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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

 

Queridos hermanos sacerdotes,

deseo unirme a vosotros con un pensamiento de acompañamiento y de amistad, que espero pueda sosteneros mientras lleváis adelante vuestro ministerio, con su carga de alegrías y fatigas, de esperanzas y de desilusiones. Necesitamos intercambiarnos miradas llenas de cuidado y compasión, aprendiendo de Jesús que miraba así a los apóstoles, sin exigirles una hoja de ruta dictada por el criterio de la eficiencia, sino ofreciendo atenciones y descanso. Así, cuando los apóstoles volvieron de la misión, entusiasmados pero cansados, el Maestro les dijo: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Mc 6,31).

Pienso en vosotros, en este momento en el que puede haber, junto las actividades de verano, también un poco de descanso después de las fatigas pastorales de los meses pasados. Y quisiera sobre todo renovaros mi agradecimiento: «Gracias por su testimonio, gracias por su servicio; gracias por el mucho bien escondido que hacen, gracias por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios […]; gracias por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo, incomprensiones y poco reconocimiento» (Homilía para la Misa del Crisma, 6 abril 2023).

Por otro lado, nuestro ministerio sacerdotal no se mide sobre los éxitos pastorales (¡el Señor mismo tuvo, con el paso del tiempo, cada vez menos!). En el centro de nuestra vida no está tampoco el frenesí de la actividad, sino permanecer en el Señor para dar fruto (cf. Jn 15). Él es nuestro descanso (cfr Mt 11,28-29). Y la ternura que nos consuela brota de su misericordia, del acoger el “magis” de su gracia, que nos permite ir adelante en el trabajo apostólico, soportar los malogros y los fracasos, de alegrarse con sencillez de corazón, de ser mansos y pacientes, reiniciar y empezar de nuevo siempre, tender la mano a los otros. De hecho, nuestros necesarios “momentos de recarga” no suceden solo cuando descansamos físicamente o espiritualmente, si no también cuando nos abrimos al encuentro fraterno entre nosotros: la fraternidad conforta, ofrece espacios de libertad interior y no nos hace sentirnos solos delante de los desafíos del ministerio.

Os escribo con este espíritu. Me siento en camino con vosotros y quisiera haceros sentir que estoy cerca de vosotros en las alegrías y en los sufrimientos, en los proyectos y en las fatigas, en las amarguras y en las consolaciones pastorales. Sobre todo, comparto con vosotros el deseo de comunión, afectiva y efectiva, mientras ofrezco mi oración cotidiana para que nuestra madre Iglesia de Roma, llamada a presidir en la caridad, cultive el precioso don de la comunión sobre todo en sí misma, haciéndolo brotar en las diferentes realidades y sensibilidades que la componen. La Iglesia de Roma sea para todos ejemplo de compasión y de esperanza, con sus pastores siempre, realmente siempre, preparados y disponibles para prodigar el perdón de Dios, como canales de misericordia que sacian la sed del hombre de hoy.

Y ahora, queridos hermanos, me pregunto: en este nuestro tiempo ¿qué nos pide el Señor?, ¿dónde nos orienta el Espíritu que nos ha unido y enviado como apóstoles del Evangelio? En la oración me vuelve esto: que Dios nos pide ir a fondo en la lucha contra la mundanidad espiritual. El padre Henri de Lubac, en algunas páginas de un texto que os invito a leer, definió la mundanidad espiritual como «el peligro más grande para la Iglesia – para nosotros, que somos Iglesia – la tentación más pérfida, la que siempre renace, insidiosamente, cuando las otras son vencidas». Y ha añadido palabras que me parecen muy acertadas: «Si esta mundanidad espiritual invadiera a la Iglesia y trabajara para corromperla socavando su mismo principio, sería infinitamente más desastrosa que cualquier simple mundanalidad moral» (Meditación sobre la Iglesia, Milán 1965, 470).

Son cosas que recordé otras veces, pero me permito reiterarlas, considerándolas prioritarias: la mundanidad espiritual, de hecho, es peligrosa porque es una forma de vivir que reduce la espiritualidad a apariencia: nos lleva a ser “artesanos del espíritu”, hombres revestidos de formas sagradas que en realidad siguen pensando y actuando según las modas del mundo. Esto sucede cuando nos dejamos fascinar por las seducciones del efímero, de la mediocridad y de la rutina, por las tentaciones del poder y de la influencia social. Y, además, por la vanagloria y narcisismo, intransigencias doctrinales y esteticismo litúrgicos, formas y modos en los que la mundanidad «se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia», pero en realidad «es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal» (Evangelii gaudium, 93). ¿Cómo no reconocer en todo esto la versión actualizada de ese formalismo hipócrita, que Jesús veía en ciertas autoridades religiosas de la época y que a lo largo de su vida pública lo hizo sufrir más que cualquier cosa?

