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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL VI CONGRESO AMERICANO MISIONERO (CAM6)
  

[Ponce, Puerto Rico - 9-24 de noviembre de 2024]

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Estimado Cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo,

queridos hermanos y hermanas:

Tienen la dicha de participar en este sexto Congreso Americano Misionero, precisamente en el año que he querido dedicar a la oración, como preparación para el Jubileo del 2025. Y ustedes también se han preparado a este evento con una oración que les quise ofrecer con este motivo.

Es una plegaria dirigida a la Santísima Trinidad, primero reconociendo al Padre como Dios misericordioso, que, en su Hijo Jesucristo, nos ha revelado la «Buena Nueva», para suplicarle que, por medio del Espíritu Santo, derrame su Amor y renueve la faz de la tierra.

Este es el fundamento de la misión, reconocernos hijos, tocados por la misericordia de Dios. No podemos dar lo que no tenemos, no podemos expresar lo que no hemos vivido, lo que no han visto nuestros ojos ni han tocado nuestras manos. El fundamento de la misión es la experiencia de Dios, el encuentro enamorado con Jesús, Él nos revela la «Buena Nueva», nos muestra al Padre.

Ejemplo de esta maravilla son —prosigue la oración— tantos misioneros que, con palabras y obras, lo han anunciado. Jesús fue un misionero, «un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (Lc 24,19). Palabras pronunciadas delante de Dios, su Padre, en la íntima oración que precedía a todas sus acciones. Obras realizadas delante de su Padre en una vida totalmente entregada a su voluntad, para poder así dar testimonio del amor más grande ante su pueblo. Este es el mensaje que los misioneros han seguido traduciendo en cada época, en cada lugar, en cada lengua. «Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo» (Mt 5,16).

Esta es la vocación del bautizado a la que se refiere la oración, ver a Dios, verlo en el mundo, en el hermano, tener ojos “cristificados” y con ellos una mirada compasiva, acogedora, misericordiosa. Como dice un hermoso himno de la Liturgia de las Horas: «Te vi, sí, cuando era niño y en agua me bauticé, y, limpio de culpa vieja, sin velos te pude ver». Una mirada que trasmita la alegría que desborda nuestro corazón. La alegría de los discípulos después del encuentro con el Resucitado, que no puede contenerse y les impulsa a ponerse en camino.

El Espíritu Santo obra en nosotros esta maravilla y pone en nosotros las palabras que dirigir a Dios (Rm 8,14) y a los hombres (Mt 10,19). Por eso, desde los albores de la Iglesia, junto a María, los discípulos en el cenáculo, en asamblea, lo primero que hacen es invocar al Espíritu. A través de su fuerza vivificante podemos trasmitir el mensaje en cualquier lengua, sí, porque la Iglesia las habla todas, pero, sobre todo, porque siempre habla con un mismo lenguaje. Se trata del lenguaje del amor, comprensible a todos los hombres, pues forma parte de su esencia misma, la de ser imagen de Dios. De este modo, el gozo del Espíritu no termina en ellos, sino que es expansivo, se comunica, convocándonos a caminar juntos, como Pueblo fiel de Dios, en sinodalidad y escucha mutua.

Oyendo a Dios y a los hermanos, podemos percibir cómo a veces su imagen está empañada ante nuestros ojos cansados y pareciera que nos faltan las fuerzas para caminar. No debemos abandonar nuestra oración, pidiendo incesantemente al Padre que derrame su Amor, su Espíritu vivificante, para que renueve la faz de esta tierra lastimada por nuestras injusticias y el sufrimiento que hemos provocado.

La Santísima Virgen María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Espíritu Santo, se presenta como esa arca de la Alianza, ese primer Sagrario que, recibiendo a Jesús, se pone en camino, en el servicio. Ella es modelo de evangelización para ofrecer a Cristo a toda la humanidad; porque en la oración «conservaba estas cosas en su corazón» (Lc 2,51), porque en la asamblea de los creyentes invoca el don del Espíritu Santo para la Iglesia. Imitando su ejemplo de entrega y sostenidos por su cuidado maternal y providente, seamos siempre sus discípulos misioneros hasta los confines de la tierra. Que ella los cuide y Jesús los bendiga siempre.

 

Roma, San Juan de Letrán, 9 de noviembre de 2024

 

                                                                                FRANCISCO



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