esta presencia muestra, como exigencia, este hecho: «todos [católicos y no católicos] examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la tarea de renovación y de reforma»[107]. El decreto conciliar sobre el ecumenismo describió con exactitud los principios católicos del ecumenismo y su ejercicio concreto, tanto con respecto a las Iglesias orientales como con respecto a las Iglesias y comunidades eclesiales separadas en Occidente. El conjunto de estas disposiciones desarrolla la doctrina presente en la constitución Lumen gentium, especialmente en su numero 8[108]: «Pues por sola la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse toda la plenitud de los medios salvíficos...»[109]; «[sin embargo] las mismas Iglesias y comunidades separadas, aunque creemos que padecen carencias, de ninguna manera están despojadas de toda significación y peso en el misterio de la salvación»[110].

De nuestro examen aparece que la «verdadera Iglesia» no puede entenderse como una utopía que todas las comunidades cristianas hoy separadas y divididas buscarían alcanzar. La «verdadera Iglesia», como su unidad, no se encuentran sólo «en el futuro». Ya se dan en la Iglesia católica, en la que está realmente presente la Iglesia de Cristo. «Por lo cual, no pueden los fieles cristianos imaginarse que la Iglesia de Cristo no es sino una suma —ciertamente dividida, pero todavía, de algún modo, una— de Iglesias y comunidades eclesiales; y de ningún modo les es permitido mantener que la Iglesia de Cristo hoy ya no subsiste verdaderamente en ninguna parte, de modo que sólo deba ser considerada como el fin que todas las Iglesias y comunidades deben buscar»[111]. La voluntad de Jesús: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21), es cada vez más urgente. Como cada vez es más urgente la obligación, que de ella se deriva para todos los cristianos y todas las comunidades cristianas, de tender ya ahora, con todas sus fuerzas, a esta unidad, objeto de nuestra esperanza.

10. El carácter escatológico de la Iglesia: Reino e Iglesia

1. La Iglesia es, a la vez, terrestre y celeste

El capitulo VII de Lumen gentium, titulado «Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celeste», no ha retenido mucho la atención de los comentaristas del Vaticano II. Sin embargo es, en cierta manera, la clave de lectura del capítulo II, puesto que señala el fin hacia el que se encamina el pueblo de Dios. El número 9 de la constitución indica ya este fin: Este pueblo mesiánico «tiene, por último, como fin el Reino de Dios, incoado en la tierra por el mismo Dios, y que ha de ser extendido hasta que al fin de los tiempos sea también consumado por él mismo»[112]. Este fin es reafirmado al comienzo del número 48 de la misma constitución conciliar: «La Iglesia a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la que por la gracia de Dios adquirimos la santidad, sólo será consumada en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas»[113]. Por lo demás, la constitución pastoral Gaudium et spes expresa esta misma enseñanza: «Nacida del amor del Padre eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene un fin salvífico y escatológico que sólo en el siglo futuro puede ser alcanzado plenamente»[114]. Además, el capítulo VII de Lumen gentium amplia la perspectiva sobre la Iglesia, pues nos recuerda que el pueblo de Dios en su estatuto presente de sujeto histórico es ya escatológico y que la Iglesia peregrina está unida a la Iglesia del cielo.

En efecto, no se podría limitar la Iglesia a su sola dimensión terrestre y visible. Mientras que camina en la tierra, las fuentes invisibles de las que vive y por las que se renueva sin cesar están «donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia esta escondida con Cristo en Dios, hasta que [la Iglesia misma] aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3,1-4)»[115]. Tal es la obra que el Espíritu Santo realiza: «por la virtud del evangelio hace a la Iglesia rejuvenecer y la renueva sin cesar y la conduce a la unión consumada con su Esposo»[116].

