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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 23 de julio de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. El hecho de que el papel de la mujer sea reconocido cada vez más, no sólo en el ámbito de la familia, sino también en el horizonte más vasto de todas las actividades sociales, constituye un «signo de los tiempos». Sin la contribución de las mujeres, la sociedad es menos viva, la cultura menos rica y la paz más insegura. Por eso, se han de considerar profundamente injustas, no sólo con respecto a las mismas mujeres, sino también con respecto a la sociedad entera, las situaciones en las que se impide a las mujeres desarrollar todas sus potencialidades y ofrecer la riqueza de sus dones.

Ciertamente, su valorización extra-familiar, especialmente en el período en que realizan las tareas más delicadas de la maternidad, debe hacerse dentro del respeto a esa misión fundamental. Pero, quedando a salvo esa exigencia, es preciso esforzarse con empeño para lograr que las a mujeres se les abra el mayor espacio posible en todos los ámbitos de la cultura, de la economía, de la política y de la vida eclesial, a fin de que la entera convivencia humana se enriquezca cada vez más con los dones propios de la masculinidad y la femineidad.

2. En realidad, la mujer tiene su «genio», que tanto la sociedad como la Iglesia necesitan de forma vital. Desde luego, no se trata de contraponer la mujer al hombre, pues es evidente que las dimensiones y los valores fundamentales son comunes. Pero esas dimensiones y valores adquieren en el hombre y en la mujer alcance, resonancia y matices diversos, y precisamente esa diversidad es fuente de enriquecimiento.

En la Mulieris dignitatem puse de relieve un aspecto del «genio femenino» que quisiera subrayar ahora: la mujer está dotada de una capacidad particular de acoger a la persona concreta (cf. n. 18). También este rasgo singular suyo, que la abre a una maternidad son sólo física sino también afectiva y espiritual, es parte del plan de Dios, que ha confiado el ser humano a la mujer de un modo muy particular (cf. ib., 30). Naturalmente, la mujer, al igual que el hombre, debe vigilar para que su sensibilidad no caiga en la tentación del egoísmo posesivo, y para ponerla al servicio de un amor auténtico. Con estas condiciones, la mujer da sus frutos mejores, aportando en todas partes un toque de generosidad, ternura y gusto por la vida.

3. Contemplemos el modelo de la Virgen santísima. En el relato de las bodas de Caná, el evangelio de san Juan nos ofrece un detalle sugestivo de su personalidad, cuando nos dice que, aun dentro del clima festivo de un banquete nupcial, sólo ella se da cuenta de que estaba a punto de faltar el vino. Y para evitar que la alegría de los esposos se transformara en un apuro penoso, no dudó en pedir a Jesús su primer milagro. ¡Ése es el «genio» de la mujer! La delicadeza solícita, plenamente femenina y materna, de María ha de ser el espejo ideal de toda auténtica femineidad y maternidad.

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Después del Ángelus

Saludo ahora con afecto a los peregrinos de América Latina y de España. A todos deseo que las actividades veraniegas os ayuden también a renovaros en el espíritu. Mientras os encomiendo a la maternal protección de la Santísima Virgen, os imparto, de corazón, a vosotros y a vuestras familias la Bendición Apostólica.



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