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VISITA PASTORAL AL CENTRO PENITENCIARIO ROMANO DE REBIBBIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 18 de diciembre de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría y emoción estoy esta mañana en medio de vosotros, para una visita que tiene lugar a pocos días de la celebración de la Navidad del Señor. Dirijo un cordial saludo a todos, en especial a la ministra de Justicia, Paola Severino, y a los capellanes, a los que agradezco las palabras de bienvenida que me han dirigido también en vuestro nombre. Saludo al doctor Carmelo Cantone, director del centro penitenciario y a los colaboradores, a la policía penitenciaria y a los voluntarios que se prodigan en las actividades de esta institución. Y os saludo de modo especial a todos vosotros, detenidos, manifestándoos mi cercanía.

«Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 36). Estas son las palabras del juicio final, contado por el evangelista san Mateo, y estas palabras del Señor, en las que él se identifica con los detenidos, expresan en plenitud el sentido de mi visita de hoy entre vosotros. Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un preso, allí está Cristo mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es la razón principal por la que me siento feliz de estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar. La Iglesia siempre ha incluido entre las obras de misericordia corporal la visita a los presos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2447). Y esta, para ser completa, exige una plena capacidad de acogida del detenido, «dándole espacio en el propio tiempo, en la propia casa, en las propias amistades, en las propias leyes, en las propias ciudades» (cf. Conferencia episcopal italiana, Evangelización y testimonio de la caridad, 39). De hecho, quisiera poder ponerme a la escucha de la historia personal de cada uno, pero, lamentablemente, no es posible; sin embargo, he venido a deciros sencillamente que Dios os ama con un amor infinito, y sois siempre hijos de Dios. Y el mismo Hijo unigénito de Dios, el Señor Jesús, experimentó la cárcel, fue sometido a un juicio ante un tribunal y sufrió la más feroz condena a la pena capital.

Con motivo de mi reciente viaje apostólico a Benín, el pasado mes de noviembre, firmé una exhortación apostólica postsinodal en la que reiteré la atención de la Iglesia a la justicia en los Estados, escribiendo: «Por tanto, hay una necesidad urgente de establecer sistemas independientes judiciales y penitenciarios, con el fin de restaurar la justicia y rehabilitar a los culpables. Se han de desterrar también los casos de errores judiciales y los malos tratos a los reclusos, así como las numerosas ocasiones en que no se aplica la ley, lo que comporta una violación de los derechos humanos, y también los encarcelamientos que sólo muy tarde, o nunca, terminan en un proceso. La Iglesia reconoce su misión profética respecto a todos los afectados por la delincuencia, así como la necesidad que tienen de reconciliación, justicia y paz. Los reclusos son seres humanos que merecen, no obstante su crimen, ser tratados con respeto y dignidad. Necesitan nuestra atención» (n. 83).

Queridos hermanos y hermanas, la justicia humana y la divina son muy diferentes. Ciertamente, los hombres no pueden aplicar la justicia divina, pero al menos deben apuntar a ella, tratar de captar el espíritu profundo que la anima, para que ilumine también la justicia humana, para evitar —como lamentablemente sucede no pocas veces— que el detenido se convierta en un excluido. Dios, en efecto, es Aquel que proclama la justicia con fuerza, pero que, al mismo tiempo, cura las heridas con el bálsamo de la misericordia.

La parábola del Evangelio de san Mateo (20, 1-16) sobre los trabajadores llamados a jornal a la viña nos da a entender en qué consiste esta diferencia entre la justicia humana y la divina, porque hace explícita la delicada relación entre justicia y misericordia. La parábola describe a un agricultor que asume trabajadores en su viña. Lo hace, sin embargo, en diversas horas del día, de manera que alguno trabaja todo el día y algún otro sólo una hora. En el momento del pago del salario, el amo suscita estupor y provoca una discusión entre los jornaleros. La cuestión tiene que ver con la generosidad —considerada por los presentes como injusticia— del amo de la viña, el cual decide dar la misma paga tanto a los trabajadores de la mañana como a los últimos de la tarde. Desde el punto de vista humano, esta decisión es una auténtica injusticia, pero desde el punto de vista de Dios es un acto de bondad, porque la justicia divina da cada uno lo suyo y, además, incluye la misericordia y el perdón.