Pero este fin hacia el cual el Espíritu Santo mueve a la Iglesia determina la vida profunda de la Iglesia peregrinante. Por esto, los creyentes tienen desde ahora su ciudadanía (politeuma) «en los cielos» (Flp 3,20)[117]; ya «la Jerusalén de arriba es nuestra Madre» (Gál 4,26)[118]. Pertenece al misterio mismo de la Iglesia que este fin esté ya presente, de una manera escondida, en la Iglesia peregrinante. Este carácter escatológico de la Iglesia no puede conducir a subestimar las responsabilidades temporales; muy al contrario, conduce a la Iglesia hacia el camino de imitación de Cristo pobre y servidor. De su unión íntima con Cristo y de los dones de su Espíritu, la Iglesia recibe la fuerza de entregarse al servicio de todo hombre y de todo el hombre. Pero, «en su peregrinación al Reino del Padre»[119], la Iglesia mide la distancia que ha de franquear hasta su consumación final; reconoce, por ello, que cuenta en su seno con pecadores y que tiene constantemente necesidad de penitencia[120]. Esta distancia, sentida con frecuencia dolorosamente, no debe hacer olvidar, sin embargo, que la Iglesia es esencialmente una en sus diferentes estadios: se trate de su prefiguración en la creación, de su preparación en la Antigua Alianza, de su constitución «en estos tiempos que son los últimos», de su manifestación por el Espíritu Santo y, finalmente, de su consumación al fin de los siglos en la gloria[121]. Además, si la Iglesia es una en los diferentes estadios de la economía divina, es también una en sus tres dimensiones de peregrinación, de purificación y de glorificación: «Todos los que son de Cristo, poseyendo su Espíritu, constituyen una sola Iglesia y mutuamente se unen en él (cf. Ef 4,16)»[122].

2. La Iglesia y el Reino

Debemos mantener presente en la memoria la perspectiva de la unidad de la Iglesia cuando abordamos la difícil cuestión de la relación entre la Iglesia y el Reino.

Mientras que muchos Padres de la iglesia, muchos teólogos medievales o los Reformadores del siglo XVI identifican generalmente la Iglesia y el Reino, se tiende, sobre todo desde hace dos siglos, a poner entre ambos una distancia más o menos grande, acentuando unilateralmente el aspecto escatológico para el Reino y el aspecto histórico para la Iglesia. El Concilio no ha tratado explícitamente esta cuestión, pero relacionando los diferentes textos podremos discernir la enseñanza de Lumen gentium a este propósito.

Cuando se examinan los textos que tratan de la consumación final, no se puede encontrar allí diferencia entre la Iglesia y el Reino: por una parte, se dice que «ella [la Iglesia]... mientras crece poco a poco, aspira al Reino consumado»[123]; mientras que, por otro lado, es la Iglesia la que tendrá, ella misma, su consumación en la gloria celeste[124]. Por una parte, la consumación final se realizara «cuando Cristo devuelva a su Padre un Reino eterno y universal»[125]; por otra, el Concilio afirma que la Iglesia «al final de los siglos será consumada gloriosamente. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, “desde el justo Abel hasta el último elegido”, se congregarán en la Iglesia universal en la casa del Padre»[126], El Espíritu Santo «lleva a la Iglesia a la unión consumada con su Esposo»[127]. También la Iglesia «aspira al Reino consumado y, con todas las fuerzas, espera y desea unirse con su Rey en la gloria»[128] mientras que, en otra parte, el Concilio puede decir que el pueblo de Dios tiene como fin el Reino de Dios, añadiendo «hasta que al fin de los tiempos [el Reino] sea también consumado por él mismo [por Dios]»[129].

Es, por tanto, evidente que, en la enseñanza del Concilio, no puede haber diferencia, en cuanto a la realidad futura al fin de los tiempos, entre la Iglesia acabada (consummata) y el Reino acabado (consummatum).

¿Cual es su relación en el tiempo presente? El texto mas explícito[130] nos hace percibir qué sutil es la relación entre las nociones de Reino y de Iglesia. La suerte de la Iglesia y la suerte del Reino aparecen, en sus comienzos, como inseparables: «Pues el Señor Jesucristo dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios»[131]. Comienzo de la Iglesia y llegada del Reino se manifiestan en una perfecta simultaneidad. Lo mismo sucede con el crecimiento de ambos. En efecto, los que acogen con fe la palabra de Cristo y se cuentan en «la pequeña grey ele Cristo» (Lc 12,32), «recibieron el Reino mismo»[132]. Pertenecer a la Iglesia consiste en lo mismo: el Padre «ha determinado convocar en la santa Iglesia a los que creen en Cristo»[133]. Por tanto, se puede describir el crecimiento del Reino y el crecimiento de la Iglesia con los mismos términos[134]. Incluso el Concilio descubre el crecimiento del Reino en el crecimiento de la Iglesia: «Cristo, para cumplir la voluntad del Padre, inauguró el Reino de los cielos en la tierra [...]. La Iglesia, o sea, el Reino de Cristo ya presente misteriosamente, crece visiblemente en el mundo por la fuerza de Dios»[135]. La Iglesia peregrinante es, por tanto, «el Reino [...] ya presente misteriosamente»[136], y mientras crece, se lanza hacia el Reino consumado. Pero su crecimiento no es sino el cumplimiento de su misión: «la Iglesia recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y de instaurarlo en todas las naciones, y constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra»[137]. Esta evocación de la Iglesia como germen y comienzo del Reino expresa, a la vez, la unidad y la diferencia entre ambos.

