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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

Lo que dejamos a los demás

Jueves 6 de febrero de 2014

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 7, viernes 14 de febrero de 2014

 

Vivir durante toda la vida en el seno de la Iglesia, como pecadores pero no como traidores corruptos, con una actitud de esperanza que nos lleva a dejar una herencia hecha no de riqueza material sino de testimonio de santidad. Son las «grandes gracias» que el Papa Francisco indicó durante la misa celebrada el jueves 6 de febrero, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta.

El obispo de Roma centró su reflexión en el misterio de la muerte, partiendo de la primera lectura —tomada del primer libro de los Reyes (2, 1-4.10-12)— en la que, dijo, «hemos escuchado el relato de la muerte de David». Y «recordamos el inicio de su vida, cuando fue elegido por el Señor, ungido por el Señor». Era un «jovencito»; y «después de algunos años comenzó a reinar», pero era siempre «un muchacho, tenía veintidós o veintitrés años».

Por lo tanto, toda la vida de David es «un recorrido, un camino al servicio de su pueblo». Y «así como comenzó, así terminó». Sucede lo mismo en nuestra vida, señaló el Papa, que «comienza, camina, sigue adelante y termina».

El relato de la muerte de David sugirió al Pontífice tres reflexiones surgidas «del corazón». En primer lugar puso en evidencia que «David muere en el seno de la Iglesia, en el seno de su pueblo. Su muerte no lo encuentra fuera de su pueblo» sino «dentro». Y así vive «su pertenencia al pueblo de Dios». Sin embargo David «había pecado: él mismo se llama pecador». Pero «jamás se apartó del pueblo de Dios: pecador sí, traidor no». Ésta, dijo el Papa, «es una gracia»: la gracia de «permanecer hasta el final en el pueblo de Dios» y «morir en el seno de la Iglesia, precisamente en el seno del pueblo de Dios».

Al subrayar dicho aspecto, el Papa invitó «a pedir la gracia de morir en casa: morir en casa, en la Iglesia». Y remarcó que «ésta es una gracia» y «no se compra», porque «es un regalo de Dios». Nosotros «debemos pedirlo: Señor dame el regalo de morir en casa, en la Iglesia». Aunque fuésemos «todos pecadores», no debemos ser ni «traidores» ni «corruptos».

La Iglesia, precisó el Pontífice, es «madre y nos quiere también así», quizás incluso «muchas veces sucios». Porque es ella quien «nos limpia: es madre, sabe cómo hacerlo». Pero está «en nosotros pedir esta gracia: morir en casa».

El Papa Francisco propuso luego una segunda reflexión sobre la muerte de David. «En este relato —apuntó— se ve que David está tranquilo, en paz, sereno». Hasta el punto que «llama a su hijo y le dice: yo emprendo el camino de todo hombre sobre la tierra». En otras palabras David reconoce: «¡Ahora me toca a mí!». Y después, se lee en la Escritura, «David se durmió con sus padres». He aquí, explicó el Pontífice, el rey que «acepta su muerte con esperanza, con paz». Y «ésta es otra gracia: la gracia de morir con esperanza», con la «consciencia de que esto es un paso» y que «del otro lado nos esperan». Incluso después de la muerte, en efecto, «continúa la casa, continúa la familia: no estaré solo». Se trata de una gracia que hay que pedir sobre todo «en los últimos momentos de la vida: nosotros sabemos que la vida es una lucha y el espíritu del mal quiere el botín».

El obispo de Roma recordó también el testimonio de santa Teresita del Niño Jesús, quien «decía que, en sus últimos momentos, había en su alma una lucha y cuando pensaba en el futuro, a lo que le esperaba después de la muerte, en el cielo, sentía como una voz que le decía: pero no, no seas tonta, te espera la oscuridad, te espera sólo la oscuridad de la nada». Ese, precisó el Papa, «era el demonio que no quería que se confiara a Dios».

De aquí la importancia de «pedir la gracia de morir con esperanza y morir confiándose a Dios». Pero el «confiarse a Dios —afirmó el Pontífice— comienza ahora, en las pequeñas cosas de la vida y también en los grandes problemas: confiarse siempre al Señor. De esta manera uno coge este hábito de confiarse al Señor y crece la esperanza». Por lo tanto, explicó, «morir en casa, morir con esperanza» son «dos cosas que nos enseña la muerte de David».

La tercera idea sugerida por el Papa fue «el problema de la herencia». Al respecto «la Biblia —precisó— no nos dice que cuando murió David vinieron todos los nietos y bisnietos a pedir la herencia». A menudo existen «muchos escándalos sobre la herencia, muchos escándalos que dividen en las familias». Pero no es la riqueza la herencia que deja David. Se lee, de hecho, en la Escritura: «Y el reino quedó establecido sólidamente». David, más bien, «deja la herencia de cuarenta años de gobierno por su pueblo y el pueblo consolidado, fuerte».

Al respecto el Pontífice recordó «un dicho popular» según el cual «cada hombre debe dejar en la vida un hijo, debe plantar un árbol y debe escribir un libro: y ésta es la mejor herencia». El Papa invitó a cada uno a preguntarse: «¿Qué herencia dejo yo a los que vienen detrás de mí? ¿Una herencia de vida? ¿He hecho tanto bien que la gente me quiere como padre o como madre?». Tal vez no «planté un árbol» o «escribí un libro», «pero ¿he dado vida, sabiduría?». La auténtica «herencia es la que David» revela dirigiéndose ya a las puertas de la muerte a su hijo Salomón con estas palabras: «Ten valor y sé hombre. Guarda lo que el Señor tu Dios manda guardar siguiendo sus caminos, observando sus preceptos».

Así las palabras de David ayudan a entender que la verdadera «herencia es nuestro testimonio de cristianos que dejamos a los demás». Existen, en efecto, algunas personas que «dejan una gran herencia: pensemos en los santos que vivieron el Evangelio con tanta fuerza» y precisamente por esto «nos dejan un camino de vida, un modo de vivir como herencia».

Al concluir, el Papa resumió los tres puntos de su reflexión transformándolos en una oración a san David, a fin de que «nos conceda a todos estas tres gracias: pedir la gracia de morir en casa, morir en la Iglesia; pedir la gracia de morir en esperanza, con esperanza; y pedir la gracia de dejar una hermosa herencia, una herencia humana, una herencia hecha con el testimonio de nuestra vida cristiana».



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