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SANTA MISA Y RITO DE DEDICACIÓN
DE LA NUEVA PARROQUIA ROMANA DE SAN CORBINIANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 20 de marzo de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho estar entre vosotros para celebrar un acontecimiento tan significativo como es la dedicación a Dios y al servicio de la comunidad de esta iglesia en honor de san Corbiniano. La Providencia ha querido que este encuentro tenga lugar el segundo domingo de Cuaresma, que se caracteriza por el Evangelio de la Transfiguración de Jesús. Por eso, hoy se unen dos elementos, ambos muy importantes: por una parte, el misterio de la Transfiguración y, por otra, el del templo, es decir, de la casa de Dios en medio de vuestras casas. Las lecturas bíblicas que hemos escuchado han sido elegidas para iluminar estos dos aspectos.

La Transfiguración. El evangelista Mateo nos ha narrado lo que aconteció cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en lo alto del monte, ellos solos, el rostro de Jesús se volvió resplandeciente, al igual que sus vestidos. Es lo que llamamos «Transfiguración»: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado? La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares de ese acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles, quedaron cubiertos por una nube, también ella luminosa —que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios— y oyeron una voz que decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.

El relato habla también de Moisés y Elías, que se aparecieron y conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio guarda relación con otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería cara a cara, sino sólo de espaldas (cf. Ex 33, 18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1 R 19, 11-13). A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él en quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues, quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre. Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez Mandamientos. E igualmente en el monte Elías recibió de Dios la revelación divina de una misión por realizar. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá realizar: ya lo conoce. Más bien son los Apóstoles quienes oyen, en la nube, la voz de Dios que ordena: «Escuchadlo». La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y, con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, como individuos y como comunidad parroquial; encontradlo en la Eucaristía, en la escucha de su Palabra, en la oración, en la caridad.

El segundo punto es la Iglesia, como edificio y, sobre todo, como comunidad. Ahora bien, antes de reflexionar sobre la dedicación de vuestra iglesia, quiero deciros que hay un motivo particular que aumenta mi alegría de encontrarme hoy con vosotros. De hecho, san Corbiniano es el fundador de la diócesis de Freising, en Baviera, de la que fui obispo durante cuatro años. En mi escudo episcopal quise incluir un elemento íntimamente vinculado a la historia de este santo: el oso. Un oso —así se narra— había devorado el caballo de Corbiniano, quien se dirigía a Roma. Él se lo reprochó duramente, logró amansarlo y le cargó sobre el lomo su equipaje, que hasta ese momento había llevado el caballo. El oso transportó esa carga hasta Roma y sólo aquí el santo lo dejó libre de irse.

Tal vez aquí debo decir dos palabras sobre la vida de san Corbiniano. San Corbiniano era francés, sacerdote de la zona de París, y había fundado un monasterio en las inmediaciones de París. Era muy apreciado como consejero espiritual, pero más bien buscaba la contemplación; por eso vino a Roma para fundar aquí un monasterio cerca de las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Con todo, el Papa Gregorio II —estamos alrededor del año 720— apreciaba sus cualidades, había comprendido sus cualidades, y lo ordenó obispo, encargándole que fuera a Baviera para anunciar el Evangelio en esa tierra. Baviera: el Papa pensaba en el país situado entre el Danubio y los Alpes, que durante quinientos años había sido la provincia romana de la Raetia; sólo a finales del siglo v la población latina había regresado en gran parte a Italia. Allí habían quedado pocos, la gente sencilla; la tierra estaba poco habitada y había entrado allí un pueblo nuevo, el pueblo bávaro, que había encontrado una herencia cristiana porque el país había sido cristianizado durante la época romana. La gente bávara había comprendido inmediatamente que esta era la verdadera religión y quería hacerse cristiana, pero faltaba gente culta, faltaban sacerdotes para anunciar el Evangelio. Así el cristianismo había permanecido muy fragmentario, incipiente. El Papa conocía esta situación, conocía la sed de fe que había en aquel país; por eso encargó a san Corbiniano que se dirigiera allí para anunciar el Evangelio. Y en Freising, en la ciudad del duque, en una colina, el santo creó la catedral —ya había encontrado un santuario de la Virgen—, y allí permaneció durante más de mil años la sede del obispo. Sólo después del tiempo napoleónico se trasladó treinta kilómetros más al sur, a Munich. Aún se llama diócesis de Munich y Freising, y la majestuosa catedral románica de Freising sigue siendo el corazón de la diócesis. Así vemos cómo los santos promueven la unidad y la universalidad de la Iglesia. La universalidad: san Corbiniano une Francia, Alemania y Roma. La unidad: san Corbiniano nos dice que la Iglesia está fundada sobre Pedro y nos garantiza también la perennidad de la Iglesia construida sobre roca, que hace mil años era la misma Iglesia de hoy, porque el Señor es siempre el mismo. Él es siempre la Verdad, siempre antigua y siempre nueva, actualísima, presente, y es la clave para el futuro.

