CAPILLA PAPAL PARA LA ORDENACIÓN DE CINCO ARZOBISPOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Sábado 5 de febrero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo con afecto a estos cinco hermanos presbíteros que dentro de poco recibirán la ordenación episcopal: monseñor Savio Hon Tai-Fai, monseñor Marcello Bartolucci, monseñor Celso Morga Iruzubieta, monseñor Antonio Guido Filipazzi y monseñor Edgar Peña Parra. Deseo expresarles mi gratitud y la de la Iglesia por el servicio que han prestado hasta ahora con generosidad y entrega, y formular la invitación a acompañarles con la oración en el ministerio al que están llamados en la Curia romana y en las representaciones pontificias como sucesores de los Apóstoles, para que el Espíritu Santo los ilumine y los guíe siempre en la mies del Señor.
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). Estas palabras del Evangelio de la misa de hoy nos tocan especialmente de cerca en esta hora. Es la hora de la misión: queridos amigos, el Señor os envía a vosotros a su mies. Debéis cooperar en la tarea de la que habla el profeta Isaías en la primera lectura: «El Señor me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados» (Is 61, 1). Este es el trabajo para la mies en el campo de Dios, en el campo de la historia humana: llevar a los hombres la luz de la verdad, liberarlos de la pobreza de verdad, que es la verdadera tristeza y la verdadera pobreza del hombre. Llevarles la buena noticia que no es sólo palabra, sino también acontecimiento: Dios, él mismo, ha venido a nosotros. Nos toma de la mano, nos lleva hacia lo alto, hacia sí mismo, y así cura el corazón desgarrado. Damos gracias al Señor porque manda obreros a la mies de la historia del mundo. Le damos gracias porque os manda a vosotros, porque habéis dicho sí y porque en esta hora pronunciaréis nuevamente vuestro «sí» a ser obreros del Señor para los hombres.
«La mies es abundante» también hoy, precisamente hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega. Precisamente en esta hora el trabajo en el campo de Dios es muy urgente y precisamente en esta hora sentimos de modo especialmente doloroso la verdad de las palabras de Jesús: «Son pocos los obreros». Al mismo tiempo el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar sólo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración. Nosotros podemos cooperar a la venida de los obreros, pero sólo podemos hacerlo cooperando con Dios. Así esta hora del agradecimiento porque se realiza un envío a la misión es también especialmente la hora de la oración: Señor, envía obreros a tu mies. Abre los corazones a tu llamada. No permitas que nuestra súplica sea vana.
La liturgia del día de hoy nos da, por tanto, dos definiciones de vuestra misión de obispos, de sacerdotes de Jesucristo: ser obreros en la mies de la historia del mundo con la tarea de curar abriendo las puertas del mundo al señorío de Dios, a fin de que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. Y nuestro ministerio se describe como cooperación a la misión de Jesucristo, como participación en el don del Espíritu Santo, que se le dio a él en cuanto Mesías, el Hijo ungido de Dios. La Carta a los Hebreos —la segunda lectura— completa esto a partir de la imagen del sumo sacerdote Melquisedec, que remite misteriosamente a Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, el Rey de paz y de justicia.
Pero quiero decir unas palabras sobre cómo poner en práctica esta gran tarea, sobre lo que exige concretamente de nosotros. Para la Semana de oración por la unidad de los cristianos, este año las comunidades cristianas de Jerusalén habían elegido un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas quiere ilustrar de modo normativo cuáles son los elementos fundamentales de la existencia cristiana en la comunión de la Iglesia de Jesucristo. Se expresa así: «Perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). En estos cuatro elementos básicos del ser de la Iglesia está descrita a la vez también la tarea esencial de sus pastores. Los cuatro elementos están unidos mediante la expresión «perseveraban» —«erant perseverantes»—: la Biblia latina traduce así la expresión griega προσκαρτερέω: la perseverancia, la asiduidad, pertenece a la esencia del ser cristianos y es fundamental para la tarea de los pastores, de los obreros en la mies del Señor. El pastor no debe ser una caña que se dobla según sopla el viento, un siervo del espíritu del tiempo. El ser intrépido, la valentía de oponerse a las corrientes del momento pertenece de modo esencial a la tarea del pastor. No debe ser una caña, sino —según la imagen del primer salmo— debe ser como un árbol que tiene raíces profundas en las cuales permanece firme y bien fundamentado. Lo cual no tiene nada que ver con la rigidez o la inflexibilidad. Sólo donde hay estabilidad hay también crecimiento. El cardenal Newman, cuyo camino estuvo marcado por tres conversiones, dice que vivir es transformarse. Sin embargo, sus tres conversiones y las transformaciones acontecidas en ellas son un único camino coherente: el camino de la obediencia hacia la verdad, hacia Dios; el camino de la verdadera continuidad que precisamente así hace progresar.