La mundanidad espiritual es una tentación “gentil” y por eso todavía más insidiosa. Se insinúa de hecho sabiéndose esconder bien detrás de las buenas apariencias, incluso dentro de motivaciones “religiosas”. Y, también si la reconocemos y la alejamos de nosotros, antes o después, se presenta de nuevo disfrazada de cualquier otra forma. Como dice Jesús en el Evangelio: «Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: ‘Me volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio» (Lc 11,24-26). Necesitamos vigilancia interior, custodiar mente y corazón, alimentar en nosotros el fuego purificador del Espíritu, porque las tentaciones mundanas vuelven y “llaman” de manera educada, «son los “demonios educados”: entran con educación, sin que uno se dé cuenta» (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre 2022).

Pero quisiera detenerme en un aspecto de esta mundanidad. Esta, cuando entra en el corazón de los pastores, asume una forma específica, la del clericalismo. Perdonadme si lo reitero, pero como sacerdotes pienso que me entendéis, porque también vosotros compartís lo que creéis de forma sentida, según ese bonito rasgo típicamente romano (¡romanesco!) por el que la sinceridad de los labios proviene del corazón, ¡y sabe a corazón! Y yo, como anciano y desde el corazón, quiero deciros que me preocupa cuando caemos en las formas del clericalismo; cuando, quizá sin darnos cuenta, demostramos a la gente ser superiores, privilegiados, colocados “en alto” y por tanto separados por el resto del Pueblo santo de Dios. Como me escribió una vez un buen sacerdote, “el clericalismo es síntoma de una vida sacerdotal y laical tentada de vivir en el rol y no en el vínculo real con Dios y los hermanos”. Denota una enfermedad que nos hace perder la memoria del Bautismo recibido, dejando en el fondo nuestra pertenencia al mismo Pueblo santo y llevándonos a vivir la autoridad en las varias formas del poder, sin darnos cuenta de las duplicidades, sin humildad pero con actitudes desprendidas y altivas.

Para sacudirnos de esta tentación, nos hace bien ponernos a la escucha de lo que el profeta Ezequiel dice a los pastores: «Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües; no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza» (34,3-4). Se habla de “leche” y de “lana”, lo que nutre y calienta; el riesgo que la Palabra nos pone delante es por tanto el de nutrirnos a nosotros mismos y a nuestros intereses, revistiéndonos de una vida cómoda y confortable.

Ciertamente – como afirma San Agustín – el pastor debe vivir también gracias al apoyo ofrecido por la leche de su rebaño; pero comenta el obispo de Hipona: «Acepten la leche de las ovejas, hagan frente a su necesidad, pero no descuiden las ovejas en su debilidad. No busquen lo dicho como si se tratase de su salario, dejando la impresión de que anuncian el evangelio para remediar su necesidad y penuria, antes bien ofrezcan la luz de la verdad a los hombres que necesitan recibirla» (Discurso sobre los pastores, 46,5). Del mismo modo, Agustín habla de la lana asociándola a los honores: esta, que reviste la oveja, puede hacer pensar en todo lo que podemos adornarnos exteriormente, buscando la alabanza de los hombres, el prestigio, la fama, la riqueza. El gran padre latino escribe: «Quien da lana otorga un honor. Son las dos cosas que esperan obtener del pueblo quienes se apacientan a sí mismos, no a las ovejas: un salario para hacer frente a la necesidad, y el favor del honor y de la alabanza» (ibid., 46,6). Cuando estamos preocupados solo por la leche, pensamos en nuestro beneficio personal; cuando buscamos de forma obsesiva la lana, pensamos en cuidar nuestra imagen y aumentar el éxito. Y así se pierde el espíritu sacerdotal, el celo por el servicio, el anhelo por el cuidado del pueblo, terminando por razonar según la locura mundana. «¿A mí qué me importa? Cada cual haga lo que quiera; mi garbanzo está seguro; mi honor, también. Tengo suficiente leche y lana; vaya cada cual por donde pueda» (ibid., 46,7).

La preocupación, entonces, se concentra en el “yo”: el propio sustento, las propias necesidades, la alabanza recibida para sí mismo en vez de para la gloria de Dios. Esto sucede en la vida de quien resbala en el clericalismo: pierde el espíritu de la alabanza porque ha perdido el sentido de la gracia, el estupor por la gratuidad con la que Dios lo ama, esa confiada sencillez del corazón que hace tender las manos al Señor, esperando de Él el alimento en tiempo oportuno (cfr Sal 104,27), en la conciencia de que sin Él no podemos hacer nada (cfr Jn  15,5). Solo cuando vivimos en esta gratuidad, podemos vivir el ministerio y las relaciones pastorales en el espíritu del servicio, según las palabras de Jesús: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8).

