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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN
DE LAS OBRAS PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)

Sala Clementina
Jueves 26 de junio de 2014

 

Queridos amigos:

Hace un mes tuve la gracia de realizar la peregrinación a Tierra Santa, y este encuentro de hoy con la Congregación para las Iglesias orientales y con los representantes de la R.O.A.C.O. me permite renovar el abrazo a todas las Iglesias de Oriente. Grande fue el consuelo y grandes el estímulo y la responsabilidad que surgieron de esa peregrinación a fin de que prosigamos el camino hacia la plena unidad de todos los cristianos y también el diálogo interreligioso.

Doy las gracias al cardenal prefecto por haber evocado las etapas de la peregrinación. Saludo de corazón a cada uno de vosotros y a las comunidades a las que pertenecéis. Juntos demos gracias a Dios y oremos para que ese viaje apostólico, como buena semilla, dé frutos abundantes. Es el Señor quien los hace germinar y crecer, si nos encomendamos a Él con la oración y perseveramos, a pesar de las contrariedades, por las sendas del Evangelio.

El olivo que planté en los jardines Vaticanos junto con el patriarca de Constantinopla y los presidentes israelí y palestino, recuerda esa paz que es segura sólo si se cultiva con varias manos. Quien se compromete a cultivar no debe, sin embargo, olvidar que el crecimiento depende del verdadero Agricultor que es Dios. Por lo demás, la verdadera paz, la que el mundo no puede dar, nos la da Jesucristo. Por eso, a pesar de las graves heridas que lamentablemente padece incluso hoy, ella puede resurgir siempre. Os estoy siempre agradecido porque vosotros colaboráis en esta «cantera» con la caridad, que constituye la finalidad más auténtica de vuestras organizaciones. Con la unidad y la caridad los discípulos de Cristo cultivan la paz para cada pueblo y comunidad venciendo las persistentes discriminaciones, comenzando por aquellas por motivos religiosos.

Los primeros llamados a cultivar la paz son los propios hermanos y hermanas de Oriente, con sus pastores. Esperando a veces contra toda esperanza, permaneciendo allí donde nacieron y donde desde los inicios resonó el Evangelio del Hijo de Dios hecho hombre, que puedan experimentar que son «bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán ellos llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). Y puedan tener siempre el apoyo de la Iglesia universal, para conservar la certeza de que el fuego de Pentecostés, el poder del Amor, puede detener el fuego de las armas, del odio y la venganza. Sus lágrimas y sus miedos son los nuestros, como también su esperanza. Quien lo demostrará será nuestra solidaridad, si logra ser concreta y eficaz, capaz de estimular a la comunidad internacional en defensa de los derechos de los individuos y los pueblos.

En especial a los hermanos y hermanas de Siria e Irak, a sus obispos y sacerdotes, expreso junto con vosotros la cercanía de la Iglesia católica. Y la extiendo a Tierra Santa y Oriente Próximo, pero también a la amada Ucrania, en la hora tan grave que está viviendo, y a Rumanía, a la que os habéis interesado en vuestros trabajos. Os exhorto a continuar el compromiso profuso en su favor. Vuestra ayuda en las naciones más golpeadas puede responder a las necesidades primarias, especialmente de los más pequeños y débiles, como de los jóvenes tentados a abandonar la patria de origen. Y puesto que las comunidades orientales están presentes en todo el mundo, buscad llevar alivio y sostén por doquier a los numerosos desplazados y refugiados, restituyendo dignidad y seguridad, con el debido respeto por su identidad y libertad religiosa.

Queridos amigos, os animo a llevar adelante las prioridades establecidas en vuestra pasada sesión plenaria, en especial la formación de las nuevas generaciones y educadores. Al mismo tiempo, al acercarse la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los obispos dedicada a la familia, os invito a dar prioridad también a este ámbito, a la luz de la Exhortación apostólica Ecclesia in Medio Oriente (nn. 58-61). En efecto, la santa familia de Nazaret, «que vivió... el dolor de la persecución, la emigración y el duro trabajo cotidiano», nos enseña «a confiar en el Padre, a imitar a Cristo y a dejarse guiar por el Espíritu Santo» (ibid., 59). Que la Santa Madre de Dios acompañe a las familias una por una para que, gracias a ellas, la Iglesia, con la alegría y la fuerza del Evangelio, sea siempre una madre fecunda y solícita en edificar la universal familia de Dios.

Gracias a todos vosotros por vuestro trabajo. Os bendigo de corazón.

 


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