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BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Domingo 18 de septiembre de 2011

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Queridos hermanos y hermanas:

En la liturgia de hoy comienza la lectura de la carta de san Pablo a los Filipenses, es decir a los miembros de la comunidad que el apóstol mismo fundó en la ciudad de Filipos, importante colonia romana en Macedonia, hoy norte de Grecia. San Pablo llegó a Filipos durante su segundo viaje misionero, procedente de la costa de Anatolia y atravesando el Mar Egeo. En esa ocasión, fue la primera vez que el evangelio llegó a Europa. Nos encontramos en torno al año 50, o sea, cerca de veinte años después de la muerte y la resurrección de Jesús. No obstante, en la carta a los Filipenses se encuentra un himno a Cristo que ya presenta una síntesis completa de su misterio: encarnación, kénosis, es decir humillación hasta la muerte de cruz, y glorificación. Este mismo misterio llegó a ser una sola cosa con la vida del apóstol san Pablo, que escribe esta carta mientras está en prisión, a la espera de una sentencia de vida o de muerte. Afirma: «Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia» (Flp 1, 21). Es un nuevo sentido de la vida, de la existencia humana, que consiste en la comunión con Jesucristo vivo; no sólo con un personaje histórico, un maestro de sabiduría, un líder religioso, sino con un hombre en quien habita personalmente Dios. Su muerte y resurrección es la Buena Noticia que, partiendo de Jerusalén, está destinada a llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, y a transformar desde dentro a todas las culturas, abriéndolas a la verdad fundamental: Dios es amor, se hizo hombre en Jesús y con su sacrificio rescató a la humanidad de la esclavitud del mal donándole una esperanza fiable.

San Pablo era un hombre que resumía en sí tres mundos: el judío, el griego y el romano. No por casualidad Dios le confió la misión de llevar el evangelio desde Asia Menor hasta Grecia y luego a Roma, construyendo un puente que habría proyectado el cristianismo hasta los últimos confines de la tierra. Hoy vivimos en una época de nueva evangelización. Vastos horizontes se abren al anuncio del Evangelio, mientras que regiones de antigua tradición cristiana están llamadas a redescubrir la belleza de la fe. Protagonistas de esta misión son hombres y mujeres que, como san Pablo, pueden decir: «Para mí vivir es Cristo». Personas, familias, comunidades que aceptan trabajar en la viña del Señor, según la imagen del evangelio de este domingo (cf. Mt 20, 1-16): obreros humildes y generosos, que no piden otra recompensa sino la de participar en la misión de Jesús y de su Iglesia. «Si el vivir esta vida mortal —escribe una vez más san Pablo— me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger» (Flp 1, 22): si la unión plena con Cristo más allá de la muerte, o el servicio a su cuerpo místico en esta tierra.

Queridos amigos, el evangelio ha transformado el mundo, y lo sigue transformando, como un río que irriga un inmenso campo. Dirijámonos en oración a la Virgen María, para que en toda la Iglesia maduren vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales para el servicio de la nueva evangelización.


Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ayer en Turín ha sido proclamado beato monseñor Francesco Paleari, de la Sociedad de los Sacerdotes de San José Cottolengo. Nacido en Pogliano Milanese en 1863, de una humilde familia campesina, entró muy joven en el seminario e, inmediatamente después de la ordenación, se dedicó a los pobres y a los enfermos en la Pequeña Casa de la Divina Providencia, pero también a la enseñanza, distinguiéndose por su afabilidad y paciencia. Alabemos a Dios por este testigo luminoso de su amor.



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