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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de febrero de 1983

 

1. Dijimos ya que en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura del matrimonio como signo sacramental, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo declaró sobre la unidad e indisolubilidad, haciendo referencia al “principio”, sino también (y aún más) lo que dijo en el sermón de la montaña, cuando apeló al “corazón humano”. Aludiendo al mandamiento “No adulterarás», Cristo habló de “adulterio en el corazón”: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28).

Así, pues, al afirmar que el signo sacramental del matrimonio - signo de la alianza conyugal del hombre y de la mujer - se forma basándose en el “lenguaje del cuerpo” una vez releído en la verdad (y releído continuamente), nos damos cuenta de que el que relee este “lenguaje” y luego lo expresa, en desacuerdo con las exigencias propias del matrimonio como pacto y sacramento, es natural y moralmente el hombre de la concupiscencia: varón y mujer, entendidos ambos como el “hombre de la concupiscencia”. Los Profetas del Antiguo Testamento tienen ante los ojos ciertamente a este hombre cuando, sirviéndose de una analogía, censuran el “adulterio de Israel y de Judá”. El análisis de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña nos lleva a comprender más profundamente el “adulterio” mismo. Y a la vez nos lleva a la convicción de que el “corazón” humano no es tanto “acusado y condenado” por Cristo a causa de la concupiscencia (concupiscencia carnis), cuanto, ante todo, “llamado”. Aquí se da una decisiva divergencia entre la antropología (o la hermenéutica antropológica) del Evangelio y algunos influyentes representantes de la hermenéutica contemporánea del hombre (los llamado dos maestros de la sospecha).

2.Pasando al terreno de nuestro análisis presente, podemos constatar que, aunque el hombre, a pesar del signo sacramental del matrimonio, a pesar del consentimiento matrimonial y de su realización, permanezca siendo naturalmente el «hombre de la concupiscencia”, sin embargo es, a la vez, el hombre de la “llamada”. Es “llamado” a través del misterio de la redención del cuerpo, misterio divino, que es simultáneamente - en Cristo y por Cristo en cada hombre - realidad humana. Además, ese misterio comporta un determinado ethos que por esencia es “humano”, y al que ya hemos llamado antes ethos de la redención.

3. A la luz de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, a la luz de todo el Evangelio y de la Nueva Alianza, la triple concupiscencia (y en particular la concupiscencia de la carne) no destruye la capacidad de releer en la verdad el “lenguaje del cuerpo” - y de releerlo continuamente de un modo más maduro y pleno -, en virtud del cual se constituye el signo sacramental tanto en su primer momento litúrgico, como, luego, en la dimensión de toda la vida. A esta luz hay que constatar que, si la concupiscencia de por sí engendra múltiples “errores” al releer el “lenguaje del cuerpo” y juntamente con esto engendra incluso el “pecado”, el mal moral, contrario a la virtud de la castidad (tanto conyugal como extraconyugal), sin embargo, en el ámbito del ethos de la redención queda siempre la posibilidad de pasar del “error” a la “verdad”, como también la posibilidad de retorno, o sea, de conversión, del pecado a la castidad, como expresión de una vida según el Espíritu (cf. Gál 5, 16).

4. De este modo, en la óptica evangélica y cristiana del problema, el hombre “histórico” (después del pecado original), basándose en el “lenguaje del cuerpo” releído en la verdad, es capaz - como varón y mujer - de constituir el signo sacramental del amor, de la fidelidad y de la honestidad conyugal, y esto como signo duradero: “Serte fiel siempre en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Esto significa que el hombre es, de modo real, autor de los significados por medio de los cuales, después de haber releído en la verdad el “lenguaje del cuerpo”, es incluso capaz de formar en la verdad ese lenguaje en la comunión conyugal y familiar de las personas. Es capaz de ello también como “hombre de la concupiscencia”, al ser 'llamado” a la vez por la realidad de la redención de Cristo (simul lapsus et redemptus).

5. Mediante la dimensión del signo, propia del matrimonio como sacramento, se confirma la específica antropología teológica, la específica hermenéutica del hombre, que en este caso podría llamarse también “hermenéutica del sacramento”, porque permite comprender al hombre basándose en el análisis del signo sacramental. El hombre - varón y mujer - como ministro del sacramento, autor (co-autor) del signo sacramental, es sujeto consciente y capaz de autodeterminación. Sólo sobre esta base puede ser el autor del “lenguaje del cuerpo”, puede ser también autor (co-autor) del matrimonio como signo: signo de la divina creación y “redención del cuerpo”. El hecho de que el hombre (el varón y la mujer) es el hombre de la concupiscencia, no prejuzga que sea capaz de releer el lenguaje del cuerpo en la verdad. Es el “hombre de la concupiscencia”, pero al mismo tiempo es capaz de discernir la verdad de la falsedad en el lenguaje del cuerpo y puede ser autor de los significados verdaderos (o falsos) de ese lenguaje.

6. Es el hombre de la concupisciencia, pero no está completamente determinado por la “libido” (en el sentido en que frecuentemente se usa este término). Esa determinación significaría que el conjunto de los comportamientos del hombre, incluso también, por ejemplo, la opción por la continencia a causa de motivos religiosos, sólo se explicaría a través de las específicas transformaciones de esta “libido”. En tal caso - dentro del ámbito del lenguaje del cuerpo -, el hombre estaría condenado, en cierto sentido, a falsificaciones esenciales: sería solamente el que expresa una específica determinación de parte de la “libido”, pero no expresaría la verdad (o la falsedad) del amor nupcial y de la comunión de las personas, aún cuando pensase manifestarla. En consecuencia. estaría condenado, pues, a sospechar de sí mismo y de los otros, respecto a la verdad del lenguaje del cuerpo. A causa de la concupiscencia de la carne podría solamente ser “acusado”, pero no podría ser verdaderamente “llamado”.

La “hermenéutica del sacramento” nos permite sacar la conclusión de que el hombre es siempre esencialmente “llamado” y no sólo “acusado”, y esto precisamente en cuanto “hombre de la concupiscencia”.



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