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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 8 de mayo de 1991

 

El Espíritu Santo, principio vital de la fe

1. La fe es el don fundamental que concede el Espíritu Santo para la vida sobrenatural. El autor de la carta a los Hebreos insiste mucho en este don, cuando escribe a los cristianos atribulados por las persecuciones: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba (o convencimiento) de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). En este texto de la carta a los Hebreos se ha visto una especie de definición teológica de la fe, que, como explica santo Tomás, citándolo, no tiene como objeto las realidades vistas con el intelecto o experimentadas con los sentidos, sino la verdad trascendente de Dios (Veritas Prima), que la revelación nos propone (cf. II-II, q. 1, a. 4; y a. 1).

Para animar a los cristianos, el autor de la carta a los Hebreos aduce el ejemplo de los creyentes del Antiguo Testamento, casi resumiendo la hagiografía del libro del Eclesiástico (capítulos 44-50), para decir que todos ellos se movieron hacia el Dios invisible porque estaban sostenidos por la fe. La carta cita diecisiete ejemplos: «Por la fe, Abel... Por la fe, Noé... Por la fe, Abraham... Por la fe, Moisés...». Y nosotros podemos añadir: Por la fe, María... Por la fe, José... Por la fe, Simeón y Ana... Por la fe, los Apóstoles, los mártires, los confesores, las vírgenes; y los obispos, los presbíteros, los religiosos y los laicos cristianos de todos los siglos... Por la fe, la Iglesia ha caminado a lo largo de los siglos y sigue caminando hoy hacia el Dios invisible, bajo el impulso y la guía del Espíritu Santo.

2. La virtud sobrenatural de la fe puede asumir una forma carismática, como don extraordinario reservado sólo a algunos (cf. 1 Co 12, 9). Pero, en sí misma, es una virtud que el Espíritu ofrece a todos. Como tal, por tanto, la fe no es un carisma, es decir, uno de los dones especiales que el Espíritu «distribuye a cada uno en particular según su voluntad» (1 Co 12, 11; cf. Rm 12, 6); sino que es uno de los dones espirituales necesarios a todos los cristianos, el máximo de los cuales es la caridad: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Co 13, 13).

Queda claro que la fe, según la doctrina de san Pablo, aún siendo una virtud, es ante todo un don: «A vosotros se os ha concedido la gracia de que (...) creáis en Cristo» (Flp 1, 29); y es suscitada en el alma por el Espíritu Santo (cf. 1 Co 12, 3). Más aún, es una virtud por ser un don «espiritual», don del Espíritu Santo que hace al hombre capaz de creer. Y lo es ya desde su inicio, como definió el Concilio de Orange (529), al afirmar: «También el inicio de la fe, más aún, la misma disposición a creer... tiene lugar en nosotros por un don de la gracia, es decir, de la inspiración del Espirita Santo, quien lleva nuestra voluntad de la incredulidad a la fe» (can. 5: DS 375). Dicho don tiene un valor definitivo, como dice san Pablo: «subsiste». Y está destinado a influir en toda la vida del hombre, hasta el momento de la muerte, cuando la fe encuentra su maduración con el paso a la visión beatífica.

3. San Pablo en su carta a los Corintios afirma la relación entre la fe y el Espíritu Santo, cuando les recuerda que su acceso al Evangelio tuvo lugar mediante la predicación, en la que obraba el Espíritu Santo: «Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder» (1 Co 2, 4). El Apóstol no se refiere sólo a los milagros que acompañaron su predicación (cf. 2 Co 12, 12), sino también a las demás efusiones y manifestaciones del Espíritu Santo, que Jesús había prometido antes de la Ascensión (cf. Hch 1, 8). A Pablo el Espíritu le concedió, de modo especial en su predicación, no saber nada entre los Corintios «sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2, 2). El Espíritu Santo impulsó a Pablo a proponer a Cristo como objeto esencial de la fe, según el principio enunciado por Jesús en el discurso del Cenáculo: «Él me dará gloria» (Jn 16, 14). El Espíritu Santo es, pues, el inspirador de la predicación apostólica. Lo dice claramente san Pedro en su carta: «Predican el Evangelio en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1 P 1, 12).