Justicia y misericordia, justicia y caridad, ejes de la doctrina social de la Iglesia, son dos realidades diferentes sólo para nosotros los hombres, que distinguimos atentamente un acto justo de un acto de amor. Justo, para nosotros, es «lo que se debe al otro», mientras que misericordioso es lo que se dona por bondad. Y una cosa parece excluir a la otra. Pero para Dios no es así: en él justicia y caridad coinciden; no hay acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa.

¡Qué lejana está la lógica de Dios de la nuestra! ¡Y qué diferente es nuestro modo de actuar del suyo! El Señor nos invita a captar y observar el verdadero espíritu de la ley, para darle pleno cumplimiento en el amor hacia los necesitados. «La plenitud de la ley es el amor», escribe san Pablo (Rm 13, 1o): nuestra justicia será tanto más perfecta cuanto más esté animada por el amor a Dios y a los hermanos.

Queridos amigos, el sistema de detención gira en torno a dos criterios, ambos importantes: por un lado, tutelar a la sociedad de eventuales amenazas; por otro, reintegrar a quien ha cometido un error sin pisotear su dignidad y sin excluirlo de la vida social. Ambos aspectos tienen su relevancia y pretenden no crear aquel «abismo» entre la realidad carcelaria real y la pensada por la ley, que prevé como elemento fundamental la función reeducadora de la pena y el respeto de los derechos y de la dignidad de las personas. La vida humana pertenece sólo a Dios, que nos la ha regalado, y no está abandonada a merced de nadie, ¡ni siquiera a merced de nuestro libre albedrío! Estamos llamados a custodiar la perla preciosa de nuestra vida y de la de los demás.

Sé que la superpoblación y la degradación de las cárceles pueden hacer todavía más amarga la detención: me han llegado varias cartas de detenidos que lo subrayan. Es importante que las instituciones promuevan un atento análisis de la situación penitenciaria hoy, verifiquen las estructuras, los medios, el personal, de modo que los detenidos no paguen nunca una «doble pena»; y es importante promover un desarrollo del sistema penitenciario, que, aun en el respeto de la justicia, sea cada vez más adecuado a las exigencias de la persona humana, con el recurso también a las penas sin internamiento o a modalidades diversas de detención.

Queridos amigos, hoy es el cuarto domingo de Adviento. Que la Navidad del Señor, ya cercana, encienda nuevamente la esperanza y el amor en vuestro corazón. El nacimiento del Señor Jesús, que conmemoraremos dentro de pocos días, nos recuerda su misión de traer la salvación a todos los hombres, sin excluir a nadie. Su salvación no se impone, sino que nos llega a través de los actos de amor, de misericordia y de perdón que nosotros mismos sabemos realizar. El Niño de Belén será feliz cuando todos los hombres vuelvan a Dios con corazón renovado. Pidámosle en el silencio y en la oración que nos libere a todos de la cárcel del pecado, de la soberbia y del orgullo, pues cada uno necesita salir de esta cárcel interior para ser verdaderamente libre del mal, de las angustias y de la muerte. ¡Sólo el Niño recostado en el pesebre es capaz de donar a todos esta liberación plena!

Quiero terminar diciéndoos que la Iglesia sostiene y anima cualquier esfuerzo dirigido a garantizar a todos una vida digna. Tened la seguridad de mi cercanía a cada uno de vosotros, a vuestras familias, a vuestros niños, a vuestros jóvenes, a vuestros ancianos, y os llevo a todos en el corazón delante de Dios. ¡El Señor os bendiga a vosotros y vuestro futuro!



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