«Perseverar en la enseñanza de los Apóstoles»: la fe tiene un contenido concreto. No es una espiritualidad indeterminada, una sensación indefinible para la trascendencia. Dios ha actuado y precisamente él ha hablado. Realmente ha hecho algo y realmente ha dicho algo. Ciertamente, la fe es, en primer lugar, confiarse a Dios, una relación viva con él. Pero el Dios al cual nos confiamos tiene un rostro y nos ha dado su Palabra. Podemos contar con la estabilidad de su Palabra. La Iglesia antigua resumió el núcleo esencial de la enseñanza de los Apóstoles en la llamada Regula fidei, que, substancialmente, es idéntica a las profesiones de fe. Este es el fundamento seguro, sobre el cual nos basamos también hoy los cristianos. Es la base segura sobre la cual podemos construir la casa de nuestra fe, de nuestra vida (cf. Mt 7, 24 ss). Y de nuevo, la estabilidad y el carácter definitivo de lo que creemos no significan rigidez. San Juan de la Cruz comparó el mundo de la fe a una mina en la cual descubrimos siempre nuevos tesoros, tesoros en los cuales se desarrolla la única fe, la profesión del Dios que se manifiesta en Cristo. Como pastores de la Iglesia vivimos de esta fe y así también podemos anunciarla como la buena noticia que hace que estemos seguros del amor de Dios y de que él nos ama.
El segundo pilar de la existencia eclesial, san Lucas lo llama κοινωνία: communio. Después del concilio Vaticano II, este término se ha convertido en una palabra central de la teología y del anuncio, porque en él, de hecho, se expresan todas las dimensiones del ser cristianos y de la vida eclesial. Lo que san Lucas quiere expresar exactamente con esta palabra en este texto, no lo sabemos. Por tanto, podemos tranquilamente comprenderla basándonos en el contexto global del Nuevo Testamento y de la Tradición apostólica. Una primera gran definición de communio la da san Juan al comienzo de su primera carta: Lo que hemos visto y oído, lo que palparon nuestras manos, os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros. Y nuestra communio es comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 1-4). Dios se ha hecho para nosotros visible y tangible y así ha creado una comunión real con él mismo. Entramos en esa comunión a través del creer y el vivir juntamente con quienes lo han palpado. Con ellos y a través de ellos, nosotros mismos de algún modo lo vemos, y palpamos al Dios que se ha hecho cercano. Así la dimensión horizontal y la vertical están aquí inseparablemente enlazadas una con otra. Al estar en comunión con los Apóstoles, al estar en su fe, nosotros mismos estamos en contacto con el Dios vivo. Queridos amigos, para esto sirve el ministerio de los obispos: que esta cadena de la comunión no se interrumpa. Esta es la esencia de la sucesión apostólica: conservar la comunión con aquellos que han encontrado al Señor de modo visible y tangible y así tener abierto el cielo, la presencia de Dios entre nosotros. Sólo mediante la comunión con los sucesores de los Apóstoles estamos también en contacto con el Dios encarnado. Pero vale igualmente lo contrario: sólo gracias a la comunión con Dios, sólo gracias a la comunión con Jesucristo esta cadena de los testigos permanece unida. Nunca somos obispos solos, nos dice el Vaticano II, sino siempre y solamente en el colegio de los obispos. Este, además, no puede encerrarse en el tiempo de la propia generación. A la colegialidad pertenece el entrelazado de todas las generaciones, la Iglesia viva de todos los tiempos. Vosotros, queridos hermanos, tenéis la misión de conservar esta comunión católica. Sabéis que el Señor encomendó a san Pedro y a sus sucesores que estuvieran en el centro de esa comunión, que fueran los garantes del estar en la totalidad de la comunión apostólica y de su fe. Ofreced vuestra ayuda para que permanezca vivo el gozo por la gran unidad de la Iglesia, por la comunión de todos los lugares y todos los tiempos, por la comunión de la fe que abraza el cielo y la tierra. Vivid la communio, y vivid con el corazón, día tras día, su centro más profundo en ese momento sagrado, en el cual el Señor mismo se dona en la santa Comunión.
