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VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

LECTIO DIVINA
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla del Seminario
Viernes 4 de marzo de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

Me siento muy feliz de estar, al menos una vez al año, aquí, con mis seminaristas, con los jóvenes que están en camino hacia el sacerdocio y serán el futuro presbiterio de Roma. Me siento feliz de que esto suceda cada año en el día de la Virgen de la Confianza, de la Madre que nos acompaña con su amor día tras día y nos da la confianza de caminar hacia Cristo.

«En la unidad del Espíritu» es el tema que guía vuestras reflexiones durante este año de formación. Es una expresión que se encuentra precisamente en el pasaje que nos han propuesto de la Carta a los Efesios, donde san Pablo exhorta a los miembros de esa comunidad a «conservar la unidad del espíritu» (4, 3). Este texto abre la segunda parte de la Carta a los Efesios, la denominada parte parenética, exhortativa, y comienza con la palabra παρακαλω «os exhorto». Pero la misma raíz se encuentra en el término Παράκλιτος. Así pues, es una exhortación en la luz, en la fuerza del Espíritu Santo. La exhortación del Apóstol se basa en el misterio de salvación, que había presentado en los primeros tres capítulos. De hecho, nuestro pasaje comienza con la palabra «Así pues»: «Así pues, yo... os exhorto» (v. 1). El comportamiento de los cristianos es la consecuencia del don, la realización de lo que se nos da cada día. Y, sin embargo, aunque es sencillamente realización del don que se nos ha otorgado, no se trata de un efecto automático, porque con Dios siempre estamos en la realidad de la libertad y, por eso —dado que la respuesta es libertad, lo es también la realización del don— el Apóstol debe recordarlo, no puede darlo por descontado. Como sabemos, el Bautismo no produce automáticamente una vida coherente: esta es fruto de la voluntad y del esfuerzo perseverante por colaborar con el don, con la Gracia recibida. Y este esfuerzo cuesta, hay que pagar un precio personalmente. Tal vez por eso san Pablo precisamente aquí hace referencia a su condición actual: «Así pues, yo, prisionero por el Señor, os exhorto» (ib.). Seguir a Cristo significa compartir su pasión, su cruz, seguirlo hasta el fondo, y esta participación en la suerte del Maestro une profundamente a él y refuerza la autoridad de la exhortación del Apóstol.

Entramos ahora en el tema central de nuestra meditación, al encontrar una palabra que nos impresiona de modo especial: la palabra «llamada», «vocación». San Pablo escribe: «comportaos como pide la llamada —de la κλήσις— que habéis recibido» (ib.). Y poco después la repetirá al afirmar que «una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación» (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común de todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser de Cristo y a vivir en él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra se halla inscrita una experiencia, en ella resuena el eco de la experiencia de los primeros discípulos, que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús pasó por la orilla del lago de Galilea y llamó a Simón y Andrés, luego a Santiago y Juan (cf. Mc 1, 16-20). Y antes aún, junto al río Jordán, después del bautismo, cuando, dándose cuenta de que Andrés y el otro discípulo lo seguían, les dijo: «Venid y veréis» (Jn 1, 39). La vida cristiana comienza con una llamada y es siempre una respuesta, hasta el final. Eso es así, tanto en la dimensión del creer como en la del obrar: tanto la fe como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de la vocación.

He hablado de la llamada de los primeros Apóstoles, pero con la palabra «llamada» pensamos sobre todo en la Madre de todas las llamadas, en María santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese episodio evangélico particular, por más fundamental que sea: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser; y, al mismo tiempo, habla de la Iglesia, de su esencia de siempre, al igual que de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.

Al llegar a este punto, debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros; cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por nombre, personalmente. Cada uno de nosotros ha recibido una llamada personal. Creo que debemos meditar muchas veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama a mí, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, como esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería impulsarnos a estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada a mí, a fin de responder, a fin de realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado a mí.

En este texto, además, san Pablo nos indica algunos elementos concretos de esta respuesta con cuatro palabras: «humildad», «mansedumbre», «magnanimidad» y «sobrellevándoos mutuamente con amor». Tal vez podemos meditar brevemente estas palabras, en las que se expresa el camino cristiano. Al final volveremos una vez más sobre esto.

