DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL CAPÍTULO GENERAL DE LOS OBLATOS DE SAN JOSÉ
Sala Clementina
Lunes, 26 de agosto de 2024
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Queridos hermanos, ¡buenos días!
Les doy la bienvenida al concluir su XVIII Capítulo General. Saludo al Padre Jan Pelczarski, reelegido Superior General - ¡lo has hecho bien, te han reelegido! -; saludo a los consejeros, a todos ustedes aquí presentes y a toda la «Familia Josefina Marelliana»: hermanas, laicos y jóvenes.
Como saben, mi familia también tiene orígenes de Asti. Tenemos raíces comunes en esa tierra del Piamonte, que vio nacer a su fundador San José Marello. Hermosa tierra, esa, del buen vino... ¡Hermosa tierra!
Como guía para su trabajo capitular han elegido las palabras de San Pablo a Timoteo: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti» (2 Tim 1,6). Son palabras exigentes, con las que se reconocen beneficiarios de un don -la santidad del Fundador, el carisma y la historia de su Congregación- y se comprometen a hacer suyas las responsabilidades que de ello se derivan: custodiar y hacer fructificar los talentos recibidos poniéndolos al servicio de sus hermanos y hermanas.
Y estas dos actitudes -gratitud y responsabilidad- recuerdan bien la figura de San José, el guardián de la Sagrada Familia, que es el modelo, inspirador e intercesor de su Congregación.
Por ello, quisiera destacar tres dimensiones de la existencia de José de Nazaret, que me parecen importantes también para su vida religiosa y para el servicio que prestan en la Iglesia: escondimiento, paternidad y atención a los últimos.
Primero: el escondimiento. San José Marello resumió este valor con el lema: «Cartujos en casa y apóstoles fuera de casa» - es hermoso, no lo sabía, cuando lo leí me impactó, una hermosa síntesis - y es muy importante. Es importante ante todo para ustedes, para que sepan enraizar su vida de fe y su consagración religiosa en un «estar» cotidiano con Jesús. No nos engañemos: sin Él no nos sostenemos, ninguno de nosotros. Cada uno tiene sus fragilidades, y sin el Señor que nos sostenga, no nos mantendríamos en pie. Por eso los animo a cultivar siempre una intensa vida de oración - «intensa» es quizá un adjetivo demasiado fuerte: una buena vida de oración, esto, no lo dejen- mediante la participación en los Sacramentos, la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, la Adoración Eucarística, tanto personal como comunitaria. Y sobre esto quiero subrayar: a veces descuidamos la adoración, la oración de adoración, el silencio ante el Señor, a veces es un poco aburrido adorar en silencio... Esto deberíamos hacerlo todos, pero especialmente los religiosos. En primer lugar, San José respondió así al inmenso don de tener en su casa al mismo Hijo de Dios hecho hombre: estando con Él, escuchándolo, hablando con Él y compartiendo con Él la vida de cada día. Recordemos: ¡sin Jesús no estamos en pie! En este momento les pido a todos que piensen en sus pecados: todos somos pecadores. Piensen ahora en sus pecados y vean que cuando cayeron en el pecado, fue porque no estaban cerca del Señor. Siempre es así. Quien está cerca del Señor se aferra inmediatamente y no cae. ¡Cercanía al Señor!