Iglesia y Reino convergen también en el modo propio de su crecimiento, que no se realiza sino en la conformación y por la conformación a Cristo, que da su vida por la vida del mundo. El Reino sufre violencia (cf. Mt 11,12) y, en esto, la Iglesia no tiene otro destino, pues «avanza peregrinando entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios»[138]. La Iglesia es santa, aunque cuenta con pecadores en su seno[139]. El Reino mismo «presente misteriosamente» (in mysterio) está, también él, inserto en el mundo y en la historia, y no está, por ello, todavía purificado de los elementos que le son extraños (cf. Mt 13,24-30.47-49). En cuanto misterio humano-divino, la Iglesia supera la «socialis compago» o conjunto social de la Iglesia católica[140]. Pertenecer al Reino tiene que constituir  una pertenencia —al menos implícita— a la Iglesia.

3. ¿Es la Iglesia sacramento del Reino?

Para completar un apartado nuestro precedente, consagrado a la Iglesia como sacramento, puede ser útil preguntarse aquí si se puede con justeza designar a la Iglesia como el sacramento del Reino. Esto, por lo demás, no es solamente una cuestión de terminología, sino una verdadera cuestión teológica, a la que el conjunto de nuestro estudio nos permite dar una respuesta matizada.

Señalaremos, en primer lugar, que el Concilio no ha empleado en modo alguno esta expresión, aunque la palabra «sacramento», como hemos visto, es utilizada con otros contextos. Se podrá, sin embargo, recurrir a la expresión «Iglesia sacramento del Reino» si es claro que se la emplea en la perspectiva siguiente:

I. Para su aplicación a la Iglesia, el termino «sacramento» es utilizado de manera analógica, como lo subraya el número 1 de Lumen gentium: «veluti sacramentum»[141].

2. La expresión se refiere a la relación entre el Reino comprendido en el sentido pleno de su cumplimiento, por una parte, y, por otra, la Iglesia limitada a su aspecto «peregrinante».

3. El término «sacramento» se comprende aquí en su sentido pleno de «iam praesens in mysterio»[142] de la realidad (del Reino) en el sacramento (Iglesia peregrinante).

4. La Iglesia no es puro signo (sacramentum tantum), sino que la realidad significada está presente en el signo (res et sacramentum) como realidad del Reino.

5. La noción de Iglesia no se limita a su solo aspecto temporal y terrestre, e inversamente, la noción de Reino implica una presencia ya aquí «in mysterio».

4. María, la Iglesia realizada

No se podría leer correctamente la constitución Lumen Pentium sin integrar la aportación del capítulo VIII a la inteligencia del misterio de la Iglesia. La Iglesia y el Reino encuentran su más alta realización en María. Que la Iglesia sea ya la presencia «in mysterio» del Reino, se esclarece definitivamente a partir de María, morada del Espíritu Santo, modelo de fe, «Realsymbol» de la Iglesia. Por esto, el Concilio afirma de ella: «La Iglesia en la santísima Virgen ha alcanzado ya la perfección, por la que existe sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,27)»[143]. La distancia, frecuentemente dolorosa, entre la Iglesia peregrinante y el Reino consumado ha sido ya superada en ella, que, en cuanto «asunta», «hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos»[144]. Por esto, la Madre de Jesús «es imagen e inicio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura»[145] .

 