Ahora quiero dar las gracias a quienes han contribuido a construir esta iglesia. Conozco el gran empeño de la diócesis de Roma por asegurar a cada barrio complejos parroquiales adecuados. Saludo y doy las gracias al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector y al obispo secretario de la Obra romana para la conservación de la fe y la provisión de nuevas iglesias. Saludo sobre todo a mis dos sucesores. Saludo al cardenal Wetter, de quien partió la iniciativa de dedicar una iglesia parroquial a san Corbiniano y quien ha dado un gran apoyo para la realización del proyecto. Gracias, eminencia. Mil gracias. Me alegra que la iglesia se haya construido tan rápidamente. Saludo al cardenal Marx, actual arzobispo de Munich y Freising, que continúa con amor no sólo a san Corbiniano sino también a su iglesia en Roma. Mil gracias también a usted. Saludo asimismo a monseñor Clemens, de la diócesis de Paderborn y secretario del Consejo pontificio para los laicos. Saludo de modo particular al párroco, don Antonio Magnotta, a la vez que le agradezco las palabras que me ha dirigido. Gracias. Y naturalmente saludo también al vicario parroquial. A través de todos vosotros, aquí presentes, deseo enviar una palabra de afectuosa cercanía a los cerca de diez mil residentes en el territorio de la parroquia. Reunidos en torno a la Eucaristía, percibimos más fácilmente que la misión de cada comunidad cristiana es llevar a todos el mensaje del amor de Dios, dar a conocer a todos su rostro. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía sea siempre el corazón de la vida de los fieles, como lo es hoy para vuestra parroquia, aunque no todos sus miembros hayan podido participar en ella personalmente.

Vivimos hoy una jornada importante, que corona los esfuerzos, los trabajos, los sacrificios realizados, y el compromiso de la gente que reside aquí para constituirse como comunidad cristiana y madura, capaz de tener una iglesia ya consagrada definitivamente al culto de Dios. Me alegra que ya se haya alcanzado esa meta, y estoy seguro de que favorecerá las asambleas y el crecimiento de la familia de los creyentes en este territorio. La Iglesia quiere estar presente en todos los barrios donde la gente vive y trabaja, con el testimonio evangélico de cristianos coherentes y fieles, pero también con edificios que permitan reunirse para la oración y los sacramentos, para la formación cristiana y para entablar relaciones de amistad y fraternidad, haciendo crecer a los niños, a los jóvenes, a las familias y a los ancianos en el espíritu de comunidad que Cristo nos ha enseñando y que el mundo tanto necesita.

