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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE CANADÁ EN VISITA "AD LIMINA
"

Lunes 9 de octubre de 2006

 

Queridos hermanos en el episcopado: 

"Convenía celebrar una fiesta y alegrarse porque (...) ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado" (Lc 15, 32). Con afecto fraterno os doy una cordial bienvenida a vosotros, obispos de la Conferencia católica occidental de Canadá, y agradezco a monseñor Wiesner los buenos deseos que me ha expresado en vuestro nombre. Correspondo afectuosamente y os aseguro a vosotros, y a quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral, mis oraciones y mi solicitud.  Vuestro encuentro  con el Sucesor de Pedro concluye las visitas ad limina Apostolorum de la Conferencia episcopal canadiense.

A pesar del clima cada vez más secularizado en el que desempeñáis vuestro ministerio, vuestras relaciones contienen muchos elementos  que  os  pueden servir de estímulo. En particular, me ha alegrado constatar el celo y la generosidad de vuestros sacerdotes, la entrega abnegada de los religiosos presentes en vuestras  diócesis y la creciente disponibilidad de los fieles laicos a intensificar su testimonio de la verdad y el amor de Cristo en sus hogares, en las escuelas, en los lugares de trabajo y en la esfera pública.

La parábola del hijo pródigo es uno de los pasajes más apreciados de la sagrada Escritura. Su profunda ilustración de la misericordia de Dios y el importante deseo humano de conversión y reconciliación, así como el restablecimiento de las relaciones rotas, hablan a los hombres y a las mujeres de todas las edades. Es frecuente la tentación del hombre de ejercer su libertad alejándose de Dios. Ahora bien, la experiencia del hijo pródigo nos permite constatar, tanto en la historia como en nuestra propia vida, que cuando se busca la libertad fuera de Dios el resultado es negativo:  pérdida de la dignidad personal, confusión moral y desintegración social. Sin embargo, el amor apasionado del Padre a la humanidad triunfa sobre el orgullo humano. Prodigado gratuitamente, es un amor que perdona y lleva a las personas a entrar más profundamente en la comunión de la Iglesia de Cristo. Ofrece verdaderamente a todos los pueblos la unidad en Dios y, como Cristo lo manifiesta perfectamente en la cruz, reconcilia la justicia y el amor (cf. Deus caritas est, 10).

¿Y qué decir del hermano mayor? ¿No representa también, en cierto sentido, a todos los hombres y todas las mujeres, y quizá sobre todo a los que lamentablemente se alejan de la Iglesia? La racionalización de su actitud y de sus acciones despierta cierta simpatía, pero en definitiva refleja su incapacidad de comprender el amor incondicional. Incapaz de pensar más allá de los límites de la justicia natural, queda atrapado en la envidia y en el orgullo, alejado de Dios, aislado de los demás y molesto consigo mismo.

Queridos hermanos, que la reflexión sobre los tres personajes de esta parábola ―el Padre, con su gran misericordia; el hijo más joven, con su alegría al ser perdonado; y el hermano mayor, con su trágico aislamiento―, os confirme en vuestro deseo de afrontar la pérdida del sentido del pecado, a la que os habéis referido en vuestras relaciones. Esta prioridad pastoral refleja la gran esperanza de que los fieles laicos experimenten el amor ilimitado de Dios como una llamada a profundizar su unidad eclesial y a superar la división y la fragmentación que tan a menudo hieren a las familias y a las comunidades hoy.

Desde esta perspectiva, la responsabilidad que tiene el obispo de indicar la acción destructora del pecado se comprende fácilmente como un servicio de esperanza:  fortalece a los creyentes para que eviten el mal y busquen la perfección del amor y la plenitud de la vida cristiana. Por tanto, os felicito por vuestra promoción del sacramento de la Penitencia. Aunque este sacramento es considerado a menudo con indiferencia, lo que produce es precisamente la curación completa que anhelamos. Un renovado aprecio de este sacramento confirmará que el tiempo dedicado al confesionario saca bien del mal, restablece la vida desde la muerte y revela de nuevo el rostro misericordioso del Padre.

Para comprender el don de la reconciliación hace falta una atenta reflexión sobre los modos para suscitar la conversión y la penitencia en el corazón del hombre (cf. Reconciliatio et paenitentia, 23). Aunque abundan las manifestaciones del pecado ―codicia y corrupción, relaciones rotas por la traición y explotación de personas―, el reconocimiento de la pecaminosidad individual ha disminuido. Como consecuencia de este debilitamiento del reconocimiento del pecado, con la correspondiente atenuación de la necesidad de buscar el perdón, se produce en definitiva un debilitamiento de nuestra relación con Dios (cf. Homilía durante la celebración ecuménica de Vísperas, Ratisbona, 12 de septiembre de 2006).

No es de extrañar que este fenómeno esté particularmente acentuado en sociedades marcadas por una ideología post-iluminista. Cuando Dios es excluido de la esfera pública, desaparece el sentido de la ofensa contra Dios ―el verdadero sentido del pecado―; y precisamente cuando se relativiza el valor absoluto de las normas morales, las categorías de bien o mal se difuminan, juntamente con la responsabilidad individual.

Sin embargo, la necesidad humana de reconocer  y afrontar el pecado de hecho no desaparece jamás, por mucho que  una  persona, como el hermano mayor, pueda racionalizar lo contrario. Como nos dice san Juan:  "Si decimos:  "No tenemos pecado", nos engañamos" (1 Jn 1, 8). Es parte integrante de la verdad sobre la persona humana. Cuando se olvidan la necesidad de buscar el perdón y la disposición a perdonar, en su lugar surge una inquietante cultura de reproches y altercados. Sin embargo, este horrible fenómeno se puede eliminar. Siguiendo la luz de la verdad salvífica de Cristo, hay que decir como el padre:  "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo", y debemos alegrarnos "porque este hermano tuyo... estaba perdido, y ha sido hallado" (Lc 15, 31-32).

La paz y la armonía duraderas, tan anheladas por las personas, las familias y la sociedad, están en el centro de vuestras preocupaciones por acrecentar la reconciliación y la comprensión con las numerosas comunidades de las primeras naciones que se encontraban en vuestra  región.  Mucho se ha logrado. A este  respecto, me ha alegrado la información que me habéis dado acerca de  la  obra del Consejo aborigen católico para la reconciliación y de los objetivos del Fondo amerindio. Estas iniciativas suscitan esperanza y dan testimonio del  amor  de Cristo que nos apremia (cf. 2 Co 5, 14).

Sin embargo, aún queda mucho por hacer. Por tanto, os aliento a afrontar con amor y determinación las causas de las dificultades relativas a las necesidades sociales y espirituales de los fieles aborígenes. El compromiso por la verdad abre el camino a la reconciliación permanente a través del proceso curativo que implica pedir perdón y perdonar, dos elementos indispensables para la paz. De este modo, nuestra memoria se purifica, nuestro corazón se serena, y nuestro futuro se llena de una esperanza bien fundada en la paz que brota de la verdad.

Con afecto fraterno comparto estas reflexiones con vosotros y os aseguro mis oraciones en vuestro esfuerzo por hacer que la misión santificadora y reconciliadora de la Iglesia sea cada vez más apreciada y reconocible en vuestras comunidades eclesiales y civiles. Con estos sentimientos, os encomiendo a María, Madre de Jesús, y a la intercesión de la beata Catalina Tekakwitha. A vosotros, así como a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto de corazón mi bendición apostólica.



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