[*] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 462-558.
[1] Cf. Inocencio III, Epistula Apostolicae Sedis primatus: DS 774.
[2] Cf. León XIII, Encíclica, Satis cognitum: DS 3302-3304.
[3]Cf. Concilio XI de Toledo, Symbolum: DS 540; Concilio XVI de Toledo, Symbolum: DS 575.
[4] Por ejemplo, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8.
[5] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 2-5: AAS 57 (1965) 5-8.
[6] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 2: AAS 57 (1965) 6.
[7] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8; véase más adelante nuestro capítulo 10.
[8] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 3: AAS 57 (1965) 6.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6: AAS 57 (1965) 8-9.
[10] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
[11] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 2: AAS 57 (1965) 5-6.
[12] AAS 57 (1965) 8.
[13] Pablo VI, Alocución en la apertura del segundo período del Concilio (29 septiembre
1963): AAS 55 (1962) 848.
[14] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6: AAS 57 (1965) 8.
[15] AAS 57 (1965) 9-11.
[16] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 9: AAS 57 (1965) 13.
[17] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 4: AAS 57 (1965) 7.
[18] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 4 AAS 57 (1965) 6-7; Id., Decreto Unitatis redintegratio, 2: AAS 57 (1965) 91.
[19] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11.
[20] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 3: AAS 57 (1965) 6; ibid., 7: AAS 57 (1965) 9-10.
[21] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 38: AAS 57 (1965) 43; cf. Carta a Diogneto 6, 1: SC 33 , 64 (Funk 1, 400).
[22] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 7: AAS 57 (1965) 10-11.
[23] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37-38.
[24] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37.
[25] Concilio Vaticano II, Const. pastoral  Gaudium et spes, 1: AAS 58 (1966) 1026.
[26] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 13: AAS 57 (1965) 17.
[27] Concilio Vaticano II, Const. pastoral  Gaudium et spes, 53-62: AAS 58 (1966) 1075-1084 (parte 2, c2).
[28] Juan Pablo II, Exhort. apostólica Catechesi tradendae, 53: AAS 71 (1979) 1320.
[29] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 19: AAS 68 (1976) 18.
[30] Pablo VI, Exhort. apostólica Evangelii nuntiandi, 20: AAS 68 (1976) 19.
[31] Juan Pablo II, Exhort. apostólica Catechesi tradendae, 53: AAS 71 (1979) 1320;cf. Id., Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica (26 de abril de 1979): AAS 71 (1979) 607; Id., Discurso a los obispos de Zaire (3 de mayo de 1980), 4: AAS 72 (1980), 432-433; Id., Alocución a los intelectuales y a los artistas coreanos (5 de mayo de 1984), 2: AAS 76 (1984) 985-986.
[32] Juan Pablo II, Alocución a los intelectuales y a los artistas coreanos, 2: AAS 76 (1984) 986.
[33] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, 22: AAS 58 (1966) 973-974.
[34] Cf. Santo Tomás, Summa Theologiae I, q.47, a.1: Ed. Leon. 4, 485-486.
[35] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 16-17: AAS 57 (1965) 20-21.
[36] Juan Pablo II, Exhort. apostólica Catechesi tradendae, 53: AAS 71 (1979) 1320.
[37] Juan Pablo II, Discurso a los Obispos del Zaire, 2: AAS 72 (1980) 431.

