DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD GREGORIANA
Y A LOS MIEMBROS DE LOS ASOCIADOS PONTIFICIO INSTITUTO BÍBLICO
Y PONTIFICIO INSTITUTO ORIENTAL
Aula Pablo VI
Jueves 10 de abril de 2014
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida a todos vosotros, profesores, estudiantes y personal no docente de la Pontificia Universidad Gregoriana, del Pontificio Instituto Bíblico y del Pontificio Instituto Oriental. Saludo al padre Nicolás, al padre delegado, y a todos los demás superiores, así como a los cardenales y obispos presentes. ¡Gracias!
Las instituciones a las que pertenecéis —reunidas en Consorcio por el Papa Pío XI en 1928—, están confiadas a la Compañía de Jesús y comparten el mismo deseo de «militar por Dios bajo la bandera de la Cruz y servir sólo al Señor y a la Iglesia su Esposa, a disposición del Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra» (Fórmula, 1). Es importante que entre ellos se desarrolle la colaboración y las sinergias, custodiando la memoria histórica y, al mismo tiempo, haciéndose cargo del presente y mirando al futuro —el padre general decía «mirar lejos», hacia el horizonte—, mirando al futuro con creatividad e imaginación, tratando de tener una visión global de la situación y de los desafíos actuales y un modo compartido de afrontarlos, encontrando caminos nuevos sin miedo.
El primer aspecto que quisiera destacar pensando en vuestro compromiso, tanto como profesores que como estudiantes, y como personal de las instituciones, esvalorar el lugar mismo en el que os encontráis trabajando y estudiando, es decir, la ciudad y sobre todo la Iglesia de Roma. Hay un pasado y hay un presente. Están las raíces de la fe: las memorias de los Apóstoles y de los mártires; y está el «hoy» eclesial, está el camino actual de esta Iglesia que preside en la caridad, al servicio de la unidad y de la universalidad. Todo esto no se debe dar por descontado. Se debe vivir y valorar, con un compromiso que en parte es institucional y en parte es personal, dejado a la iniciativa de cada uno.
Pero al mismo tiempo vosotros traéis aquí la variedad de vuestras Iglesias de proveniencia, de vuestras culturas. Esta es una de las riquezas inestimables de las instituciones romanas. Ella ofrece una preciosa ocasión de crecimiento en la fe y de apertura de la mente y del corazón al horizonte de la catolicidad. Dentro de este horizonte la dialéctica entre «centro» y «periferias» asume una forma propia, es decir, la forma evangélica, según la lógica de Dios que llega al centro partiendo de la periferia y vuelve a la periferia.
El otro aspecto que quería compartir es el de la relación entre estudio y vida espiritual. Vuestro compromiso intelectual, en la enseñanza y en la investigación, en el estudio y en la más amplia formación, será tanto más fecundo y eficaz cuanto más animado esté por el amor a Cristo y a la Iglesia, cuanto más sólida y armoniosa sea la relación entre estudio y oración. Esto no es algo antiguo, esto es el centro.
Este es uno de los desafíos de nuestro tiempo: transmitir el saber y ofrecer al mismo una llave de comprensión vital del mismo, no un cúmulo de nociones no relacionadas entre sí. Hay necesidad de una auténtica hermenéutica evangélica para comprender mejor la vida, el mundo, los hombres, no de una síntesis sino de una atmósfera espiritual de búsqueda y certeza basada en las verdades de razón y de fe. La filosofía y la teología permiten adquirir las convicciones que estructuran y fortalecen la inteligencia e iluminan la voluntad... pero todo esto es fecundo sólo si se hace con la mente abierta y de rodillas. El teólogo que se complace en su pensamiento completo y acabado es un mediocre. El buen teólogo y filósofo tiene un pensamiento abierto, es decir, incompleto, siempre abierto al maius de Dios y de la verdad, siempre en desarrollo, según la ley que san Vicente de Lerins describe así: «annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate» (Commonitorium primum, 23: PL 50, 668): se consolide con los años, se dilate con el tiempo, se profundice con la edad. Este es el teólogo que tiene la mente abierta. Y el teólogo que no reza y no adora a Dios termina hundido en el más desagradable narcisismo. Y esta es una enfermedad eclesiástica. Hace mucho mal el narcisismo de los teólogos, de los pensadores, es desagradable.
La finalidad de los estudios en toda Universidad pontificia es eclesial. La investigación y el estudio se deben integrar con la vida personal y comunitaria, con el compromiso misionero, con la caridad fraterna y el gesto de compartir con los pobres, con la atención a la vida interior en la relación con el Señor. Vuestros institutos no son máquinas para producir teólogos y filósofos; son comunidades en las que se crece, y el crecimiento tiene lugar en la familia. En la familia universitaria está el carisma de gobierno, confiado a los superiores, y está la diaconía del personal no docente, que es indispensable para crear el ambiente familiar en la vida cotidiana, y también para crear una actitud de humanidad y sabiduría concreta, que hará de los estudiantes de hoy personas capaces de construir humanidad, de transmitir la verdad en dimensión humana, de saber que si falta la bondad y la belleza de pertenecer a una familia de trabajo se termina por ser un intelectual sin talento, un moralista sin bondad, un pensador carente del esplendor de la belleza y sólo «maquillado» de formalismos. El contacto respetuoso y cotidiano con la laboriosidad y el testimonio de los hombres y de las mujeres que trabajan en vuestras instituciones os dará esa cuota de realismo tan necesaria a fin de que vuestra ciencia sea ciencia humana y no de laboratorio.
Queridos hermanos, encomiendo a cada uno de vosotros, vuestro estudio y vuestro trabajo a la intercesión de María, Sedes Sapientiae, de san Ignacio de Loyola y de los demás santos patronos vuestros. Os bendigo de corazón y rezo por vosotros. También vosotros, por favor, rezad por mí. ¡Gracias!
Ahora, antes de daros la bendición os invito a rezar a la Virgen, la Madre, para que nos ayude y nos proteja. Ave María...
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