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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN INSTITUTO DEL ESPECTÁCULO

Sala Clementina
Lunes, 20 de febrero de 2023

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Palabras improvisadas por el Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

Agradezco al Presidente, Don Davide Milani, sus palabras, y os saludo a todos vosotros, con quienes me complace celebrar el 75 aniversario de la Fundación Instituto del espectáculo. De las cosas que he escrito aquí, muchas las ha dicho él, y creo que lo mejor es entregarle el texto para que lo dé a conocer.

Me gusta el trabajo que hacéis, el trabajo del cine, el trabajo del arte, el trabajo de la belleza como gran expresión de Dios, que siempre se ha dejado de lado, o al menos en un rincón. Los libros de teología hablan mucho del verum, de la verdad; hablan del bonum; de la belleza, no tanto: la belleza es como la “ancila”. Parecía que reflexionar sobre la belleza no tenía nada que ver con la reflexión teológico-pastoral. Esa belleza que nos salvará, como decía alguien; esa belleza que es armonía, obra del Espíritu Santo.

Cuando vemos —y sigo con esto— la obra del Espíritu, que es hacer armonía en las diferencias, no aniquilar las diferencias, no uniformizar las diferencias, sino armonizar, entonces entendemos lo que es la belleza. La belleza es esa obra del Espíritu Santo que hace armonía de todo: de los contrarios, de los opuestos, de todo.... Pensemos —para mí esto es muy significativo— en la mañana de Pentecostés, cuando se crea todo ese alboroto, todo el mundo habla, nadie entiende lo que pasa, un gran desorden... Es el Espíritu quien pone armonía en todo esto: todo es diferente, todo parece contradictorio, pero la armonía es superior a todo. Y vuestro trabajo va por el camino de la armonía.

Y luego, si queremos calificar las grandes obras del cine, podemos decir que una buena razón son los actores, sí, pero solo las obras que han conseguido expresar la armonía, ya sea en la alegría o en la tristeza, la armonía humana, son las que pasan a la historia. Por eso os agradezco vuestro trabajo. Es una obra evangélica. También es una obra poética, porque el cine es poesía: dar vida es poético. Y os agradezco mucho vuestro camino: adelante, adelante, detrás de los grandes. Vosotros, como italianos, tenéis una historia gloriosa en esto, una historia gloriosa. Seguid adelante. Gracias.

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Discurso entregado


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

Agradezco al Presidente, Don Davide Milani, sus palabras y os saludo a todos, con quienes me complace celebrar los 75 años de la Fundación Insituto del Espectáculo.

En Italia, el mundo católico ha dado lugar a una multiplicidad de experiencias relacionadas con la comunicación social y, en particular, con el cine. La Acción Católica, a partir de las primeras décadas del siglo pasado, estableció centros de acción en los campos de la radio, el teatro, el cine y, más tarde, la televisión. Fueron años en los que el Magisterio de los Papas se ocupó también del impacto del nuevo arte cinematográfico en las personas y en la sociedad. Fue precisamente un Papa milanés, Pío XI, quien indicó la necesidad de crear “una oficina nacional permanente de evaluación, con el fin de promover las buenas películas, clasificar todas las demás y transmitir sus juicios a los sacerdotes y a los fieles” (Vigilanti Cura, 1936), oficina que hoy es la Comisión Nacional de Evaluación Cinematográfica de la Conferencia Episcopal Italiana. Del compromiso de parroquias y oratorios nacieron las Salas Comunitarias, que recibí en audiencia en diciembre de 2019, con motivo de su 70 aniversario. Pienso, luego, en la gran temporada de los cinefórums —recuerdo también los de los jesuitas— y, hoy, en los centros de investigación de las universidades.

En este marco tan rico en iniciativas y asociaciones, se inserta también la actividad de vuestra Fundación. Pensando en vosotros, me ha venido a la mente la primera página de la Biblia, el relato de la creación. Lo vemos fluir casi como una película, donde Dios aparece a la vez como autor y espectador. Comienza a componer su obra disponiéndolo todo: el cielo, la tierra, las estrellas, los seres vivos y, finalmente, el hombre. Es una historia de implicación, belleza y pasión: de amor. Pero al final de su acción creadora, Dios realiza un gesto sorprendente: se convierte en espectador de su obra, contempla lo que ha realizado y expresa su juicio: «vio que estaba bien» (Gn 1,12.18.24). Pero para el hombre, hecho a su imagen y semejanza (cf. v. 26), la “crítica” es aún más apasionante: «y todo estaba muy bien» (v. 31). En esta página sagrada, queridos amigos, directores, actores, mujeres y hombres que trabajáis en el cine, podemos encontrar también el sentido de vuestro trabajo cultural. Por un lado está la acción creativa, por otro, la contemplación y la evaluación. Me parece que podéis reflejaros en este maravilloso fresco bíblico, que ha fascinado a tantos artistas y no deja de asombrar y estimular la imaginación y la reflexión.

Se podrían sacar muchas sugerencias. Yo elijo una, la del asombro. Parece que Dios mismo siente asombro, maravilla ante la belleza de las criaturas, especialmente cuando contempla al ser humano. Quisiera deciros: partamos de aquí, del arte como asombro, en primer lugar para quien lo hace, para el artista. Pienso en esa obra maestra que es Andrej Rublëv, de Tarkovski: el artista se queda mudo por el trauma de la guerra. Hace pensar en lo que ocurre hoy en el mundo. Rublëv ya no pinta, ni siquiera habla. Vaga perdido en busca de sentido, hasta que asiste a la fundición de una campana. Y al primer toque de esa gran campana, su corazón se abre de nuevo, su lengua se suelta, empieza a hablar de nuevo y empieza a pintar de nuevo. Y la pantalla se llena de los colores de sus iconos. El sonido de la campana, que sale de la tierra y del bronce, como por milagro, llena de asombro el alma del artista y en cierto modo percibe en ella la voz de Dios, que le susurra: “Ábrete”. Como dijo Jesús en el Evangelio: “Effatà” (Mc 7,34).

Queridos amigos, el mundo, turbado por la guerra y por tantos males, necesita signos, obras que susciten asombro, que dejen traslucir la maravilla de Dios, que no cesa de amar a sus criaturas y de maravillarse ante su belleza. En un mundo cada vez más artificial, donde el hombre se ha rodeado de las obras de sus propias manos, el gran riesgo es el de perder el asombro. Comparto con vosotros esta reflexión y, confiándoos la tarea de despertar el asombro, quiero agradeceros lo que hacéis en un aspecto esencial de la evangelización, porque no hay fe sin asombro.

Gracias, pues, queridos amigos, y ¡buen trabajo! Pido al Espíritu Santo que os acompañe siempre con sus dones. Os bendigo de corazón y os pido, por favor, que recéis por mí.



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