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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL COMITÉ CIENTÍFICO
Y DEL COMITÉ EJECUTIVO DEL INSTITUTO "PABLO VI" DE BRESCIA


Sábado 3 de marzo de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas: 

Me alegra acogeros a cada uno de vosotros, que formáis parte del comité científico y del comité ejecutivo del Instituto "Pablo VI", promovido por la "Obra para la educación cristiana" de Brescia con el fin de fomentar el estudio de la vida, del pensamiento y de la actividad de este inolvidable Pontífice.

Os saludo a todos cordialmente, comenzando por los señores cardenales presentes. En particular, saludo al doctor Giuseppe Camadini, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en su calidad de presidente de vuestro Instituto. Dirijo, además, un saludo especial a monseñor Giulio Sanguineti, obispo de la diócesis en la que mi venerado predecesor nació, fue bautizado y ordenado sacerdote. Le agradezco también todo lo que hace para sostener y acompañar de forma autorizada la actividad de una institución tan benemérita. Gracias, queridos amigos, por haberme obsequiado con un ejemplar de todas las publicaciones que habéis editado hasta ahora. Se trata de una serie muy amplia de volúmenes, que testimonian el notable trabajo que habéis realizado durante más de 25 años.

Como se ha dicho, tuve ocasión de conocer la actividad de vuestro Instituto. He admirado su fidelidad al Magisterio, así como su intención de honrar a un gran Pontífice, cuyo anhelo apostólico procuráis destacar gracias a un riguroso trabajo de investigación y a iniciativas de elevada calidad científica y eclesial. Al siervo de Dios Pablo VI me siento muy vinculado personalmente por la confianza que me demostró al nombrarme arzobispo de Munich y, tres meses después, incluyéndome en el Colegio cardenalicio, en 1977.

Fue llamado por la divina Providencia a guiar la barca de Pedro en un período histórico marcado por muchos desafíos y problemas. Al repasar con el pensamiento los años de su pontificado, impresiona el celo misionero que lo animó y lo impulsó a emprender arduos viajes apostólicos, incluso a naciones lejanas, y a realizar gestos proféticos de amplio alcance eclesial, misionero y ecuménico. Fue el primer Papa en viajar a la tierra donde Cristo vivió y de la que partió Pedro para venir a Roma. Aquella visita, sólo seis meses después de su elección como Supremo Pastor del pueblo de Dios y mientras se estaba celebrando el concilio ecuménico Vaticano II, revistió un claro significado simbólico. Indicó a la Iglesia que el camino de su misión consiste en seguir las huellas de Cristo. Esto fue precisamente lo que el Papa Pablo VI trató de hacer durante su ministerio petrino, que desempeñó siempre con sabiduría y prudencia, con plena fidelidad al mandato del Señor.

En efecto, el secreto de la acción pastoral que Pablo VI llevó a cabo con incansable entrega, tomando a veces decisiones difíciles e impopulares, radica precisamente en su amor a Cristo, un amor que vibra con expresiones conmovedoras en todas sus enseñanzas. Su alma de Pastor estaba totalmente impregnada de celo misionero, alimentado por un sincero deseo de diálogo con la humanidad. Su invitación profética, repetida muchas veces, a renovar el mundo atormentado por inquietudes y violencias mediante "la civilización del amor", nacía de su total confianza en Jesús, Redentor del hombre.

¿Cómo olvidar, por ejemplo, aquellas palabras que también yo, entonces presente como perito en el concilio Vaticano II, escuché en la basílica vaticana en la inauguración de la segunda sesión, el 29 de septiembre de 1963? "Cristo, nuestro principio —proclamó Pablo VI con íntima emoción, y oigo aún su voz—; Cristo, nuestro camino y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término. (...) Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, nuestro único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles" (Concilio Vaticano II. Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1968, p. 1045). Y hasta su último suspiro, su pensamiento, sus energías y su acción fueron para Cristo y para su Iglesia.

El nombre de este Pontífice, cuya grandeza la opinión pública mundial comprendió precisamente con ocasión de su muerte, sigue unido sobre todo al concilio Vaticano II. En efecto, aunque fue Juan XXIII quien lo convocó e inició, le tocó a él, su sucesor, llevarlo a término con mano experta, delicada y firme. No menos arduo fue para el Papa Montini gobernar la Iglesia en el período posconciliar. No se dejó condicionar por incomprensiones y críticas, aunque tuvo que soportar sufrimientos y ataques, a veces violentos, pero en todas las circunstancias fue firme y prudente timonel de la barca de Pedro.

Con el paso de los años resulta cada vez más evidente la importancia de su pontificado para la Iglesia y para el mundo, así como el valor de su alto magisterio, en el que se han inspirado sus Sucesores, y al que también yo sigo haciendo referencia. Por tanto, me complace aprovechar esta circunstancia para rendirle homenaje, a la vez que os animo, queridos amigos, a proseguir el trabajo que habéis emprendido desde hace tiempo.

Haciendo mía la exhortación que os dirigió el amado Papa Juan Pablo II, os repito de buen grado:  "Estudiad con amor a Pablo VI (...); estudiadlo con rigor científico (...); estudiadlo con la convicción de que su herencia espiritual continúa enriqueciendo a la Iglesia y puede alimentar la conciencia de los hombres de hoy, tan necesitados de "palabras de vida eterna"" (Discurso al Instituto Pablo VI de Brescia, 26 de enero de 1980, n. 2:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de febrero de 1980, p. 20).

Queridos hermanos y hermanas, gracias una vez más por vuestra visita; os aseguro un recuerdo en la oración y os bendigo con afecto a vosotros, a vuestras familias y todas las iniciativas del Instituto Pablo VI de Brescia.



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