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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE EL TEMA
"DEL TELESCOPIO DE GALILEO A LA COSMOLOGÍA EVOLUTIVA"

 

Al venerado hermano
Monseñor Rino Fisichella
Rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense

Me alegra dirigir mi saludo a todos los participantes en el Congreso internacional sobre el tema "Del telescopio de Galileo a la cosmología evolutiva. Ciencia, filosofía y teología en diálogo". Lo saludo en particular a usted, venerado hermano, que se ha hecho promotor de este importante momento de reflexión, en el contexto del "Año internacional de la astronomía", para celebrar el cuarto centenario del descubrimiento del telescopio. Mi pensamiento se dirige también al profesor Nicola Cabibbo, presidente de la Academia pontificia de ciencias, que ha colaborado en la preparación de ese congreso. Saludo cordialmente a las personalidades procedentes de distintos países del mundo que, con su presencia, cualifican estas jornadas de estudio.

Cuando se abre el Sidereus nuncius y se leen las primeras expresiones de Galileo, se percibe en seguida la maravilla del científico de Pisa ante cuanto él mismo había realizado: "Grandes cosas —escribe— en este breve tratado propongo a la observación y a la contemplación de los estudiosos de la naturaleza. Grandes, digo, tanto por la excelencia de la materia en sí misma, como por la novedad nunca oída en los siglos, y por el instrumento a través del cual estas mismas cosas se han manifestado a nuestro sentido" (Galileo Galilei, Sidereus nuncius, 1610, tr. P.A. Giustini, Lateran University Press 2009, p. 89). Era el año 1609 cuando Galileo apuntó por primera vez hacia el cielo con un instrumento "diseñado por mí —escribe— iluminándome antes la gracia divina": el telescopio. Lo que se presentó a su mirada es fácil imaginarlo; la maravilla se transformó en emoción y esta en entusiasmo, que le llevó a escribir: "Gran cosa es ciertamente añadir a la inmensa multitud de las estrellas fijas, que con la natural facultad visual han podido observarse hasta hoy, otras innumerables estrellas, nunca vistas antes y que superan más de diez veces el número de las estrellas antiguas ya observadas" (ib.). El científico pudo observar con sus propios ojos algo que, hasta ese momento, sólo era fruto de hipótesis controvertidas. No se equivoca quien piensa que el alma profundamente creyente de Galileo, ante esa visión se abrió casi naturalmente a la oración de alabanza, haciendo suyos los sentimientos del Salmista: "¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (...) Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? ... le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies" (Sal 8, 1.4-5.7).

Con este descubrimiento aumentó en la cultura la conciencia de que se encontraba ante un punto crucial de la historia de la humanidad. La ciencia se convertía en algo distinto de como los antiguos la habían pensado siempre. Gracias a Aristóteles se había llegado al conocimiento cierto de los fenómenos partiendo de principios evidentes y universales; ahora Galileo mostraba concretamente cómo acercarse y observar los propios fenómenos, para comprender sus causas secretas. El método deductivo cedía el paso al inductivo y abría el camino a la experimentación. El concepto de ciencia que había durado siglos ahora se modificaba, emprendiendo el camino hacia una concepción moderna del mundo y del hombre. Galileo se había adentrado en las sendas desconocidas del universo; abría la puerta para observar espacios cada vez más inmensos. Probablemente más allá de sus intenciones, el descubrimiento del científico de Pisa permitía también retroceder en el tiempo, suscitando interrogantes sobre el origen mismo del cosmos y poniendo de manifiesto que también el universo, salido de las manos del Creador, tiene su historia; que "gime y sufre dolores de parto" —por usar la expresión del apóstol san Pablo— con la esperanza de ser liberado "de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 21-22).

