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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXXII CONGRESO INTERNACIONAL
DE MEDICINA DEL DEPORTE


Sala de los Suizos del palacio pontificio de Castelgandolfo
Jueves, 27 de septiembre de 2012

 

Distinguidos huéspedes,
queridos amigos:

Me alegra recibiros en Castelgandolfo a vosotros, representantes del trigésimo segundo Congreso mundial de medicina del deporte, mientras, por primera vez en vuestra historia, celebráis vuestro encuentro bienal en Roma. También deseo agradecer al doctor Maurizio Casasco las amables palabras expresadas en vuestro nombre.

En esta ocasión me ha parecido oportuno proponeros algunas reflexiones sobre el cuidado de los atletas y de cuantos participan en el deporte. He sabido que vosotros, presentes aquí en el congreso, provenís de ciento diecisiete países de los cinco continentes, y vuestra diversidad es un signo importante de la presencia de lo atlético en las culturas, en las regiones y en las diversas circunstancias. También es una importante indicación de la capacidad que tienen el deporte y los esfuerzos atléticos de unir a las personas y a los pueblos en la búsqueda común de una pacífica excelencia competitiva. Los recientes juegos olímpicos y paralímpicos en Londres lo demostraron claramente. El interés universal y la importancia de lo atlético y de la medicina del deporte también se ven justamente reflejados en el tema de vuestro congreso de este año, que trata sobre las implicaciones a nivel mundial de vuestro trabajo y de su aptitud para inspirar a muchas personas en todo el mundo.

Como el doctor Casasco ha destacado exactamente en su discurso, vosotros, como médicos especialistas, reconocéis que el punto de partida de todo vuestro trabajo es cada atleta al que servís. Del mismo modo que el deporte es algo más que una simple competición; cada deportista, hombre o mujer, es más que un mero competidor: posee una capacidad moral y espiritual que el deporte y la medicina del deporte deben enriquecer y profundizar. Pero a veces el éxito, la fama, las medallas y la búsqueda de dinero se convierten en la principal o, incluso, en la única motivación de los participantes.

De vez en cuando ha sucedido que la victoria a toda costa ha prevalecido sobre el verdadero espíritu deportivo y ha llevado al abuso y al uso equivocado de los medios de que dispone la medicina moderna.

Vosotros, como expertos en medicina del deporte, sois conscientes de tal tentación, y sé que estáis examinando esta importante cuestión en vuestro congreso. Lo hacéis porque también vosotros sabéis con certeza que las personas a las que cuidáis son individuos únicos y capacitados, prescindiendo de las capacidades atléticas, y que están llamados a la perfección moral y espiritual antes que a cualquier resultado físico. De hecho, en su primera carta a los Corintios, san Pablo observa que la excelencia espiritual y la excelencia atlética están estrechamente unidas, y exhorta a los creyentes a entrenarse en la vida espiritual. «Pero un atleta —dice— se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita» (1 Co 9, 25). Por eso, queridos amigos, os exhorto a seguir teniendo presente la dignidad de aquellos a quienes asistís con vuestro trabajo médico profesional. De tal modo, seréis agentes no sólo de curación física y de excelencia atlética, sino también de regeneración moral, espiritual y cultural.

Así como el Señor mismo se encarnó y se hizo hombre, así también toda persona humana está llamada a reflejar perfectamente la imagen y la semejanza de Dios. Por tanto, rezo por vosotros y por aquellos que se benefician de vuestro trabajo, para que vuestro compromiso lleve a apreciar cada vez más profundamente la belleza, el misterio y las aptitudes de toda persona humana, atléticas o de otro tipo, físicamente hábil o con discapacidad. Ojalá que vuestra profesionalidad, vuestro consejo y vuestra amistad beneficien a todos aquellos a quienes estáis llamados a servir. Con estas reflexiones, invoco sobre vosotros y sobre todas las personas a las que servís abundantes bendiciones de Dios. Gracias.



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