Necesitamos mirar a Jesús, a la compasión con la que Él ve nuestra humanidad herida, a la gratuidad con la que ha ofrecido su vida por nosotros en la cruz. Este es el antídoto cotidiano a la mundanidad y al clericalismo: mirar a Jesús crucificado, fijar los ojos cada día en Él que se ha vaciado a sí mismo y se ha humillado por nosotros hasta la muerte (cfr Fil 2,7-8). Él ha aceptado la humillación para volver a levantarnos de nuestras caídas y liberarnos del poder del mal. Así, mirando las llagas de Jesús, mirándole a Él humillado, aprendemos que estamos llamados a ofrecernos a nosotros mismos, a hacernos pan partido para quien tiene hambre, a compartir el camino de quien está cansado y oprimido. Este es el espíritu sacerdotal: hacernos siervos del Pueblo de Dios y no padrones, lavar los pies a los hermanos y no aplastarlos bajo nuestros pies.

Permanecemos por tanto vigilantes hacia el clericalismo. Nos ayude a estar lejos de ello el apóstol Pedro que, como nos recuerda la tradición, también en el momento de la muerte se ha humillado boca abajo para no estar a la altura de su Señor. Nos preserve el apóstol Pablo, que a causa de Cristo ha considerado todas las ganancias de la vida y del mundo como basura (cfr Fil 3,8).

El clericalismo, lo sabemos, puede tener que ver con todos, también con los laicos y los trabajadores pastorales: se puede asumir de hecho “un espíritu clerical” en el llevar adelante los ministerios y los carismas, viviendo la propia llamada de forma elitista, cerrándose en el propio grupo y erigiendo muros hacia el exterior, desarrollando vínculos posesivos en relación con los roles en la comunidad, cultivando actitudes vanidosas y arrogantes hacia los demás. Y los síntomas son precisamente la pérdida del espíritu de la alabanza y de la gratuidad alegre, mientras que el diablo se insinúa alimentando el lamento, la negatividad y la insatisfacción crónica por lo que no funciona, la ironía se convierte en cinismo. Pero de esta manera nos absorbe el clima de crítica y rabia que reina alrededor, en vez de ser aquellos que, con sencillez y mansedumbre evangélicas, con gentileza y respeto, ayudan a los hermanos y a las hermanas a salir de las arenas movedizas de la intolerancia.

En todo esto, en nuestras fragilidades y en nuestras deficiencias, así como en la actual crisis de la fe, ¡no nos desanimemos! De Lubac concluía afirmando que la Iglesia, «también hoy, no obstante todas nuestras opacidades […] es, como la Virgen, el Sacramento de Jesucristo. Ninguna de nuestras infidelidades puede impedirle ser “la Iglesia de Dios”, “la sierva del Señor”» (Meditación sobre la Iglesia, cit., 472). Hermanos, esta es la esperanza que sostiene nuestros pasos, aligera nuestros pesos, da de nuevo impulso a nuestro ministerio. Remanguémonos y doblemos las rodillas (¡vosotros que podéis!): recemos al Espíritu los unos por los otros, pidámosle que nos ayude a no caer, en la vida personal como en la acción pastoral, en esa apariencia religiosa llena de tantas cosas pero vacía de Dios, para no ser funcionarios del sagrado, sino apasionados anunciadores del Evangelio, no “clérigos de Estado”, sino pastores del pueblo. Necesitamos conversión personal y pastoral. Como afirmaba el padre Congar, no se trata de reconducir a una buena observancia o hacer una reforma de ceremonias exteriores, sino más bien volver a las fuentes evangélicas, descubrir energías frescas para superar las costumbres, introducir un espíritu nuevo en las viejas instituciones eclesiales, para que no seamos una Iglesia «rica en su autoridad y en su seguridad, pero poco apostólica o mediocremente evangélica» (Verdadera y falsa reforma de la Iglesia, Milán 1972, 146).

Gracias por la acogida que queráis reservar a estas mis palabras, meditándolas en la oración y frente a Jesús en la adoración cotidiana; puedo deciros que me han venido del corazón y del afecto que tengo por vosotros. Vamos adelante con entusiasmo y valentía: trabajamos juntos, entre sacerdotes y con los hermanos y las hermanas laicos, iniciando formas y caminos sinodales, que nos ayuden a despojarnos de nuestras seguridades mundanas y “clericales” para buscar, con humildad, vías pastorales inspiradas por el Espíritu, porque el consuelo del Señor llegue realmente a todos. Delante de la imagen de la Salus Populi Romani he rezado por vosotros. He pedido a la Virgen que os custodie y os proteja, os enjugue vuestras lágrimas secretas, reavive en vosotros la alegría del ministerio y os haga cada día pastores enamorados de Jesús, preparados para dar la vida sin medida por amor suyo. Gracias por lo que hacéis y por lo que sois. Os bendigo y os acompaño con la oración. Y vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.

Fraternalmente,

Lisboa, 5 de agosto 2023, Memoria de la Dedicación de la Basílica de Santa María Mayor.
 

FRANCISCO

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L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, Año LX, número 32, 11 de agosto de 2023, p. 12.



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