«Humildad»: la palabra griega es ταπεινοφροσυνης. Se trata de la misma palabra que san Pablo usa en la Carta a los Filipenses cuando habla del Señor, que era Dios y se humilló, se hizo ταπεινος, se rebajó hasta hacerse criatura, hasta hacerse hombre, hasta la obediencia de la cruz (cf. Flp 2, 7-8). Humildad, por consiguiente, no es una palabra cualquiera, una modestia cualquiera, algo..., sino una palabra cristológica. Imitar a Dios que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, muere por mí. Esta es la humildad que es preciso aprender, la humildad de Dios. Quiere decir que debemos vernos siempre a la luz de Dios; así, al mismo tiempo, podemos conocer la grandeza de que somos personas amadas por Dios, pero también nuestra pequeñez, nuestra pobreza, y así comportarnos como debemos, no como amos, sino como siervos. Como dice san Pablo: «No porque seamos señores de vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría» (2 Co 1, 24). Ser sacerdote, mucho más que ser cristiano, implica esta humildad.

«Mansedumbre». El texto griego utiliza aquí la palabra πραΰτης, la misma palabra que aparece en las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4). Y en el Libro de los Números, el cuarto libro de Moisés, encontramos la afirmación según la cual Moisés era el hombre más manso del mundo (cf. 12, 3); y, en este sentido, era una prefiguración de Cristo, de Jesús, que dice de sí mismo: «Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Así pues, también la palabra «manso», «mansedumbre», es una palabra cristológica e implica de nuevo este imitar a Cristo. Dado que en el Bautismo hemos sido configurados con Cristo, también debemos configurarnos con Cristo, encontrar este espíritu de ser mansos, sin violencia, de convencer con el amor y con la bondad.

«Magnanimidad», μακροθυμία, quiere decir generosidad de corazón, no ser minimalistas que dan sólo lo estrictamente necesario: démonos a nosotros mismos con todo lo que podamos, y crezcamos también nosotros en magnanimidad.

«Sobrellevándoos con amor». Es una tarea de cada día sobrellevarse unos a otros en su alteridad y, precisamente sobrellevándonos con humildad, aprender el verdadero amor.

Ahora demos un paso más. Después de la palabra «llamada» sigue la dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en comunidad, es una llamada eclesial. Dios nos llama en una comunidad. Es verdad que en este pasaje que estamos meditando no aparece la palabra εκκλησία, la palabra «Iglesia», pero sí está muy presente la realidad. San Pablo habla de un Espíritu y un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos une como un único cuerpo. Y luego habla de la unidad, habla de la cadena del ser, del vínculo de la paz. Con esta palabra alude a la palabra «prisionero» del comienzo. Siempre es la misma palabra: «yo estoy en cadenas», «me hallo en cadenas», pero detrás de ella está la gran cadena invisible, liberadora, del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz que es la Iglesia; es el gran vínculo que nos une con Cristo. Tal vez también debemos meditar personalmente en este punto: estamos llamados personalmente, pero estamos llamados en un cuerpo. Y este cuerpo no es algo abstracto, sino muy real.

En este momento, el seminario es el cuerpo en el que se realiza concretamente el estar en un camino común. Luego será la parroquia: aceptar, soportar, animar toda la parroquia, a las personas, tanto a las simpáticas como a las menos simpáticas, insertarse en este cuerpo. Cuerpo: la Iglesia es cuerpo; por tanto, tiene estructuras, también tiene realmente un derecho y a veces no resulta fácil insertarse. Ciertamente, queremos la relación personal con Dios, pero a menudo el cuerpo no nos agrada. Sin embargo, precisamente así estamos en comunión con Cristo: aceptando esta corporeidad de su Iglesia, del Espíritu, que se encarna en el cuerpo.

Por otra parte, con frecuencia sentimos el problema, la dificultad de esta comunidad, comenzando por la comunidad concreta del seminario hasta la gran comunidad de la Iglesia, con sus instituciones. También debemos tener presente que es muy grato estar en compañía, caminar en una gran compañía de todos los siglos, tener amigos en el cielo y en la tierra, y sentir la belleza de este cuerpo, ser felices porque el Señor nos ha llamado en un cuerpo y nos ha dado amigos en todas las partes del mundo.