[38] Cf. Sagrada congregación para la Doctrina de la fe, Instrucción Libertatis nuntius (sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación: 6 de agosto de 1984): AAS 76 (1984) 876-909.
[39] Cf. CIC canon 368.
[40] Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 11: AAS 58 (1966) 677.
[41] Cf. Concilio Vaticano II, Const. Dogmática Lumen gentium, 4: AAS 57 (1965) 7.
[42] CIC canon 368.
[43] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 27.
[44] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 27.
[45] San Ireneo, Adversus haereses 3, 3, 2: SC 211, 32 (PG 7, 849).
[46] Cf. San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, Proemium: Fuentes Patrísticas 1, 148 (Funk 1, 252).
[47] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 18: AAS 57 (1965) 22.
[48] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 22: AAS 57 (1965) 26.
[49] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 18: AAS 57 (1965) 22.
[50] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 18: AAS 57 (1965) 22.
[51] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 22: AAS 57 (1965) 26.
[52] Pablo VI, Exhort. apostólica Quinque iam anni (8 de diciembre de 1970), I: AAS 63 (1971) 100.
[53] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 27.
[54] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 27.
[55] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 29.
[56] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 38: AAS 58 (1966) 693-694 y CIC canon 447.
[57] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 22-23: AAS 57 (1965) 25-29.
[58] Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 4-6: AAS 58 (1966) 674-676.
[59] Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 4: AAS 58 (1966) 674-675; cf. Id., Const. dogmática Lumen gentium, 22: AAS 57 (1965) 27.
[60] Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, 5: AAS 58 (1966) 675; cf. Id., Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 27-29.
[61] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 20: AAS 57 (1965) 23.
[62] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 20: AAS 57 (1965) 23-24.
[63] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 18: AAS 57 (1965) 22.
[64] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11.
[65] Ex actis Ss. Oecumenici Concilii Vaticani II, Nota explicativa praevia, 2: AAS 57 (1965) 73.
[66] Ex actis Ss. Oecumenici Concilii Vaticani II, Nota explicativa praevia, 2: AAS 57 (1965) 73-74.
[67] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11
[68] Cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7: AAS 56 (1964) 100-101; Ibid., 10: AAS 56 (1964) 102.
[69] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 21: AAS 57 (1965) 24-25; ibid., 25: AAS 57 (1965) 29-31.
[70] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 23: AAS 57 (1965) 27-29.
[71] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 27: AAS 57 (1965) 32-33; cf. CIC cánones 135. 292. 333. 336. 441. 455.
[72] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 7: AAS 58 (1966) 935.
[73] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 10: AAS 57 (1965) 14-15.
[74] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 15.
[75] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 10: AAS 57 (1965) 14.
[76] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 13: AAS 57 (1965) 18.
[77] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 10: AAS 57 (1965) 14.
[78] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Sacrosanctum Concilium, 7: AAS 56 (1964)101.
[79] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 10: AAS 57 (1965) 14.
[80] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16.
[81] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 62: AAS 57 (1965) 63; cf. Ibid., 10: AAS 57 (1965) 14.
[82] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 10: AAS 57 (1965) 14-15.
[83] Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, 2: AAS 58 (1966) 993. Las palabras entrecomilladas son de san Agustín, De Civitate Dei, 10, 6: CCL 10, 6 (PL 41, 284).
[84] San Ignacio de Antioquía, Ad Trallianos 3, 1: Fuentes Patrísticas 1, 140 (Funk 1, 244)
[85] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16. Las palabras entrecomilladas son de san Agustín, De praedestinatione sanctorum 14, 27: PL 44, 980.
[86] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16.
[87] San Agustín, Sermón 340, 1: PL 38, 1483.
[88] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37; CIC canon 204, §1.
[89] Cf. CIC cánones 861, §2; 910, § 2; 1112.
[90] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37-38.
[91] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 7.
[92] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 9: AAS 57 (1965) 14; ibid., 48: AAS 57 (1965) 53.
[93] Cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 5: AAS 56 (1964) 99.
[94] Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 2: AAS 56 (1964) 98; cf. Id., Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11.
[95] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 14: AAS 57 (1965) 18-19; ibid., 16: AAS 57 (1965) 20; Id., Decreto Ad gentes, 7: AAS 58 (1966) 955-956; Id., Const. pastoral Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1043-1044.
[96] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11-12.
[97] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 1: AAS 57 (1965) 90.
[98] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 3: AAS 57 (1965) 93.
[99] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 3: AAS 57 (1965) 94.
[100] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11-12.
[101] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 2: AAS 57 (1965) 92.
[102] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[103] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 4: AAS 57 (1965) 95.
[104] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[105] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[106] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 14: AAS 57 (1965) 101; ibid., 19: AAS 57 (1965) 104.
[107] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 4: AAS 57 (1965) 94; cf. ibid., 6-7: AAS 57 (1965) 96-97.
[108] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11-12.
[109] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 3: AAS 57 (1965) 94.
[110] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, 3: AAS 57 (1965) 93.
[111] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae (24 de junio de 1973), 1: AAS 65 (1973) 398.
[112] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 9: AAS 57 (1965) 13.
[113] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 53.
[114] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 40: AAS 58 (1966) 1058.
[115] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6: AAS 57 (1965) 9.
[116] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 4: AAS 57 (1965) 7.
[117] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 13: AAS 57 (1965) 17; ibid., 48: AAS 57 (1965) 53-54.
[118] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 6: AAS 57 (1965) 9.
[119] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 1: AAS 58 (1966) 1026.
[120] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[121] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 2: AAS 57 (1965) 5-6.
[122] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 54-55.
[123] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8.
[124] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 53; e ibid., 68: AAS 57 (1965) 66.
[125] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057; cf. 1 Cor 15, 24; Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, 2: AAS 58 (1966) 93.
[126] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 2: AAS 57 (1965) 6.
[127] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 4: AAS 57 (1965) 7.
[128] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8.
[129] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 9: AAS 57 (1965) 13.
[130] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 7-8.
[131] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5 AAS 57 (1965) 7.
[132] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 7.
[133] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 2: AAS 57 (1965) 6.
[134] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 7-8.
[135] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 3: AAS 57 (1965) 6; cf. Id., Const. dogmática Dei Verbum, 17: AAS 58 (1966) 826; Id., Const. dogmática Lumen gentium, 13: AAS 57 (1965) 17-18.
[136] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 3: AAS 57 (1965) 6.
[137] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8.
[138] San Agustín, De Civitate Dei 18, 51: CCL 48, 650 (PL 41, 614), citado por Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[139] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 12.
[140] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 8: AAS 57 (1965) 11-12; ibid., 13-17: AAS 57 (1965) 17-21.
[141] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
[142] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 3: AAS 57 (1965) 6.
[143] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 65: AAS 57 (1965) 64.
[144]  Pablo VI, Profesión de fe, 15: AAS 60 (1968) 439.
[145] Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 68: AAS 57 (1965) 66; cf. Id., Const. Sacrosanctum Concilium, 103: AAS 56 (1964) 125.

 

   

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