También hoy el universo sigue suscitando interrogantes a los que la simple observación, sin embargo, no consigue dar una respuesta satisfactoria: por sí solas las ciencias naturales y físicas no bastan. De hecho, el análisis de los fenómenos, si se queda cerrado en sí mismo, corre el riesgo de presentar el cosmos como un enigma irresoluble: la materia posee una inteligibilidad capaz de hablar a la inteligencia del hombre y de indicar un camino que va más allá del simple fenómeno. Es la lección de Galileo la que lleva a esta consideración. ¿Acaso no era el científico de Pisa quien sostenía que Dios ha escrito el libro de la naturaleza en la forma del lenguaje matemático? Y sin embargo, la matemática es una invención del espíritu humano para comprender la creación. Pero si la naturaleza está realmente estructurada con un lenguaje matemático y la matemática inventada por el hombre puede llegar a comprenderlo, eso significa que se ha verificado algo extraordinario: la estructura objetiva del universo y la estructura intelectual del sujeto humano coinciden, la razón subjetiva y la razón objetivada en la naturaleza son idénticas. En definitiva, es "una" razón que las une a ambas y que invita a mirar a una única Inteligencia creadora (cf. Benedicto XVI, Discurso a los jóvenes de la diócesis de Roma, 6 de abril de 2006: L'Osservatore Romano,edición en lengua española, 14 de abril de 2006, p. 7).

Los interrogantes sobre la inmensidad del universo, sobre su origen y sobre su fin, como también sobre su comprensión, no admiten una única respuesta de carácter científico. Quien mira al cosmos, siguiendo la lección de Galileo, no podrá detenerse sólo en aquello que observa con el telescopio; deberá ir más allá, interrogándose sobre el sentido y el fin al que se orienta toda la creación. La filosofía y la teología, en esta fase, revisten un papel importante para allanar el camino hacia ulteriores conocimientos. Ante los fenómenos y la belleza de la creación la filosofía busca, con su razonamiento, entender la naturaleza y la finalidad última del cosmos. La teología, fundada en la Palabra revelada, escruta la belleza y la sabiduría del amor de Dios, que ha dejado sus huellas en la naturaleza creada (cf. santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, ia. q. 45, a. 6). En este movimiento gnoseológico están implicadas tanto la razón como la fe; ambas ofrecen su luz. Cuanto más aumenta el conocimiento de la complejidad del cosmos, tanto más requiere una pluralidad de instrumentos capaces de poder satisfacerla; no se vislumbra ningún conflicto en el horizonte entre los varios conocimientos científicos y los filosóficos y teológicos; al contrario, sólo en la medida en que estos conocimientos consigan entrar en diálogo e intercambiarse sus respectivas competencias serán capaces de presentar a los hombres de hoy resultados verdaderamente eficaces.

El descubrimiento de Galileo fue una etapa decisiva para la historia de la humanidad. De ella han surgido otras grandes conquistas, con la invención de instrumentos que hacen precioso el progreso tecnológico al que se ha llegado. Desde los satélites que observan las diversas fases del universo, el cual paradójicamente resulta cada vez más pequeño, hasta las máquinas más sofisticadas utilizadas para la ingeniería biomédica, todo muestra la grandeza del intelecto humano, que, según el mandato bíblico, está llamado a "dominar" toda la creación (cf. Gn 1, 28), a "cultivarla" y a "custodiarla" (cf. Gn 2, 15). Sin embargo, todas esas conquistas entrañan siempre un riesgo sutil: que el hombre confíe sólo en la ciencia y se olvide de levantar la mirada más allá de sí mismo hacia el Ser trascendente, Creador de todo, que en Jesucristo ha revelado su rostro de Amor. Estoy seguro de que la interdisciplinariedad con la que se realiza este congreso permitirá comprender la importancia de una visión unitaria, fruto de un trabajo común para el verdadero progreso de la ciencia en la contemplación del cosmos.

Acompaño de buen grado, venerado hermano, vuestro compromiso académico, pidiendo al Señor que bendiga estas jornadas, como también la investigación de cada uno de vosotros.

Vaticano, 26 de noviembre de 2009

 

BENEDICTO PP. XVI



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