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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR
ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 18 de octubre de 2010

 

Señor Embajador:

1. Con sumo agrado le doy la bienvenida a este solemne acto de la presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de El Salvador ante la Santa Sede, y le agradezco los sentimientos de cordialidad que me ha expresado de parte del Gobierno y del amadísimo pueblo salvadoreño. Correspondo complacido a esta delicada atención y le ruego que tenga la bondad de hacer llegar mi deferente saludo al Señor Presidente de la República, Licenciado Mauricio Funes Cartagena, asegurándole que la Sede Apostólica contribuirá a afrontar el camino de diálogo y convivencia pacífica emprendido por las Autoridades de vuestro País, de forma que todo salvadoreño considere el suelo patrio como un auténtico hogar que lo acoge y le ofrece la posibilidad de vivir en él con serenidad. De este modo, el fortalecimiento de la concordia interna incrementará el bien de la Nación y contribuirá a que ésta siga teniendo un puesto de relieve en toda Centroamérica, donde es importante que existan voces que inviten al entendimiento mutuo y a la cooperación generosa, en aras del justo progreso y la estabilidad de la comunidad internacional.

2. Con la dedicación permanente de Vuestra Excelencia a la misión que hoy inicia, las Autoridades de vuestra Patria han querido enaltecer la Representación Diplomática de El Salvador ante la Santa Sede, en consonancia con el mayoritario sentir de vuestros conciudadanos, que profesan profunda veneración y filial devoción al Sucesor de San Pedro. Las dotes personales que adornan a Vuestra Excelencia, vuestra fe, así como vuestra vasta experiencia en variados campos de la docencia, la administración pública y la vida social, son la mejor garantía en vuestra labor de reforzar las fructuosas y fluidas relaciones que vuestro País mantiene con la Santa Sede desde hace tiempo.

3. Estos estrechos lazos que unen al pueblo fiel salvadoreño con la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles manifiestan una tradición nobilísima y es imposible separarlos de la historia y las costumbres de esa bendita tierra, desde los días en que a ella llegaron los hijos de Santo Domingo y San Francisco. La fe católica cayó en ella en fértil surco e inspiró, desde el mismo nombre de esa Nación centroamericana hasta un sinfín de afamados monumentos artísticos, plasmándose también en fecundas iniciativas sanitarias, educativas y asistenciales, así como en las incontables virtudes personales, familiares y sociales que la condición cristiana lleva consigo. Ese patrimonio de valores fermentado con la levadura evangélica es una herencia que los salvadoreños han recibido como timbre de gloria, un caudal de sabiduría que han de nutrir para consolidar recta y ordenadamente el presente, y del que se pueden extraer suficientes energías morales con vistas a proyectar un futuro luminoso.

4. La Iglesia en El Salvador, desde su competencia específica, con independencia y libertad, trata de servir a la promoción del bien común en todas sus dimensiones y al fomento de aquellas condiciones que consientan en los hombres y mujeres el desarrollo integral de sus personas, impregnando para ello el contexto social con la luz que promana de su vocación renovadora en medio del mundo. Evangelizando y dando testimonio de amor a Dios y a todo hombre sin excepción alguna, se convierte en elemento eficaz para la erradicación de la pobreza y en acicate vigoroso para luchar contra la violencia, la impunidad y el narcotráfico, que tantos estragos están causando, sobre todo entre los jóvenes. Al contribuir en la medida de sus posibilidades al cuidado de los enfermos y ancianos, o a la reconstrucción de las regiones devastadas por las catástrofes naturales, quiere seguir el ejemplo de su Divino Fundador, que no le permite permanecer ajena a las aspiraciones y dinamismos del ser humano, ni mirar con indiferencia cuando se debilitan exigencias tan primordiales como la equitativa distribución de la riqueza, la honradez en el desempeño de las funciones públicas o la independencia de los tribunales de justicia. Tampoco deja de sentirse interpelada la comunidad eclesial cuando a muchos falta una vivienda digna o no tienen un empleo que les procure su realización personal y el mantenimiento de sus familias, viéndose obligados a emigrar fuera de la Patria. De igual manera, sería extraño que los discípulos de Cristo fueran neutrales ante la presencia agresiva de las sectas, que aparecen como una fácil y cómoda respuesta religiosa, pero que, en realidad, socavan la cultura y hábitos que, desde hace siglos, han conformado la identidad salvadoreña, oscureciendo también la belleza del mensaje evangélico y resquebrajando la unidad de los fieles en torno a sus Pastores. En cambio, la labor materna de la Iglesia en su afán constante de defender la inviolable dignidad de la vida humana desde su concepción a su ocaso natural —tal como lo proclama también la Constitución del País—, el valor de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, y el derecho de los padres a educar a su prole según sus propias convicciones morales y espirituales, crea un clima en donde el verdadero espíritu religioso se funde con el denuedo por alcanzar metas cada vez más altas de bienestar y progreso, abriendo a la Nación a un dilatado horizonte de esperanzas.

5. Es consolador ver el esfuerzo de vuestro País en la edificación de una sociedad cada vez más armónica y solidaria, avanzando por la senda despejada de aquellos Acuerdos que se firmaron en 1992, y que dieron por concluida la larga lucha intestina que vivió El Salvador, tierra de ingentes riquezas naturales que hablan con elocuencia de Dios y que hay que conservar y proteger encarecidamente para legarlas en toda su lozanía a las nuevas generaciones. Gran alegría hallará el pueblo salvadoreño, de espíritu sacrificado y laborioso, si el proceso de paz se ve cotidianamente confirmado y se potencian las decisiones tendentes a favorecer la seguridad ciudadana. A este respecto, pido al Omnipotente con ferviente confianza que a vuestros compatriotas se les brinde la ayuda que sea menester para renunciar definitivamente a cuanto provoca enfrentamientos, reemplazando las enemistades por la mutua comprensión y por la salvaguarda de la incolumidad de las personas y sus haberes. Para lograr estos bienes, es preciso que se convenzan de que la violencia nada consigue y todo empeora, pues es una vía sin salida, un mal detestable e inadmisible, una fascinación que embauca a la persona y la llena de indignidad. La paz, por el contrario, es el anhelo que tiene todo hombre que se precie de este nombre. Como don del Divino Salvador, es también una tarea a la que todos han de cooperar sin vacilación, encontrando para ello en el Estado un firme valedor a través de disposiciones jurídicas, económicas y sociales pertinentes, así como de unas adecuadas Fuerzas y Cuerpos de Policía y Seguridad, que velen en el marco de la legalidad por el bienestar de la población. En este camino de superación, hallarán siempre la mano tendida de los hijos de la Iglesia, a los que exhorto vivamente, para que, con su testimonio de discípulos y misioneros de Cristo, se identifiquen cada día más con Él y le supliquen que haga de todo salvadoreño un artífice de reconciliación.

6. A Nuestra Señora de la Paz, celestial Patrona de El Salvador, encomiendo las preocupaciones y desafíos de orden personal, familiar y público de vuestros connacionales. Que Ella también os asista y custodie, Señor Embajador, en la alta responsabilidad que ahora comenzáis y en la que siempre contaréis con la diligente solicitud de mis colaboradores. A la vez que invoco su materno amparo sobre Vuestra Excelencia, su egregia familia y el personal de esa Misión Diplomática, imploro copiosas bendiciones del Todopoderoso para la República de El Salvador.


*L'Osservatore Romano 18/19.10.2010 p.3.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 44, p. 3, 4.



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