VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO A GÉNOVA
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Plaza Kennedy
Sábado 27 de mayo de 2017
Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mateo 28, 18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer «el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad», pero les promete a ellos la «fuerza del Espíritu Santo» (Hechos de los Apóstoles 1, 7-8); en la segunda san Pablo habla de la «soberana grandeza de su poder para con nosotros» y de la «eficacia de su fuerza poderosa» (Efesios 1, 19). Pero, ¿en qué consiste esta fuerza, este poder de Dios?
Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es sobre todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana cruzó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios no se separará nunca del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale realmente la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allí arriba donde se encuentra nuestro Señor (cf. Colosenses 3, 1-2). Esto es lo que ha hecho Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra y el cielo.
Pero este poder suyo no terminó una vez que subió al cielo; continúa también hoy y dura para siempre. De hecho, precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20). No es una forma de hablar, una simple tranquilización, como cuando antes de salir hacia un largo viaje se dice a los amigos: “pensaré en vosotros”. No, Jesús está realmente con nosotros y por nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que ha pagado por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» (Hebreos 7, 25) a nuestro favor. Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús tomado por el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida —lo he dicho—, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Él es nuestro “abogado” (cf. 1 Juan 2, 1) y, cuando tenemos alguna “causa” importante, hacemos bien en encomendársela, en decirle: “Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercede por esa persona, intercede por esa situación...”.
Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Yo rezo? Y todos, como Iglesia, como cristianos, ¿ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?”. El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos comprometemos con muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma cargada, parecidos a un barco cargado de mercancía que después de un viaje cansado regresa al puerto con ganas solo de atracar y de apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos perder, encerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por nada. Para no dejarnos sumergir por este “dolor de vivir”, recordemos cada día “lanzar el ancla a Dios”: llevemos a Él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Esta es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.
La oración cristiana no es una forma para estar un poco más en paz con uno mismo o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para encomendarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cf. Mateo 7, 7). Es involucrarse para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo.
Después de la intercesión emerge, del Evangelio, una segunda palabra-clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el único poder del Espíritu Santo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que no seremos nunca perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no empezaremos nunca.
Para Jesús es importante que desde enseguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos. Para anunciar, entonces, es necesario ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quietos, acomodados en el propio mundo y en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acomodarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir, con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia las comodidades y el confort, sino que incomoda y relanza siempre. Nos quiere en salida, libres de las tentaciones de conformarse cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.
“Id”, nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo ha concedido a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso ir en el mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los sacerdotes, las monjas, los consagrados: es de todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir en el mundo con el Señor: esta es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los otros. Pero el cristiano no es un velocista que corre locamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un “maratonista con esperanza”: manso pero decidido en el caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo pero siempre respetuoso; ingenioso y abierto, trabajador y solidario. ¡Con este estilo recorremos las calles del mundo!
Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado no con la nuestra, sino con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio alegre. Y esto es urgente, ¡hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismorreos y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; arriesguémonos con valentía, convencidos de que hay más alegría en el dar que en el recibir (cf. Hechos de los Apóstoles 20, 35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro ir, la valentía de nuestro caminar.
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