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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS
DEL PONTIFICIO SEMINARIO FRANCÉS DE ROMA


Sala Clementina
Sábado 6 de junio de 2009

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
señor rector;
queridos sacerdotes y seminaristas:

Con gran alegría os recibo con ocasión de las celebraciones que en estos días marcan un momento importante de la historia del Pontificio Seminario Francés de Roma. La Congregación del Espíritu Santo, que desde su fundación asumió su gestión, la entrega ahora, después de un siglo y medio de fiel servicio, a la Conferencia episcopal de Francia.

Debemos dar gracias al Señor por la labor realizada en esta institución, en la que, desde su apertura, cerca de cinco mil seminaristas o sacerdotes jóvenes se han preparado para su futura vocación. A la vez que manifiesto mi aprecio por el trabajo de los miembros de la Congregación del Espíritu Santo, padres y hermanos, deseo encomendar de modo particular al Señor los apostolados que la Congregación fundada por el venerable padre Liberman conserva y desarrolla en todo el mundo, especialmente en África, a partir de su carisma, que no ha perdido nada de su fuerza y de su especificidad. Que el Señor bendiga a la Congregación y sus misiones.

La tarea de formar sacerdotes es una misión delicada. La formación propuesta en el seminario es exigente, pues a la solicitud pastoral de los futuros sacerdotes se encomendará una porción del pueblo de Dios, que Cristo salvó y por el que dio su vida. Conviene que los seminaristas recuerden que si la Iglesia se muestra exigente con ellos es porque deberán cuidar de quienes Cristo adquirió a un precio tan elevado.

Son muchas las aptitudes que se exigen a los futuros sacerdotes: la madurez humana, las cualidades espirituales, el celo apostólico, el rigor intelectual... Para conseguir estas virtudes, los candidatos al sacerdocio no sólo deben poder ser sus testigos entre sus formadores; más aún, deben poder ser los primeros beneficiarios de estas cualidades vividas y dispensadas por quienes tienen la tarea de hacerlos crecer. Es ley de nuestra humanidad y de nuestra fe que, con mucha frecuencia, sólo somos capaces de dar lo que hemos recibido antes de Dios a través de las mediaciones eclesiales y humanas que él ha instituido. Quien recibe la tarea del discernimiento y de la formación debe recordar que la esperanza que tiene para los demás es en primer lugar un deber para sí mismo.

Este paso de testigo coincide con el inicio del Año sacerdotal. Es una gracia para el nuevo grupo de sacerdotes formadores reunidos por la Conferencia episcopal de Francia. Mientras recibe sumisión, se le da, como a toda la Iglesia, la posibilidad de escrutar más profundamente la identidad del sacerdote, misterio de gracia y de misericordia.

Me complace citar aquí al cardenal Suhard, personalidad eminente, el cual dijo a propósito de los ministros de Cristo: «Eterna paradoja del sacerdote. Lleva en sí realidades contrarias. Concilia, al precio de su vida, la fidelidad a Dios y la fidelidad al hombre. Parece pobre y sin fuerza... No cuenta con medios políticos, ni con recursos financieros, ni con la fuerza de las armas, de los que otros se valen para conquistar la tierra. Su fuerza consiste en estar desarmado y en que "todo lo puede en Aquel que lo conforta"» (Ecclesia n. 141, p. 21, diciembre de 1960).

Ojalá que estas palabras, que evocan muy bien la figura del santo cura de Ars, resuenen como una llamada vocacional para numerosos jóvenes cristianos de Francia que desean una vida útil y fecunda para servir al amor de Dios.

El Seminario Francés tiene la particularidad de estar situado en la ciudad de Pedro. Retomando el deseo expresado por Pablo VI (cf. Discurso a los ex alumnos del Seminario Francés, 11 de septiembre de 1968), deseo que durante su estancia en Roma los seminaristas se familiaricen de modo privilegiado con la historia de la Iglesia, descubran la amplitud de su catolicidad y su unidad viva en torno al Sucesor de Pedro, y que así se grabe para siempre en su corazón de pastores el amor de la Iglesia.

Invocando sobre todos vosotros abundantes gracias del Señor por intercesión de la santísima Virgen María, de santa Clara y del beato Pío IX, os imparto de corazón la bendición apostólica a todos vosotros, a vuestras familias, a los ex alumnos que no han podido venir y al personal laico del seminario.



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