MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES
Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Altar de la Cátedra, Basílica Vaticana
Jueves 3 de noviembre de 2011
Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:
Al día siguiente de la conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su Sacrificio en sufragio de los cardenales y de los obispos que, en el curso del último año, han concluido su peregrinación terrena. Con gran afecto recordamos a los venerados miembros del Colegio cardenalicio que nos han dejado: Urbano Navarrete, s.j., Michele Giordano, Varkey Vithayathil, c.ss.r., Giovanni Saldarini, Agustín García-Gasco Vicente, Georg Maximilian Sterzinsky, Kazimierz Świątek, Virgilio Noè, Aloysius Matthew Ambrozic y Andrzej Maria Deskur. Juntamente con ellos presentamos al trono del Altísimo las almas de los hermanos en el episcopado fallecidos. Por todos y por cada uno elevamos nuestra oración, animados por la fe en la vida eterna y en el misterio de la comunión de los santos. Una fe llena de esperanza, iluminada también por la Palabra de Dios que hemos escuchado.
El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y de su despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad del capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la mente de Jesús. En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez el versículo 6: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». En cambio, Jesús no cita el versículo 2, pero lo hace suyo y lo realiza en el misterio pascual: «En dos días nos volverá la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia». El Señor Jesús, a la luz de esta palabra, afrontó la pasión, emprendió con decisión el camino de la cruz. Hablaba abiertamente a sus discípulos de lo que debía sucederle en Jerusalén, y el oráculo del profeta Oseas resonaba en sus mismas palabras: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31).
El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle» (v. 32). También nosotros, ante la muerte, no podemos menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que brotan de nuestra condición humana. Y siempre nos sorprende y nos supera un Dios que se hace tan cercano a nosotros que no se detiene ni siquiera ante el abismo de la muerte, más aún, que lo atraviesa, permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero precisamente aquí se realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta las últimas consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del poder glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la transforma y la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12, 50), que Jesús recibió por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. La expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm 6, 3)— nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella Dios ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace pensar en la imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra sima, con voz de cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). El abismo de la muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el abismo del amor de Dios, de modo que la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesucristo (cf. Rm 8, 9), ni sobre aquellos que, por la fe y el Bautismo, son asociados a él: «Si hemos muerto con Cristo —dice san Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm 6, 8). Este «vivir con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por Oseas: «Viviremos en su presencia» (6, 2).
En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento real. Antes corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo tomado del ritmo de las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la lluvia de primavera» (cf. Os 6, 3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de los israelitas amenazaba contaminarse con las religiones naturalistas de la tierra de Canaán, pero esta fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte. En cambio, la intervención de Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural, obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza, un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón» mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la renueva y la orienta a su meta originaria y última.
Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo» cayó en la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la medida de la justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo «mucho fruto», no quedando solo, sino como primicia de una multitud de hermanos (cf. Jn 12, 24; Rm 8, 29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la obra realizada en él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la naturaleza ya no son sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan de una realidad. Como fundamento de la esperanza está la voluntad del Padre y del Hijo, que hemos escuchado en el evangelio de esta liturgia: «Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy» (Jn 17, 24). Y entre estos que el Padre ha dado a Jesús están también los venerados hermanos por los cuales ofrecemos esta Eucaristía: ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han conocido su nombre, y el amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido en ellos (cf. Jn 12, 25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad. Demos gracias a Dios por este don inestimable. Y, por intercesión de María santísima, recemos para que este misterio de comunión, que ha colmado toda su existencia, se realice plenamente en cada uno de ellos.
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