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PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
II domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, 24 de abri de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, último día de la Octava de Pascua, el Evangelio nos relata la primera y segunda aparición del Resucitado a los discípulos. Jesús viene en Pascua, mientras los Apóstoles están encerrados en el cenáculo, por miedo, pero como Tomás, uno de los Doce, no está presente, vuelve ocho días después (cf. Jn 20,19-29). Centrémonos en los dos protagonistas, Tomás y Jesús, mirando primero al discípulo y luego al Maestro. Es un bonito diálogo el que tienen estos dos.

En primer lugar, el apóstol Tomás representa a todos nosotros, que no estábamos presentes en el cenáculo cuando el Señor se apareció y no hemos tenido otras señales o apariciones físicas de Él. También a nosotros, como aquel discípulo, a veces nos resulta difícil: ¿cómo podemos creer que Jesús ha resucitado, que nos acompaña y es el Señor de nuestras vidas sin haberlo visto, sin haberlo tocado? ¿Cómo podemos creer esto? ¿Por qué el Señor no nos da algún signo más evidente de su presencia y de su amor? Alguna señal que yo pueda ver mejor… Pues bien, nosotros también somos como Tomás, con las mismas dudas, los mismos razonamientos.

Pero no debemos avergonzarnos de esto. Al contarnos la historia de Tomás, el Evangelio nos dice que el Señor no busca cristianos perfectos. El Señor no busca cristianos perfectos. Yo les digo: tengo miedo cuando veo a algún cristiano, a alguna asociación de cristianos que se creen perfectos. El Señor no busca cristianos perfectos; el Señor no busca cristianos que nunca duden y siempre hagan alarde de una fe segura. Cuando un cristiano es así, hay algo que no funciona.

No, la aventura de la fe, como para Tomás, está hecha de luces y sombras. Si no, ¿qué tipo de fe sería? Conoce momentos de consuelo, impulso y entusiasmo, pero también de cansancio, desconcierto, dudas y oscuridad.

El Evangelio nos muestra la “crisis” de Tomás para decirnos que no debemos temer las crisis de la vida y de la fe. Las crisis no son un pecado, son un camino, no debemos temerlas. Muchas veces nos hacen humildes, porque nos despojan de la idea de ser correctos, de ser mejores que los demás. Las crisis nos ayudan a reconocer nuestra necesidad: reavivan nuestra necesidad de Dios y nos permiten así volver al Señor, tocar sus llagas, volver a experimentar su amor, como la primera vez. Queridos hermanos y hermanas, es mejor una fe imperfecta pero humilde, que siempre vuelve a Jesús, que una fe fuerte pero presuntuosa, que nos hace orgullosos y arrogantes. ¡Ay de estos!

Y ante la ausencia y el camino de Tomás, que a menudo es el nuestro, ¿cuál es la actitud de Jesús? El Evangelio dice dos veces que Él «vino» (vv. 19.26). Una primera vez, y una segunda, ocho días después. Jesús no se rinde, no se cansa de nosotros, no tiene miedo de nuestras crisis y de nuestras debilidades. Él siempre vuelve: cuando se cierran las puertas, vuelve; cuando dudamos, vuelve; cuando, como Tomás, necesitamos encontrarlo y tocarlo más de cerca, vuelve. Jesús siempre vuelve, siempre toca la puerta, y no vuelve con signos poderosos que nos harían sentir pequeños e inadecuados, incluso avergonzados, sino con sus llagas; vuelve mostrándonos sus llagas, signos de su amor que se ha hecho suyas nuestras fragilidades.

