Queridos hermanos y hermanas:
Surrexit Dominus vere! Alleluja! La Resurrección del Señor marca la renovación de nuestra condición humana. Cristo ha derrotado la muerte, causada por nuestro pecado, y nos reconduce a la vida inmortal. De ese acontecimiento brota toda la vida de la Iglesia y la existencia misma de los cristianos. Lo leemos precisamente hoy, lunes del Ángel, en el primer discurso misionero de la Iglesia naciente: «A este Jesús —proclama el apóstol Pedro— lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo» (Hch 2, 32-33). Uno de los signos característicos de la fe en la Resurrección es el saludo entre los cristianos en el tiempo pascual, inspirado en un antiguo himno litúrgico: «¡Cristo ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!». Es una profesión de fe y un compromiso de vida, precisamente como aconteció a las mujeres descritas en el Evangelio de san Mateo: «De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos”. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: “No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (28, 9-10). «Toda la Iglesia —escribe el siervo de Dios Pablo VI— recibe la misión de evangelizar, y la actividad de cada miembro constituye algo importante para el conjunto. Permanece como un signo, opaco y luminoso al mismo tiempo, de una nueva presencia de Jesucristo, de su partida y de su permanencia. Ella lo prolonga y lo continúa» (Ex. ap. Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, n. 15: AAS 68 [1976] 14).
¿Cómo podemos encontrar al Señor y ser cada vez más sus auténticos testigos? San Máximo de Turín afirma: «Quien quiera encontrar al Salvador, lo primero que debe hacer es ponerlo con su fe a la diestra de la divinidad y colocarlo con la persuasión del corazón en los cielos» (Sermo XXXIX A, 3: CCL 23, 157), es decir, debe aprender a dirigir constantemente la mirada de la mente y del corazón hacia la altura de Dios, donde está Cristo resucitado. Por consiguiente, en la oración, en la adoración, Dios encuentra al hombre. El teólogo Romano Guardini observa que «la adoración no es algo accesorio, secundario (...). Se trata del interés último, del sentido y del ser. En la adoración el hombre reconoce lo que vale en sentido puro, sencillo y santo» (La Pasqua, Meditazioni, Brescia 1995, p. 62). Sólo si sabemos dirigirnos a Dios, orar a él, podemos descubrir el significado más profundo de nuestra vida, y el camino diario queda iluminado por la luz del Resucitado.
Queridos amigos, la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, hoy festeja a san Marcos evangelista, sabio anunciador del Verbo y escritor de las doctrinas de Cristo, como se lo definía antiguamente. Él es también el patrono de la ciudad de Venecia, a donde, si Dios quiere, iré en visita pastoral los días 7 y 8 del próximo mes de mayo. Invoquemos ahora a la Virgen María, para que nos ayude a cumplir fielmente y con alegría la misión que el Señor resucitado nos encomienda a cada uno.
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