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SANTO ROSARIO CON LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA
Y CONSAGRACIÓN DE ITALIA A LA VIRGEN MARÍA
CON OCASIÓN DEL 150° ANIVERSARIO DE LA UNIDAD POLÍTICA DEL PAÍS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Santa María la Mayor
Jueves 26 de mayo de 2011

 

Venerados y queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Os habéis reunido en esta espléndida basílica —lugar en el que espiritualidad y arte se funden en una unión secular— para compartir un intenso momento de oración, con el cual encomendar a la protección materna de María, Mater unitatis, a todo el pueblo italiano, ciento cincuenta años después de la unidad política del país. Es significativo que esta iniciativa haya sido preparada por análogos encuentros en las diócesis: también de esta forma expresáis la solicitud de la Iglesia por estar cercana al destino de esta amada nación. Por nuestra parte, nos sentimos en comunión con cada comunidad, incluso con la más pequeña, en la que permanece viva la tradición que dedica el mes de mayo a la devoción mariana. Esta tradición se manifiesta en muchos signos: santuarios, capillas, obras de arte y, sobre todo, en la oración del santo rosario, con el que el pueblo de Dios da gracias por el bien que incesantemente recibe del Señor a través de la intercesión de María santísima, y le suplica por sus múltiples necesidades. La oración —que tiene su cumbre en la liturgia, cuya forma está custodiada por la tradición viva de la Iglesia— siempre es un dejar espacio a Dios: su acción nos hace partícipes de la historia de la salvación. Esta tarde, en particular, en la escuela de María hemos sido invitados a compartir los pasos de Jesús: a bajar con él al río Jordán, para que el Espíritu confirme en nosotros la gracia del Bautismo; a sentarnos en el banquete de Caná, para recibir de él el «vino bueno» de la fiesta; a entrar en la sinagoga de Nazaret, como pobres a los cuales se dirige el alegre mensaje del reino de Dios; también a subir al monte Tabor, para vivir la cruz a la luz pascual; y, por último, a participar en el Cenáculo en el nuevo y eterno sacrificio que, anticipando los cielos nuevos y la tierra nueva, regenera toda la creación.

Esta basílica es la primera en Occidente dedicada a la Virgen Madre de Dios. Al entrar en ella, mi pensamiento volvió al primer día del año 2000, cuando el beato Juan Pablo II abrió su Puerta santa, encomendando el Año jubilar a María, para que velara sobre el camino de cuantos se reconocían peregrinos de gracia y de misericordia. Nosotros mismos hoy no dudamos en sentirnos tales, deseosos de cruzar el umbral de esa «Puerta» santísima que es Cristo y queremos pedir a la Virgen María que sostenga nuestro camino e interceda por nosotros. En cuanto Hijo de Dios, Cristo es forma del hombre: es su verdad más profunda, la savia que fecunda una historia de otro modo irremediablemente comprometida. La oración nos ayuda a reconocer en él el centro de nuestra vida, a permanecer en su presencia, a conformar nuestra voluntad a la suya, a hacer «lo que él nos diga» (Jn 2, 5), seguros de su fidelidad. Esta es la tarea esencial de la Iglesia, coronada por él como esposa mística, como la contemplamos en el esplendor del ábside. María constituye su modelo: es la que nos brinda el espejo, en el que se nos invita a reconocer nuestra identidad. Su vida es un llamamiento a reconducir lo que somos a la escucha y a la acogida de la Palabra, llegando en la fe a proclamar la grandeza del Señor, ante el cual nuestra única posible grandeza es la que se expresa en la obediencia filial: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). María se fio; es «bendita» (cf. Lc 1, 42) por haber creído (cf. Lc 1, 45); hasta tal punto se revistió de Cristo que entró en el «séptimo día», participando en el descanso de Dios. Las disposiciones de su corazón —la escucha, la acogida, la humildad, la fidelidad, la alabanza y la espera— corresponden a las actitudes interiores y a los gestos que plasman la vida cristiana. De ellos se alimenta la Iglesia, consciente de que expresan lo que Dios espera de ella.

Sobre el bronce de la Puerta santa de esta basílica está grabada la representación del concilio de Éfeso. El edificio mismo, que en su núcleo originario se remonta al siglo v, está vinculado a esa asamblea ecuménica, celebrada en el año 431. En Éfeso la Iglesia unida defendió y confirmó para María el título de Theotókos, Madre de Dios: título de contenido cristológico, que remite al misterio de la Encarnación y expresa en el Hijo la unidad de la naturaleza humana con la divina. Por lo demás, son la persona y la vida de Jesús de Nazaret las que iluminan el Antiguo Testamento y el rostro mismo de María. En ella se capta claramente el designio unitario que entrelaza a los dos Testamentos. En su vida personal está la síntesis de la historia de todo un pueblo, que pone a la Iglesia en continuidad con el antiguo Israel. Dentro de esta perspectiva hallan sentido las distintas historias, comenzando por las de las grandes mujeres de la Antigua Alianza, en cuya vida se representa un pueblo humillado, derrotado y deportado. Sin embargo, también son las mismas que personifican su esperanza; son el «resto santo», signo de que el proyecto de Dios no es una idea abstracta, sino que encuentra correspondencia en una respuesta pura, en una libertad que se entrega sin reservarse nada, en un sí que es acogida plena y don perfecto. María es su expresión más alta. Sobre ella, virgen, desciende el poder creador del Espíritu Santo, el mismo que «en el principio» aleteaba sobre el abismo informe (cf. Gn 1, 2) y gracias al cual Dios llamó al ser de la nada; el Espíritu que fecunda y plasma la creación. Abriéndose a su acción, María engendra al Hijo, presencia del Dios que viene a habitar la historia y la abre a un comienzo nuevo y definitivo, que permite a cada hombre renacer de lo alto, vivir en la voluntad de Dios y, por tanto, realizarse plenamente.

