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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS FRAILES MENORES DE TUSCANA Y DE LA VERNA 

Sala Clementina
Viernes, 5 de abril de 2024

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Queridos hermanos, ¡bienvenidos!

Saludo al obispo de Arezzo-Cortona-Sansepolcro, que los acompaña, y a todos ustedes. Me alegra encontrarlos en el año en que conmemoramos el octavo centenario del don de los estigmas, que san Francisco recibió en La Verna el 14 de septiembre de 1224, dos años antes de su muerte. Gracias por traer aquí la reliquia de su sangre, que está haciendo una larga peregrinación entre varias comunidades, para recordarnos la importancia de la conformación con "Cristo, pobre y crucificado» (Tomás de Celano, Vida Segunda, n. 105).

Y es precisamente de esta conformación que los estigmas son uno de los signos más elocuentes que el Señor ha concedido, a lo largo de los siglos, a hermanos y hermanas en la fe de diversas condiciones, estados y procedencias. A todos, en el pueblo santo de Dios, nos recuerdan el dolor sufrido por nuestro amor y salvación por Jesús en su carne; pero son también signo de la victoria pascual: precisamente a través de las llagas fluye hacia nosotros, como a través de canales, la misericordia del Crucificado resucitado. Detengámonos a reflexionar sobre el significado de los estigmas, primero en la vida del cristiano y después en la vida del franciscano.

Los estigmas en la vida del cristiano. El discípulo de Jesús encuentra en San Francisco estigmatizado un espejo de su identidad. El creyente, de hecho, no pertenece a un grupo de pensamiento o acción mantenido unido sólo por la fuerza humana, sino a un Cuerpo viviente, el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y esta pertenencia no es nominal, sino real: ha sido impresa en el cristiano por el Bautismo, que nos ha marcado con la Pascua del Señor. Así, en la comunión de amor de la Iglesia, cada uno de nosotros redescubre quien es: un hijo amado, bendecido, reconciliado, enviado a testimoniar los prodigios de la gracia y a ser artesano de fraternidad. Por eso, el cristiano está llamado a dirigirse de manera especial a los “estigmatizados” que encuentra: a los “marcados” por la vida, que llevan las cicatrices del sufrimiento y de la injusticia padecida o de los errores cometidos. Y en esta misión, el Santo de La Verna es un compañero de camino, que sostiene y ayuda a no dejarse aplastar por las dificultades, los miedos y las contradicciones, propias y ajenas.

Es lo que hizo Francisco cada día, desde el encuentro con el leproso en adelante, olvida1ndose de sí mismo en el don y el servicio, llegando incluso, en los últimos años, a “desapropiarse”, esta palabra es clave – desapropiándose en cierto sentido de lo que había comenzado, abriéndose, con valentía y humildad a nuevos caminos. Dócil al Señor y a los hermanos. En su pobreza de espíritu – insistamos en esto: Francisco, pobreza de espíritu- y en su confianza en el padre ha dejado a todos un testimonio siempre actual del Evangelio. Si quieres conocer bien al Cristo doloroso, busca a un franciscano. Y ustedes, piensen si son testigos de esto. 

Y llegamos al segundo punto: los estigmas en la vida del franciscano. Su santo fundador les ofrece una poderosa llamada a la unidad en sí mismos y en su historia. De hecho, el Crucifijo que se le aparece en La Verna, marcando su cuerpo, es el mismo que se había impreso en su corazón al comienzo de su "conversión" y que le había indicado la misión de "reparar su casa".

En este punto de la "reparación", quisiera incluir la capacidad de perdón. Ustedes son buenos confesores: el franciscano tiene fama de esto. Perdonen todo, perdonen siempre. Dios no se cansa de perdonar: somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Perdonen siempre. De manga ancha, sí, pero siempre perdonen.

En Francisco, hombre pacificado en la señal de la cruz, con la que bendijo a sus hermanos, los estigmas representan el sello de lo esencial. Esto los llama también a ustedes a volver a lo esencial en los diversos aspectos de su vida: en sus cursos de formación, en las actividades apostólicas y en la presencia entre la gente; a ser perdonados portadores de perdón, curados portadores de curación, alegres y sencillos en la fraternidad; con la fuerza del amor que brota del costado de Cristo y que se alimenta en su encuentro personal con Él, para renovarse cada día con un ardor seráfico que abrasa el corazón.

Es hermoso que retomen su camino desde aquí, queridos hermanos franciscanos, en este año jubilar. Recomiencen desde aquí, especialmente ustedes, custodios de La Verna. Siéntanse llamados a llevar a sus comunidades y fraternidades, en la Iglesia y en el mundo, un poco de ese inmenso amor que impulsó a Jesús a morir en la cruz por nosotros.  Que la intimidad con Él, como a Francisco, los haga cada vez más humildes, más unidos, más alegres y esenciales, amantes de la cruz y atentos a los pobres, testigos de paz y profetas de esperanza en este nuestro tiempo al que tanto le cuesta reconocer la presencia del Señor. Que puedan ser cada vez más signo y testimonio, con su vida consagrada, del Reino de Dios que vive y crece entre los hombres.

Y hay algo que me gustaría decirles. Pienso en mi patria: hay algunos devoradores de sacerdotes que, cuando llega un cura, tocan el hierro, porque trae mala suerte, ¡pero nunca, nunca lo hacen con el hábito franciscano! Es curioso. Nunca se insulta a un franciscano. Por qué, no lo sabemos. Pero su hábito hace pensar en San Francisco y en las gracias recibidas. Adelante con ello, y no importa si debajo del hábito hay los bluyíns, no hay problema, pero ¡vayan adelante!

Y precisamente para pedir esta gracia de continua y benéfica conversión, quisiera concluir invocando a vuestro Seráfico Padre con esta oración que les confío, pidiéndoles también que se acuerden de mí ante el Señor:

 

San Francisco,

hombre llagado por el amor Crucificado en cuerpo y espíritu,

te miramos a ti, adornado con los sagrados estigmas,

para aprender a amar al Señor Jesús

a nuestros hermanos y hermanas con tu amor, con tu pasión.

Contigo es más fácil contemplar y seguir

a Cristo pobre y crucificado.

Danos, Francisco

la frescura de tu fe

la certeza de tu esperanza,

la dulzura de tu caridad.

Intercede por nosotros

para que nos sea dulce llevar las cargas de la vida

y que en las pruebas experimentemos

la ternura del Padre y el bálsamo del Espíritu.

Que nuestras heridas sean curadas por el Corazón de Cristo,

para convertirnos, como tú, en testigos de su misericordia,

que sigue sanando y renovando la vida

de quienes lo buscan con corazón sincero.

Oh Francisco, hecho semejante al Crucificado

haz que tus estigmas sean para nosotros y para el mundo

signos luminosos de vida y de resurrección

que indiquen nuevos caminos de paz y de reconciliación. Amén.

 

Y ahora me gustaría darles la bendición con la reliquia de San Francisco.

 

Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 5 de abril de 2024



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