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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS
DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA


Sala del Consistorio
Sábado 2 de junio de 2007

 

Venerado hermano en el episcopado;
queridos superiores y sacerdotes: 

Todos vosotros, que formáis la familia de la Academia eclesiástica pontificia, sed bienvenidos. He escuchado con atención y gratitud el discurso que vuestro presidente acaba de dirigirme en vuestro nombre, y le doy las gracias de corazón. Sus palabras de congratulación por el libro "Jesús de Nazaret", fruto de mi investigación personal del rostro de Cristo, muestran que la Academia eclesiástica pontificia considera con razón el anhelo de conocer cada vez más al Señor como un valor fundamental para quien, como vosotros, está llamado en el servicio diplomático a una colaboración peculiar con el Sucesor de Pedro. En efecto, queridos alumnos, cuanto más busquéis el rostro de Cristo, tanto mejor podréis servir a la Iglesia y a los hombres —cristianos y no cristianos— que encontréis en vuestro camino en las representaciones pontificias esparcidas por todas las partes del mundo.

Cuando, como hoy, tengo la feliz oportunidad de encontrarme con vosotros, pienso en vuestro futuro servicio a la Iglesia. Pienso también en vuestros obispos, que os han enviado a la Academia eclesiástica pontificia para ayudar al Papa en su misión universal en las Iglesias particulares y en las diversas instituciones civiles con las que la Santa Sede mantiene relaciones. El servicio al que estáis destinados y para el que os preparáis aquí, en Roma, es un servicio de testigos cualificados ante las Iglesias y las autoridades de los países a los que, si Dios quiere, seréis destinados.

Al testigo del Evangelio se le pide que, en cualquier circunstancia, sea fiel a la misión que se le ha confiado. Esto implica para vosotros, en primer lugar, una experiencia personal y profunda del Dios encarnado y una amistad íntima con Jesús, en cuyo nombre la Iglesia os envía para una singular tarea apostólica. Ya sabéis que la fe cristiana nunca puede reducirse a mero conocimiento intelectual de Cristo y de su doctrina; también debe expresarse en la imitación de los ejemplos que Cristo nos dio como Hijo del Padre y como Hijo del hombre. En  particular,  quien colabora con el Sucesor  de  Pedro, Pastor supremo de la  Iglesia  católica,  está llamado a hacer  todo lo posible para ser él mismo un verdadero pastor, dispuesto como Jesús, buen Pastor, a dar la vida por su rebaño.

Por eso me ha agradado mucho el anhelo que os anima, y que habéis expresado a través de vuestro presidente, de ser fundamentalmente pastores; siempre pastores, junto con los demás pastores de la Iglesia, antes de ser también, junto con los representantes pontificios con los que vais a colaborar, promotores del diálogo y constructores de fructuosas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles, como establece la peculiar tradición católica.

Cultivad ese anhelo, de modo que cuantos se os acerquen puedan descubrir siempre al sacerdote que hay en vosotros. Así, resultará claro a todos el carácter atípico de la diplomacia pontificia. Una diplomacia que, como pueden constatar las numerosas misiones diplomáticas acreditadas ante la Sede apostólica, lejos de defender intereses materiales o visiones parciales del hombre, promueve valores que brotan del Evangelio, como expresión de los altos ideales proclamados por Jesús, único Salvador universal. Por lo demás, en gran parte, estos valores son un patrimonio que comparten también otras religiones y otras culturas.

Queridos amigos, también al salir de la Academia —más de una decena de vosotros se preparan para hacerlo en las próximas semanas— seguid cultivando una amistad íntima y personal con Jesús, tratando de conocerlo cada vez mejor y de asimilar sus pensamientos y sus sentimientos (cf. Flp 2, 5). Cuanto más profundamente lo conozcáis, tanto más firmemente permaneceréis unidos a él y seréis más fieles a vuestros compromisos sacerdotales, podréis servir mejor a los hombres, será más fecundo vuestro diálogo con ellos, parecerá más fácil de alcanzar la paz que propondréis en caso de tensiones o conflictos, y resultará más consolador el aliento que, en nombre de Cristo y de su Iglesia, brindaréis a las personas probadas e indefensas. De este modo, aparecerá con mayor claridad a los ojos del mundo la convergencia ideal entre vuestra misión y la evangelización propuesta por los demás responsables de la pastoral.

Queridos hermanos, a la vez que encomiendo a vuestra atención estas breves reflexiones, me complace renovaros mis mejores deseos para vosotros y para vuestras familias. De todo corazón os aseguro un recuerdo en mi oración e, invocando la protección materna de la Virgen María, de buen grado os bendigo a vosotros, a las personas que se ocupan de vuestra formación y a todos vuestros seres queridos.



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