Hermanos y hermanas, especialmente cuando experimentamos cansancios o momentos de crisis, Jesús, el Resucitado, desea volver para estar con nosotros. Sólo espera que lo busquemos, que lo invoquemos, incluso que protestemos, como Tomás, llevándole nuestras necesidades y nuestra incredulidad. Él siempre vuelve. ¿Por qué? Porque es paciente y misericordioso. Viene a abrir los cenáculos de nuestros miedos, nuestras incredulidades, porque siempre quiere darnos otra oportunidad. Jesús es el Señor de las “otras oportunidades”: siempre nos da otra, siempre. Pensemos entonces en la última vez —hagamos un poco de memoria— cuando, durante un momento difícil o un período de crisis, nos hemos encerrado en nosotros mismos, atrincherándonos en nuestros problemas y dejando a Jesús fuera de casa. Y prometámonos, la próxima vez, en nuestro cansancio, buscar a Jesús, volver a Él, a su perdón —¡Él siempre perdona, siempre! —, regresar a esas llagas que nos han curado. De este modo, también seremos capaces de compasión, de acercarnos sin rigidez ni prejuicios a las llagas de los demás.

Que la Virgen, Madre de la misericordia, —me gusta pensar en ella como la Madre de la misericordia el lunes después del Domingo de la Misericordia—, nos acompañe en el camino de la fe y del amor.

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Después del Regina Caeli

Queridos hermanos y hermanas,

Hoy varias iglesias orientales, católicas y ortodoxas, y también varias comunidades latinas, celebran la Pascua según el calendario juliano. Nosotros la hemos celebrado el domingo pasado según el calendario gregoriano. Envío a ellos mis mejores deseos: ¡Cristo ha resucitado, ha resucitado verdaderamente! Que Él colme de esperanza las buenas expectativas de los corazones. Que Él done la paz, ultrajada por la barbarie de la guerra. Hoy se cumplen dos meses del inicio de esta guerra: en lugar de detenerse, la guerra se ha intensificado. Es triste que en estos días, que son los más santos y solemnes para todos los cristianos, se escuche más el estruendo mortal de las armas que el sonido de las campanas que anuncian la Resurrección; y es triste que las armas sustituyan cada vez más a la palabra.

Renuevo mi llamamiento a una tregua pascual, una señal mínima y tangible de deseo de paz. Que se detenga el ataque, para aliviar los sufrimientos de la población agotada; hay que parar, en obediencia a las palabras del Resucitado, que el día de Pascua repite a sus discípulos: «¡La paz con vosotros!» (Lc 24,36; Jn 20,19.21). Pido a todos que aumenten sus oraciones por la paz y que tengan el coraje de decir, de manifestar que la paz es posible. Líderes políticos, por favor, escuchen la voz del pueblo, que quiere la paz, no una escalada del conflicto.

Al respecto, saludo y doy las gracias a los participantes en la Marcha extraordinaria Perugia-Asís por la paz y la fraternidad, que se celebra hoy; así como a todos los que se han unido para dar vida a manifestaciones similares en otras ciudades italianas.

Hoy los obispos de Camerún y sus fieles realizan una peregrinación nacional al santuario mariano de Marienberg, para volver a consagrar el país a la Madre de Dios y ponerlo bajo su protección. Rezan en particular por el retorno de la paz a su país, desgarrado por la violencia en varias regiones desde hace más de cinco años. Junto con nuestros hermanos y hermanas de Camerún, elevemos también nuestra oración para que Dios, por intercesión de la Virgen María, conceda pronto una paz verdadera y duradera a este querido país.

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos que han venido de Italia y de muchos otros países. En particular, saludo a los polacos, con un pensamiento para sus compatriotas que celebran la “Jornada del Bien” promovida por Cáritas, y también para las víctimas de los accidentes en las minas.

Saludo a los fieles de Milán, Faenza, Verolanuova, Nembro y a los voluntarios de la Orden de Malta de Vicenza. Un saludo especial a la peregrinación de jóvenes confirmandos de la diócesis de Piacenza-Bobbio, acompañados por su obispo, así como a los confirmandos de Mondovì, Almenno San Salvatore, Albegno, Cazzago San Martino y Alta Padovana, y también al grupo de Sant'Angelo Lodigiano y a los monaguillos de Spirano. Saludo a los devotos de la Divina Misericordia reunidos hoy aquí, en la Iglesia-Santuario de “Santo Spirito en Sassia”; y a los participantes en el Camino desde la “Sacra di San Michele” hasta el “Monte Sant'Angelo”.

¡Feliz domingo a todos! Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!



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