He dicho que aquí no aparece la palabra εκκλησία, pero sí aparecen la palabra «cuerpo», la palabra «espíritu», la palabra «vínculo»; y en este breve pasaje se repite siete veces la palabra «uno». Así, percibimos lo mucho que importa al Apóstol la unidad de la Iglesia. Y acaba con una «escala de unidad», hasta la Unidad: uno es Dios, el Dios de todos. Dios es uno, y la unicidad de Dios se manifiesta en nuestra comunión, porque Dios es el Padre, el Creador de todos nosotros y, por eso, todos somos hermanos, todos somos un cuerpo, y la unidad de Dios es la condición, es la creación también de la fraternidad humana, de la paz. Así pues, meditemos también este misterio de la unidad y la importancia de buscar siempre la unidad en la comunión del único Cristo, del único Dios.

Ahora podemos dar un nuevo paso. Si nos preguntamos cuál es el sentido profundo de este uso de la palabra «llamada», vemos que es una de las dos puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta ahora hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero se nos presenta también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada del Padre que se realiza en el Espíritu Santo.

La vocación cristiana no puede menos de tener una forma trinitaria, tanto a nivel de cada persona como a nivel de comunidad eclesial. Todo el misterio de la Iglesia está animado por el dinamismo del Espíritu Santo, que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe y con la acción (cf. Gn 12, 1-3); hasta el «Heme aquí» de María, reflejo perfecto del «Heme aquí» del Hijo de Dios en el momento en que acoge la llamada del Padre a venir al mundo (cf. Hb 10, 5-7). Así, en el «corazón» de la Iglesia —como diría santa Teresa del Niño Jesús— la llamada de cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús, con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la comunión consigo y, por esto, nos quiere dar su Espíritu Santo; y precisamente gracias al Espíritu podemos responder a Jesús y al Padre de modo auténtico, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu Santo la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa vital.

Y, finalmente, el último pasaje. La forma de la unidad según el Espíritu requiere, como he dicho, la imitación de Jesús, la configuración con él en sus comportamientos concretos. Como hemos meditado, el Apóstol escribe: «Con toda humildad, mansedumbre y magnanimidad, sobrellevándoos mutuamente con amor», y añade que la unidad del espíritu se debe conservar «con el vínculo de la paz» (Ef 4, 2-3).

La unidad de la Iglesia no deriva de un «molde» impuesto desde el exterior, sino que es fruto de una concordia, de un compromiso común de comportarse como Jesús, con la fuerza de su Espíritu. San Juan Crisóstomo tiene un comentario muy bello de este pasaje. Comentando la imagen del «vínculo», el «vínculo de la paz», el Crisóstomo dice: «Es bello este vínculo, con el que nos unimos tanto unos con otros como con Dios. No es una cadena que hiere. No produce calambres en las manos, las deja libres, les da amplio espacio y una valentía mayor» (Homilías sobre la carta a los Efesios 9, 4, 1-3). Aquí encontramos la paradoja evangélica: el amor cristiano es un vínculo, como hemos dicho, pero un vínculo que libera. La imagen del vínculo, como os he dicho, nos remite a la situación de san Pablo, que es «prisionero», está «en vínculo». El Apóstol está en cadenas por causa del Señor; como Jesús mismo, se hizo esclavo para liberarnos. Para conservar la unidad del espíritu es necesario que nuestro comportamiento esté marcado por la humildad, la mansedumbre y la magnanimidad que Jesús testimonió en su pasión; es necesario tener las manos y el corazón unidos por el vínculo de amor que él mismo aceptó por nosotros, haciéndose nuestro siervo. Este es el «vínculo de la paz». En el mismo comentario dice también san Juan Crisóstomo: «Uníos a vuestros hermanos. Los que están así unidos en el amor lo soportan todo con facilidad... Así quiere él que estemos unidos los unos a los otros, no sólo para estar en paz, no sólo para ser amigos, sino para ser todos uno, una sola alma» (ib.).

El texto paulino del que hemos meditado algunos elementos es muy rico. Sólo he podido ofreceros algunas consideraciones, que encomiendo a vuestra meditación. Pidamos a la Virgen María, la Virgen de la Confianza, que nos ayude a caminar con alegría en la unidad del Espíritu. Gracias.



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