Y todo esto también se reflejará positivamente en su apostolado, especialmente en esa misión que les caracteriza como «apóstoles de los jóvenes». Los jóvenes no nos necesitan a nosotros: ¡necesitan a Dios! Y cuanto más vivamos en su presencia, más capaces seremos de ayudarles a encontrarse con él, sin protagonismos inútiles y teniendo en el corazón únicamente su salvación y su plena felicidad. Nuestros jóvenes -pero en realidad un poco todos nosotros- viven y vivimos en un mundo hecho de exterioridad, donde lo que cuenta es aparentar, obtener aprobación, tener experiencias siempre nuevas. Pero una vida vivida toda «exteriormente» te deja vacío por dentro, como quien pasa todo el tiempo en la calle y deja que su casa se estropee por falta de cuidados y de amor. Hagan de sus corazones, de sus comunidades, de sus casas religiosas, lugares donde se pueda sentir y compartir el calor de la familiaridad con Dios y entre hermanos y hermanas; donde, como dijo San Juan Pablo II, «la salvación, que pasa por la humanidad de Jesús, se realiza en los gestos que forman parte diariamente de la vida familiar» (Exhortación apostólica Redemptoris Custos, 8). Y así fue con San José.
Segundo: la paternidad. Las palabras que san José Marello escribió al padre Stefano Delaude son muy significativas a este respecto: «¡Pobre juventud, demasiado abandonada y descuidada, pobre generación en crecimiento demasiado dejada a merced de ti misma!» (Carta 31, 20 de febrero de 1869). Uno siente aquí el corazón de un padre, que se conmueve ante la belleza de sus hijos humillados por la indiferencia y el desinterés de aquellos que, por el contrario, deberían ayudarles a dar lo mejor de sí mismos. Y en la misma carta, prosigue, considerando lo injusta y estéril que es la actitud de quienes luego se limitan a criticar a esta juventud, abandonada y desorientada. Y éste es también el caso hoy. El santo obispo habla de «generosidad incorrecta», de «afectos mal orientados» (cf. ibid.): muestra, es decir, que percibe en los jóvenes un gran potencial de bien, que sólo espera florecer y dar fruto, si son apoyados y acompañados por guías sabios, pacientes y generosos. Y así quiere que sean ustedes, atentos al bien integral de los jóvenes, concretamente presentes junto a ellos y sus familias, expertos en el arte mayéutico de los buenos formadores, sabiamente respetuosos con los tiempos y las posibilidades de cada uno. Hermanos, ésta es una gran labor, laboriosa, pero indispensable, siempre, y especialmente en nuestros días (cf. Exhortación apostólica Christus vivit, 75).
Y en fin, después de la paternidad, la atención a los últimos. Una de las cosas que llama la atención del Santo Esposo de María es la fe generosa con la que acogió en su casa y en su vida a un Dios que, en contra de todas las expectativas, apareció a su puerta en el hijo de una joven frágil y sin posibilidad de recriminación. No había ningún derecho que María y su Niño pudieran reclamar humanamente ante el santo Patriarca, salvo el de una presencia que sólo la fe podía reconocer y la caridad acoger. Y José fue capaz de dar este paso: reconoció la presencia real de Dios en su pobreza y la hizo suya, es más, la unió a su vida. Porque acoger a los últimos es esto. No es rebajarse paternalistamente a su supuesta «inferioridad», sino compartir con ellos nuestra propia pobreza. Esto es lo que nos enseña Dios haciéndose pobre (cf. Flp 2,5-11); esto es lo que nos enseñó San José Marello, reservando en su corazón de pastor un lugar muy especial para los jóvenes más problemáticos, para la «pobre juventud», como le gustaba decir, y esto es lo que el Señor nos llama a hacer también hoy.
Queridos hermanos, quería compartir con ustedes estas reflexiones para su camino. Gracias por lo que hacen en la Iglesia y en la sociedad, gracias por su servicio. Continúen con esta generosidad. Rezo por ustedes y les bendigo. Y, por favor, no olviden rezar por mí.
Y me gustaría contarles algo que me hace reír. Tengo en mi habitación un cuadro de San José durmiendo, pero se dice que en su vida José no pudo dormir, sufría de insomnio, ¡porque todas las veces que se durmió le cambiaron la vida! [risas]¡Esto fuera del texto, ¡cierto! El hombre que se deja cambiar la vida: y me hace un gran bien pensar en eso. Es valiente ese joven...
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 26 de agosto de 2024
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