La fe, de hecho, no es alienación: son otras las experiencias que contaminan la dignidad del hombre y la calidad de la convivencia social. En cada época histórica el encuentro con la palabra siempre nueva del Evangelio ha sido manantial de civilización, ha construido puentes entre los pueblos y ha enriquecido el tejido de nuestras ciudades, expresándose en la cultura, en las artes, así como en las mil formas de la caridad. Con razón Italia, celebrando los ciento cincuenta años de su unidad política, puede estar orgullosa de la presencia y de la acción de la Iglesia. La Iglesia no busca privilegios ni pretende asumir las responsabilidades que corresponden a las instituciones políticas; respetando la legítima laicidad del Estado, está atenta a sostener los derechos fundamentales del hombre. Entre estos están ante todo las instancias éticas y por tanto la apertura a la trascendencia, que constituyen valores previos a cualquier jurisdicción estatal, en cuanto que están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. En esta perspectiva, la Iglesia —con la fuerza de una reflexión colegial y de la experiencia directa sobre el terreno— sigue dando su propia contribución a la construcción del bien común, recordando a cada uno su deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de sostener de forma efectiva a la familia; esta, de hecho, sigue siendo la primera realidad en la que pueden crecer personas libres y responsables, formadas en los valores profundos que abren a la fraternidad y que permiten afrontar también las adversidades de la vida. Entre estas se encuentra hoy la dificultad para acceder a un empleo pleno y digno: me uno, por ello, a cuantos piden a la política y al mundo empresarial que realicen todos los esfuerzos necesarios para superar la generalizada precariedad laboral, que en los jóvenes pone en peligro la serenidad de un proyecto de vida familiar, con grave daño para un desarrollo auténtico y armonioso de la sociedad.

Queridos hermanos en el episcopado, con ocasión del aniversario del acontecimiento fundacional del Estado unitario puntualmente habéis recordado las teselas de una memoria compartida, y con sensibilidad habéis señalado los elementos de una perspectiva futura. No dudéis en estimular a los fieles laicos a vencer todo espíritu de cerrazón, distracción e indiferencia, y a participar en primera persona en la vida pública. Animad las iniciativas de formación inspiradas en la doctrina social de la Iglesia, para que quienes están llamados a responsabilidades políticas y administrativas no caigan en la tentación de explotar su posición por intereses personales o por sed de poder. Apoyad la vasta red de agregaciones y de asociaciones que promueven obras de carácter cultural, social y caritativo. Renovad las ocasiones de encuentro, en el signo de la reciprocidad, entre el Norte y el Sur. Ayudad al Norte a recuperar las motivaciones originarias de aquel vasto movimiento cooperativista de inspiración cristiana que fue animador de una cultura de la solidaridad y del desarrollo económico. Asimismo, invitad al Sur a poner en circulación, en beneficio de todos, los recursos y las cualidades de que dispone y los rasgos de acogida y hospitalidad que lo caracterizan. Seguid cultivando un espíritu de colaboración sincera y leal con el Estado, sabiendo que esa relación es beneficiosa tanto para la Iglesia como para todo el país. Que vuestra palabra y vuestra acción sean de ánimo y de impulso para cuantos están llamados a gestionar la complejidad que caracteriza al tiempo presente. En una época en la que se presenta cada vez con más fuerza la exigencia de sólidas referencias espirituales, sabed plantear a todos lo que es peculiar de la experiencia cristiana: la victoria de Dios sobre el mal y sobre la muerte, como horizonte que arroja una luz de esperanza sobre el presente. Asumiendo la educación como hilo conductor del compromiso pastoral de esta década, habéis querido expresar la certeza de que la existencia cristiana —la vida buena del Evangelio— es precisamente la demostración de una vida realizada. Sobre este camino aseguráis un servicio no sólo religioso o eclesial, sino también social, contribuyendo a construir la ciudad del hombre. Por tanto, ¡ánimo! A pesar de todas las dificultades, «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37), para Aquel que sigue haciendo «maravillas» (Lc 1, 49) a través de cuantos, como María, saben entregarse a él con disponibilidad incondicional.

Bajo la protección de la Mater unitatis ponemos a todo el pueblo italiano, para que el Señor le conceda los dones inestimables de la paz y de la fraternidad y, por tanto, del desarrollo solidario. Que ella ayude a las fuerzas políticas a vivir también el aniversario de la Unidad como ocasión para reforzar el vínculo nacional y superar toda contraposición perjudicial: que las diversas y legítimas sensibilidades, experiencias y perspectivas se recompongan en un marco más amplio para buscar juntos lo que verdaderamente contribuye al bien del país. Que el ejemplo de María abra el camino a una sociedad más justa, madura y responsable, capaz de redescubrir los valores profundos del corazón humano. Que la Madre de Dios aliente a los jóvenes, sostenga a las familias, conforte a los enfermos, implore sobre cada uno una renovada efusión del Espíritu, ayudándonos a reconocer y a seguir también en este tiempo al Señor, que es el verdadero bien de la vida, porque es la vida misma.

De corazón os bendigo a vosotros y a vuestras comunidades.



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