Con esto hemos llegado al elemento fundamental sucesivo de la existencia eclesial, mencionado por san Lucas: la fracción del pan. La mirada del Evangelista, en este punto, vuelve atrás, a los discípulos de Emaús, que reconocieron al Señor por el gesto de partir el pan. Y desde allí la mirada vuelve todavía más atrás, a la hora de la última Cena, en la cual Jesús, al partir el pan, se distribuyó a sí mismo, se hizo pan por nosotros y anticipó su muerte y su resurrección. Partir el pan, la santa Eucaristía, es el centro de la Iglesia y debe ser el centro de nuestro ser cristianos y de nuestra vida sacerdotal. El Señor se nos da. Cristo resucitado entra en mi interior y quiere transformarme para hacerme entrar en una profunda comunión con él. Así me abre también a todos los demás: nosotros, siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, dice san Pablo (cf. 1 Co 10, 17). Tratemos de celebrar la Eucaristía con una entrega, un fervor cada vez más profundo; tratemos de organizar nuestros días según su medida; tratemos de dejarnos plasmar por ella. Partir el pan: así se expresa asimismo el compartir, el transmitir nuestro amor a los demás. La dimensión social, el compartir no es un apéndice moral que se añade a la Eucaristía, sino que es parte de ella. Esto resulta claramente del versículo que en los Hechos de los Apóstoles sigue al que acabamos de citar: «Los creyentes… tenían todo en común», dice san Lucas (2, 44). Prestemos atención a que la fe se exprese siempre en el amor y en la justicia de unos con otros y que nuestra práctica social se inspire en la fe; que la fe se viva en el amor.
Como último pilar de la existencia eclesial, san Lucas menciona «las oraciones». Habla en plural: oraciones. ¿Qué quiere decir con esto? Probablemente piensa en la participación de la primera comunidad de Jerusalén en las oraciones en el templo, en los ordenamientos comunes de la oración. Así se pone de relieve algo importante. La oración, por una parte, debe ser muy personal, un unirme en lo más profundo a Dios. Debe ser mi lucha con él, mi búsqueda de él, mi agradecimiento a él y mi alegría en él. Sin embargo, nunca es solamente algo privado de mi «yo» individual, que no atañe a los demás. Esencialmente, orar es también un orar en el «nosotros» de los hijos de Dios. Sólo en este «nosotros» somos hijos de nuestro Padre, a quien el Señor nos ha enseñado a orar. Sólo este «nosotros» nos abre el acceso al Padre. Por una parte, nuestra oración debe ser cada vez más personal, tocar y penetrar cada vez más profundamente el núcleo de nuestro «yo». Por otra, debe alimentarse siempre de la comunión de los orantes, de la unidad del Cuerpo de Cristo, para plasmarme verdaderamente a partir del amor de Dios. Así orar, en última instancia, no es una actividad entre otras, una parte de mi tiempo. Orar es la respuesta al imperativo que está al inicio del Canon en la celebración eucarística: Sursum corda: levantemos el corazón. Se trata de elevar mi existencia hacia la altura de Dios. En san Gregorio Magno se encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a Juan el Bautista una «lámpara que ardía y brillaba» (Jn 5, 35) y sigue: «ardiente por el deseo celestial, brillante por la palabra. Por tanto, a fin de que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la altura de la vida» (Hom. en Ez. 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es tan esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos dejamos atraer continuamente por él hacia su altura.
Duc in altum (Lc 5, 4): Rema mar adentro y echad vuestras redes para la pesca. Esto lo dijo Jesús a Pedro y a sus compañeros cuando los llamó a convertirse en «pescadores de hombres». Duc in altum: el Papa Juan Pablo II, en sus últimos años, retomó con fuerza esta palabra y la proclamó en voz alta a los discípulos del Señor de hoy. Duc in altum os dice a vosotros el Señor en esta hora, queridos amigos. Habéis sido llamados a tareas que conciernen a la Iglesia universal. Estáis llamados a echar la red del Evangelio en el mar agitado de este tiempo para obtener la adhesión de los hombres a Cristo; para sacarlos, por así decir, de las aguas salinas de la muerte y de la oscuridad en la cual la luz del cielo no penetra. Debéis llevarlos a la tierra de la vida, en la comunión con Jesucristo.
En un pasaje del primer libro de su obra sobre la santísima Trinidad, san Hilario de Poitiers prorrumpe improvisamente en una oración: Por esto rezo «para que tú hinches las velas desplegadas de nuestra fe y de nuestra profesión con el soplo de tu Espíritu y me impulse hacia adelante en la travesía de mi anuncio» (I 37 CCL 62, 35s). Sí, por esto rezamos en esta hora por vosotros, queridos amigos. Por tanto, desplegad las velas de vuestras almas, las velas de la fe, de la esperanza, del amor, a fin de que el Espíritu Santo pueda hincharlas y concederos un viaje bendito como pescadores de hombres en el océano de nuestro tiempo. Amén.
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