DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LAS DELEGACIONES DE LAS DIVERSAS IGLESIAS
Y DE OTRAS RELIGIONES NO CRISTIANAS
Lunes 25 de abril de 2005
Con alegría os acojo, queridos delegados de las Iglesias ortodoxas, de las Iglesias ortodoxas orientales y de las comunidades eclesiales de Occidente, pocos días después de mi elección. Fue particularmente grata vuestra presencia ayer en la plaza de San Pedro, después de haber vivido juntos los tristes momentos de la muerte del querido Papa Juan Pablo II. El tributo de simpatía y afecto que expresasteis a mi inolvidable predecesor no fue un simple acto de cortesía eclesial. Mucho camino se ha recorrido durante los años de su pontificado, y vuestra participación en el luto de la Iglesia católica por su muerte ha mostrado cuán verdadero y grande es el anhelo común de unidad.
Al saludaros, quisiera dar gracias al Señor que nos ha bendecido con su misericordia y ha infundido en nosotros una sincera disposición a hacer nuestra su oración: ut unum sint. Así, él nos ha hecho cada vez más conscientes de la importancia de caminar hacia la comunión plena. Con amistad fraterna podemos intercambiarnos los dones recibidos del Espíritu y nos sentimos impulsados a estimularnos recíprocamente para anunciar a Cristo y su mensaje al mundo, que hoy a menudo se encuentra turbado e inquieto, inconsciente e indiferente.
Este encuentro es particularmente significativo. Ante todo, al nuevo Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia católica, le permite repetir a todos, con sencillez: Duc in altum! Sigamos adelante con esperanza. Como mis predecesores, especialmente Pablo VI y Juan Pablo II, siento fuertemente la necesidad de reafirmar el compromiso irreversible, asumido por el concilio Vaticano II y proseguido durante los últimos años también gracias a la acción del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. El camino hacia la comunión plena querida por Jesús para sus discípulos implica una docilidad concreta a lo que el Espíritu dice a las Iglesias, valentía, dulzura, firmeza y esperanza de lograr ese objetivo. Implica, ante todo, la oración insistente y tener un mismo corazón, para obtener del buen Pastor el don de la unidad para su rebaño.
¿Cómo no reconocer, con espíritu de gratitud a Dios, que este encuentro tiene también el significado de un don ya otorgado? En efecto, Cristo, Príncipe de la paz, ha actuado en medio de nosotros, ha sembrado a manos llenas sentimientos de amistad, ha atenuado las discordias, nos ha enseñado a vivir con una mayor actitud de diálogo, en armonía con los compromisos propios de quienes llevan su nombre. Vuestra presencia, queridos hermanos en Cristo, más allá de lo que nos divide y ensombrece nuestra comunión plena y visible, es un signo de comunión y de apoyo para el Obispo de Roma, que puede contar con vosotros para proseguir el camino en la esperanza y para crecer en Cristo, nuestra Cabeza.
En esta ocasión tan singular, en la que nos encontramos reunidos precisamente al inicio de mi servicio eclesial, acogido con temor y obediencia confiada al Señor, os pido a todos que deis, juntamente conmigo, un ejemplo del ecumenismo espiritual que en la oración realiza sin obstáculos nuestra comunión.
A todos vosotros encomiendo estas intenciones y estas reflexiones, con mi saludo más cordial, para que los transmitáis a vuestras Iglesias y comunidades eclesiales.
Me dirijo ahora a vosotros, queridos amigos de las diversas tradiciones religiosas, y os agradezco sinceramente vuestra presencia en la solemne inauguración de mi pontificado. Os dirijo un saludo cordial y afectuoso a vosotros y a todos los seguidores de las religiones que representáis. Agradezco en particular la presencia entre nosotros de los miembros de la comunidad musulmana, y expreso mi aprecio por el progreso del diálogo entre musulmanes y cristianos, tanto a nivel local como internacional. Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad entera.
El mundo en el que vivimos a menudo está marcado por conflictos, violencia y guerra, pero anhela ardientemente la paz, una paz que es sobre todo don de Dios, una paz por la que debemos orar sin cesar. Pero la paz es también un deber que compromete a todos los pueblos, especialmente los que reconocen pertenecer a tradiciones religiosas. Nuestros esfuerzos para encontrarnos y fomentar el diálogo son una valiosa contribución para construir la paz sobre fundamentos sólidos. El Papa Juan Pablo II, mi venerable predecesor, al comienzo del nuevo milenio, escribió que "el nombre del único Dios tiene que ser cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz" (Novo millennio ineunte, 55). Por tanto, es necesario entablar un diálogo auténtico y sincero, construido sobre el respeto a la dignidad de toda persona humana, creada, como los cristianos creemos firmemente, a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27).
Al inicio de mi pontificado, os dirijo a vosotros y a todos los creyentes de las tradiciones religiosas que representáis, así como a cuantos buscan con corazón sincero la Verdad, una fuerte invitación a ser todos artífices de paz, con un esfuerzo recíproco de comprensión, respeto y amor.
A todos doy un cordial saludo.
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