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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 16 de febrero de 1997

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Estas palabras de Jesús dan el tono a toda la Cuaresma, que ha comenzado el miércoles pasado, miércoles de Ceniza. La Iglesia se ha puesto en camino hacia la Pascua. Un camino de penitencia, o sea, de revisión profunda de nuestra vida. Estamos llamados a verificar nuestra acogida efectiva del Evangelio sabiendo que, antes incluso de ofrecer un proyecto de vida, es una nueva, más aún, como dice la misma palabra «evangelio», una buena nueva.

Es la buena nueva de que Dios nos ama y se ha hecho solidario con nosotros en su Hijo encarnado, rescatándonos del pecado y de la muerte. Por tanto, el Evangelio es anuncio de liberación, de alegría y de plenitud de vida. Pero quien acoge en serio este anuncio no puede menos de asumir también el compromiso de una vida nueva, inspirada en los valores evangélicos. Se trata de pasar de una existencia superficial a una interioridad profunda, del egoísmo al amor, esforzándose por vivir a ejemplo de Cristo mismo.

2. Para ayudarnos en este compromiso, la Iglesia nos señala un itinerario que se sintetiza en tres palabras: oración, ayuno y limosna.

La oración puede expresarse de varias maneras, personales y comunitarias. Pero debemos vivir, sobre todo, su esencia, poniéndonos a la escucha de Dios que nos habla, conversando con él como hijos, en un diálogo íntimo, lleno de confianza y amor.

El ayuno, además de ser una práctica externa, que consiste en sobriedad en la comida y en el tenor de vida, es un esfuerzo sincero por quitar de nuestro corazón todo lo que es fruto del pecado y nos inclina al mal.

La limosna, que no ha de reducirse a un ofrecimiento esporádico de dinero, consiste en tomar una actitud que nos lleve a compartir y acoger. Basta «abrir los ojos» para ver a tantos hermanos que sufren, material y espiritualmente, a nuestro alrededor. Por tanto, la Cuaresma es una fuerte invitación a la solidaridad.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, miremos a María, para que por su mirada materna alcancemos la valentía de la conversión. Ella sabe cuán débiles somos, pero también conoce los infinitos recursos de misericordia de su Hijo divino. Que la Virgen santísima nos obtenga la gracia de confiar en Cristo, para continuar con alegría el camino cuaresmal y examinar sinceramente nuestra vida a la luz del Evangelio.



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