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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DEL LACIO,
DE LA PROVINCIA Y DEL AYUNTAMIENTO DE ROMA


Jueves 12 de enero de 2006

 

Ilustres señores y amables señoras:

Me alegra recibiros para el tradicional intercambio de felicitaciones al inicio de este nuevo año, que es también el primero de mi ministerio de Obispo de Roma y Pastor universal de la Iglesia. En efecto, esta es la ocasión propicia para confirmar y fortalecer los vínculos, madurados y consolidados a través de dos milenios de historia, que existen entre el Sucesor de Pedro y la ciudad de Roma, su provincia y la región del Lacio. Dirijo mi cordial y deferente saludo al presidente de la Junta regional del Lacio, señor Pietro Marrazzo, al alcalde de Roma, honorable Walter Veltroni, y al presidente de la provincia de Roma, señor Enrico Gasbarra, agradeciéndoles las amables palabras que me han dirigido, también en nombre de las administraciones presididas por ellos. Saludo, asimismo, a los presidentes de los respectivos concejos y a todos vosotros.

Ante todo, siento la necesidad de enviar, a través de vosotros, la expresión de mi afecto y mi solicitud pastoral a todos los ciudadanos y a los habitantes de Roma y del Lacio. Lo hago recurriendo a las palabras que pronunció mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II con ocasión de su visita al Capitolio, el 15 de enero de 1998: "El Señor te ha confiado, Roma, la misión de ser en el mundo "prima inter urbes", faro de civilización y de fe. Sé digna de tu glorioso pasado, del Evangelio que te han anunciado, de los mártires y de los santos que han hecho grande tu nombre. Abre, Roma, las riquezas de tu corazón y de tu historia milenaria a Cristo. No temas, él no humilla tu libertad y tu grandeza. Él te ama y desea hacerte digna de tu vocación civil y religiosa, para que sigas brindando los tesoros de fe, de cultura y de humanidad a tus hijos y a los hombres de nuestro tiempo" (n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de enero de 1998, p. 3).

Durante los meses de la enfermedad y muerte de Juan Pablo II, las poblaciones de Roma y del Lacio mostraron con extraordinaria y conmovedora evidencia la intensidad de su respuesta de amor al amor del Papa. En esta circunstancia, deseo manifestaros mi más viva gratitud a vosotros, distinguidas autoridades, y a las instituciones que representáis, por la gran contribución que disteis a la acogida de millones de personas, que vinieron a Roma de todas las partes del mundo para despedir al fallecido Pontífice y también con ocasión de mi elección a la Sede de Pedro.

En verdad, Roma y el Lacio, como por lo demás Italia y toda la humanidad, vivieron en aquellos días una profunda experiencia espiritual de fe y de oración, de fraternidad y de redescubrimiento de los bienes que dignifican y enriquecen el significado de nuestra vida. Esa experiencia debe dar fruto también en el ámbito de la comunidad civil, de sus tareas y de sus múltiples responsabilidades y relaciones.

En particular, pienso en el ámbito, tan sensible y decisivo para la formación y la felicidad de las personas así como para el futuro de la sociedad, que representa la familia. Desde hace tres años, la diócesis de Roma ha puesto a la familia en el centro de su compromiso pastoral, para ayudarle a afrontar los motivos de crisis y desconfianza ampliamente presentes en nuestro contexto cultural, tomando conciencia de modo más claro y convencido de su naturaleza y de sus tareas.

En efecto, como dije el 6 de junio del año pasado, hablando a la asamblea que la diócesis dedicó a estos temas, "el matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta". Por eso, añadí: "El matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera, (...) sino una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2005, p. 3).

Aquí no se trata de normas peculiares de la moral católica, sino de verdades elementales que conciernen a nuestra humanidad común: respetarlas es esencial para el bien de la persona y de la sociedad. Por consiguiente, interpelan también vuestra responsabilidad de administradores públicos y vuestras competencias normativas, en dos vertientes. Por una parte, son muy oportunas todas las medidas que apoyen a las parejas jóvenes en la formación de una familia, y a la familia misma en la generación y educación de los hijos: al respecto, vienen enseguida a la memoria problemas como el coste de las viviendas, de las guarderías y de los jardines de infancia para los niños más pequeños. Por otra parte, es un grave error oscurecer el valor y las funciones de la familia legítima fundada en el matrimonio, atribuyendo a otras formas de unión reconocimientos jurídicos impropios, de los cuales no existe, en realidad, ninguna exigencia social efectiva.

Igual atención y compromiso requiere la protección de la vida humana naciente: es preciso proporcionar ayudas concretas a las mujeres embarazadas que se encuentran en condiciones difíciles y evitar introducir medicamentos que escondan en cierto modo la gravedad del aborto, como elección contra la vida. En una sociedad que envejece son cada vez más importantes la asistencia a los ancianos y todas las complejas problemáticas relativas al cuidado de la salud de los ciudadanos. Deseo alentaros en los esfuerzos que estáis realizando en estos ámbitos y subrayar que, en el campo sanitario, hay que promover los continuos avances científicos y tecnológicos, así como el compromiso de contener los costes, de acuerdo con el principio superior de la centralidad de la persona del enfermo.

Una atención peculiar merecen los numerosos casos de sufrimiento y enfermedad psíquica, entre otras finalidades, para no dejar sin ayudas adecuadas a las familias que a menudo deben afrontar situaciones bastante difíciles. Me alegra el desarrollo que han alcanzado durante estos años las diversas formas de colaboración entre las administraciones públicas de Roma, de la provincia y de la región y los organismos del voluntariado eclesial, en la obra destinada a aliviar las formas antiguas y nuevas de pobreza, que por desgracia afligen a gran parte de la población y, en particular, a muchos inmigrantes.

Distinguidas autoridades, os aseguro mi cercanía y mi oración diaria por vuestras personas y por el ejercicio de vuestra alta responsabilidad. El Señor ilumine vuestros propósitos de bien y os dé fuerza para cumplirlos. Con estos sentimientos, os imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a cuantos viven y trabajan en Roma, en su provincia y en todo el Lacio.



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