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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA 25ª CONFERENCIA ORGANIZADA
POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

 

Al venerado hermano
Zygmunt Zimowski
Presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud

Me alegra hacer llegar mi cordial saludo a los participantes en la XXV Conferencia internacional, que se inserta bien en el año conmemorativo de los 25 años de la institución del dicasterio, y ofrece un motivo más para dar gracias a Dios por este valioso instrumento para el apostolado de la misericordia. Expreso mi agradecimiento a todos aquellos que trabajan, en los distintos sectores de la pastoral de la salud, para vivir la diaconía de la caridad, que es central en la misión de la Iglesia. En este sentido, me complace recordar a los cardenales Fiorenzo Angelini y Javier Lozano Barragán, que han dirigido en estos 25 años el Consejo pontificio para la pastoral de la salud y saludo en particular al actual presidente del dicasterio, el arzobispo Zygmunt Zimowski, así como al secretario, al subsecretario, a los oficiales, a los colaboradores, a los relatores del congreso y a todos los presentes.

El tema que habéis elegido este año «Caritas in veritate. Para un cuidado de la salud equitativo y humano» reviste un interés especial para la comunidad cristiana, en la que es central el cuidado del hombre en cuanto ser, de su dignidad trascendente y de sus derechos inalienables. La salud es un bien precioso para la persona y para la colectividad que hay que promover, conservar y tutelar, dedicando los medios, recursos y energías necesarios a fin de que puedan gozar de él un mayor número de personas. Lamentablemente, todavía hoy sigue existiendo el problema de numerosas poblaciones del mundo que no tienen acceso a los recursos indispensables para satisfacer las necesidades fundamentales, particularmente en lo que se refiere a la salud. Es preciso actuar con mayor empeño a todos los niveles a fin de que el derecho a la salud sea efectivo, favoreciendo el acceso a la atención sanitaria básica. En nuestra época asistimos, por una parte, a una atención a la salud que corre el riesgo de transformarse en consumismo farmacológico, médico y quirúrgico, convirtiéndose casi en un culto del cuerpo y, por otra, a las dificultades de millones de personas para acceder a condiciones de subsistencia mínimas y a medicamentos indispensables para curarse.

También en el campo de la salud, parte integrante de la existencia de cada persona y del bien común, es importante instaurar una verdadera justicia distributiva que garantice tratamientos adecuados a todos, basándose en las necesidades objetivas. Por consiguiente, el mundo de la salud no puede eludir las reglas morales que deben gobernarlo para que no llegue a ser inhumano. Como subrayé en la encíclica Caritas in veritate, la doctrina social de la Iglesia siempre ha puesto de relieve la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social en los distintos sectores de las relaciones humanas (cf. n. 35). Se promueve la justicia cuando se acoge la vida del otro y se asume la responsabilidad por él, respondiendo a sus expectativas, porque en él se reconoce el rostro mismo del Hijo de Dios, que se hizo hombre por nosotros. La imagen divina impresa en nuestro hermano funda la altísima dignidad de toda persona y suscita en cada uno la exigencia del respeto, del cuidado y del servicio. El vínculo entre justicia y caridad, desde la perspectiva cristiana, es muy estrecho: «La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo “mío” al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es “suyo”, lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. (...) Quien ama con caridad a los demás es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es un camino alternativo o paralelo a la caridad: la justicia es “inseparable de la caridad”, intrínseca a ella. La justicia es el primer camino de la caridad (ib., 6). En este sentido, con una expresión sintética e incisiva, san Agustín enseñaba que «la justicia consiste en ayudar a los pobres» (De Trinitate, XIV, 9: pl 42, 1045).

Inclinarse, como el buen samaritano, hacia el hombre herido abandonado al borde del camino es cumplir la «justicia mayor» que Jesús pide a sus discípulos y realiza en su vida, porque el cumplimiento de la Ley es el amor. La comunidad cristiana, siguiendo las huellas de su Señor, ha cumplido el mandato de ir por el mundo a «enseñar y curar a los enfermos» y a lo largo de los siglos «ha sido muy sensible al ministerio para con los enfermos y los que sufren, como parte integrante de su misión» (Juan Pablo II, motu propio Dolentium hominum, 1), de testimoniar la salvación integral, que es salud del alma y del cuerpo.

El pueblo de Dios peregrino por las tortuosas sendas de la historia une sus esfuerzos a los de tantos otros hombres y mujeres de buena voluntad para dar un rostro verdaderamente humano a los sistemas sanitarios. La justicia sanitaria debe ser una de las prioridades en la agenda de los Gobiernos y las instituciones internacionales. Lamentablemente, junto a resultados positivos y alentadores, hay opiniones y líneas de pensamiento que la hieren: me refiero a cuestiones como las relacionadas con la llamada «salud reproductiva», con el recurso a técnicas artificiales de procreación que conllevan la destrucción de embriones, o con la eutanasia legalizada. Es preciso sostener y testimoniar, incluso contracorriente, el amor a la justicia, la tutela de la vida desde su concepción hasta su término natural y el respeto de la dignidad de todo ser humano: los valores éticos fundamentales son patrimonio común de la moralidad universal y base de la convivencia democrática.

Es necesario el esfuerzo conjunto de todos, pero también y sobre todo hace falta una profunda conversión de la mirada interior. Sólo si se mira al mundo con la mirada del Creador, que es una mirada de amor, la humanidad aprenderá a estar en la tierra en paz y justicia, destinando con equidad la tierra y sus recursos al bien de todo hombre y de toda mujer. Por esto, «desearía que se adoptara un modelo de desarrollo basado en el papel central del ser humano, en la promoción y participación en el bien común, en la responsabilidad, en la toma de conciencia de la necesidad de cambiar el estilo de vida y en la prudencia, virtud que indica lo que se ha de hacer hoy, en previsión de lo que puede ocurrir mañana». (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2010, n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 2009, p. 9)

A los hermanos y hermanas que sufren les expreso mi cercanía y la invitación a vivir también la enfermedad como ocasión de gracia para crecer espiritualmente y participar en los sufrimientos de Cristo por el bien del mundo, y a todos vosotros, comprometidos en el vasto campo de la salud, os aliento en vuestro valioso servicio. A la vez que pido la protección maternal de la Virgen María, Salus infirmorum, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo también a vuestras familias.

Vaticano, 15 de noviembre de 2010

 

BENEDICTUS PP. XVI



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