Como se ha realizado el edificio parroquial, así mi visita desea animaros a realizar cada vez mejor la Iglesia de piedras vivas que sois vosotros. Lo hemos escuchado en la segunda lectura: «Vosotros sois campo de Dios, edificio de Dios», escribe san Pablo a los Corintios (1 Co 3, 9) y a nosotros; y los exhorta a construir sobre el único cimiento verdadero, que es Jesucristo (3, 11). Por eso, también yo os exhorto a hacer de vuestra nueva iglesia el lugar en donde se aprende a escuchar la Palabra de Dios, la «escuela» permanente de vida cristiana de la que parte toda actividad de esta parroquia joven y comprometida. Sobre este aspecto es iluminador el texto del libro de Nehemías que se nos ha propuesto en la primera lectura. En él se ve bien que Israel es el pueblo convocado para escuchar la Palabra de Dios, escrita en el libro de la Ley. Los ministros leen solemnemente este libro y lo explican al pueblo, que está de pie, alza las manos al cielo y luego se arrodilla y se postra rostro en tierra, como signo de adoración. Es una verdadera liturgia, animada por la fe en Dios que habla, por el arrepentimiento de la propia infidelidad a la Ley del Señor, pero sobre todo por la alegría de que la proclamación de su Palabra es signo de que él no ha abandonado a su pueblo, que está cerca de él. También vosotros, queridos hermanos y hermanas, al reuniros para escuchar la Palabra de Dios con fe y perseverancia, os convertís, de domingo en domingo, en Iglesia de Dios, formados y modelados interiormente por su Palabra. ¡Qué gran don es este! Estad siempre agradecidos por él.

Vuestra comunidad es joven; está constituida en gran parte por parejas que llevan poco tiempo casadas y que vienen a vivir al barrio; son numerosos los niños y los muchachos. Conozco el empeño y la atención que se dedican a la familia y al acompañamiento de los matrimonios jóvenes: sabed poner en práctica una pastoral familiar caracterizada por la acogida abierta y cordial de los nuevos núcleos familiares, que favorezca el conocimiento mutuo, de forma que la comunidad parroquial sea cada vez más una «familia de familias», capaz de compartir con ellas tanto las alegrías como las inevitables dificultades de los comienzos. Sé también que varios grupos de fieles se reúnen para orar, formarse en la escuela del Evangelio, participar en los sacramentos y vivir esa dimensión esencial para la vida cristiana que es la caridad. Pienso en quienes con la Cáritas parroquial se esfuerzan por salir al encuentro de las numerosas exigencias del territorio, respondiendo especialmente a las expectativas de los más pobres y necesitados.

Me alegra lo que hacéis en la preparación de los muchachos y de los jóvenes para los sacramentos de la vida cristiana, y os exhorto a interesaros cada vez más también por sus padres, especialmente por los que tienen niños pequeños. La parroquia ha de esforzarse por proponerles también a ellos, en horarios y de modos convenientes, encuentros de oración y de formación, sobre todo para los padres de los niños que deben recibir el Bautismo y los demás sacramentos de la iniciación cristiana. También prestad una atención particular a las familias que atraviesan dificultades o que se encuentran en una situación precaria o irregular. No las dejéis solas; más bien estad cerca de ellas con amor, ayudándolas a comprender el auténtico plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. El Papa quiere dirigir en particular unas palabras de afecto y de amistad también a vosotros, queridos muchachos y jóvenes que me escucháis, y a vuestros coetáneos que viven en esta parroquia. El presente y el futuro de la comunidad eclesial y civil dependen especialmente de vosotros. La Iglesia espera mucho de vuestro entusiasmo, de vuestra capacidad de mirar hacia adelante y de vuestro deseo de radicalidad en las opciones de la vida.

Queridos amigos de san Corbiniano, el Señor Jesús, que llevó a los Apóstoles al monte a orar y les manifestó su gloria, hoy nos ha invitado a nosotros a esta nueva iglesia: aquí podemos escucharlo, aquí podemos reconocer su presencia al partir el Pan eucarístico, y de este modo llegar a ser Iglesia viva, templo del Espíritu Santo, signo del amor de Dios en el mundo. Volved a vuestras casas con el corazón lleno de gratitud y de alegría, porque formáis parte de este gran edificio espiritual que es la Iglesia. A la Virgen María encomendamos nuestro camino cuaresmal, así como el de la toda la Iglesia. Que la Virgen, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, para poder participar juntamente con ella en la alegría de la Pascua. Amén.



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