El Espíritu Santo es también quien la confirma, como nos lo atestiguan los Hechos de los Apóstoles cuando nos refieren la predicación de Pedro a Cornelio y a sus compañeros: «El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (Hch 10, 44). Y Pedro aduce ese hecho como una aprobación de su acción al admitir a personas no judías a la Iglesia. El Espíritu mismo suscitó en aquellos paganos el deseo de acoger la predicación y los introdujo en la fe de la comunidad cristiana. Y también él, como hizo en el caso de Pablo, impulsa a Pedro a poner a Jesucristo en el centro de la predicación. Pedro declara sintéticamente: «Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder... y nosotros somos testigos de todo lo que hizo» (Hch 10, 38-39). Jesucristo es propuesto como aquel que, consagrado en el Espíritu, exige la fe.

4. El Espíritu Santo anima la profesión de la fe en Cristo. Según san Pablo, antes y por encima de todos «los carismas» particulares está el acto de fe, del que dice: «Nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’ sino con el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Reconocer a Cristo y, por tanto, seguirlo y dar testimonio de él, es obra del Espíritu Santo. Esta doctrina se encuentra en el Concilio de Orange, que hemos citado, y en el Concilio Vaticano I (1869-1870), según el cual nadie puede acoger la predicación evangélica «sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la docilidad necesaria para aceptar y creer en la verdad» (Const. Dei Filius, c. 3; DS 3010).

Santo Tomás, citando el Concilio de Orange, explica que la fe desde su inicio es don de Dios (cf. Ef 2, 8-9), porque «el hombre, al dar su asentimiento a las verdades de fe, es elevado por encima de su naturaleza... y eso no puede realizarse si no es en virtud de un principio sobrenatural que lo mueve desde dentro, es decir, Dios. Por ello, la fe viene de Dios, que obra en el interior por medio de la gracia» (II-II, q. 6, a. 1).

5. Después del inicio de la fe, todo su desarrollo posterior se realiza bajo la acción del Espíritu Santo. De manera especial, la continua profundización de la fe, que lleva a conocer cada vez mejor las verdades que se creen, es obra del Espíritu Santo, quien da al alma una luz siempre nueva para penetrar el misterio (cf. Santo Tomás, II-II, q. 8, aa. I y 5). Lo escribe san Pablo a propósito de la «sabiduría que no es de este mundo», concedida a quienes caminan de acuerdo con las exigencias del Evangelio. Citando algunos textos del Antiguo Testamento (cf. Is 64, 3; Jer 3, 16; Si 1, 8), quiere mostrar que la revelación recibida por él y por los Corintios supera incluso las más altas aspiraciones humanas: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2, 9-10); «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 12). Por tanto, entre los maduros en la fe, «hablamos de sabiduría» (1 Co 2, 6), bajo la acción del Espíritu Santo, que lleva a un descubrimiento siempre nuevo de las verdades contenidas en el misterio de Dios.

6. La fe requiere una vida que esté de acuerdo con la verdad reconocida y profesada. Según san Pablo, esta fe «actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Santo Tomás, refiriéndose a este texto de san Pablo, explica que «la caridad es la forma de la fe» (II-II, q. 4, a. 3), o sea, el principio vital, animador, vivificante. De él depende que la fe sea una virtud (II-II, q. 4, a. 5) y que dure en una adhesión creciente a Dios y en las aplicaciones al comportamiento y a las relaciones humanas, bajo la guía del Espíritu.

Nos lo recuerda el Concilio Vaticano II, que escribe: «Con este sentido de la fe, que el Espíritu de la verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe... y penetra más profundamente en ella con juicio certero, y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio» (Lumen gentium, 12). Se comprende, por ello, la exhortación de san Pablo: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16). Se comprende también la necesidad de la oración al Espíritu Santo para pedirle que nos dé la gracia del conocimiento y de la conformidad de la vida con la verdad conocida. Así, en el himno «Veni, Creator Spiritus» le pedimos, por una parte: «Per te sciamus da Patrem»... «Danos a conocer al Padre, y también al Hijo...»; pero, por otra, le suplicamos: «Infunde lumen sensibus»...«Ilumina nuestros sentidos; penetra de amor nuestros corazones; refuerza nuestros cuerpos débiles con tu fuerza. Aleja a nuestro enemigo; danos la paz del alma; haz que, bajo tu guía, evitemos todos los peligros». Y en la Secuencia de Pentecostés, le confesamos: «Mira el vacío del hombre, si tú faltas por dentro»; para luego pedirle: «Lava lo que está manchado; riega lo que es árido; sana lo que está herido; doblega lo que es rígido; infunde calor a lo que está frío; endereza lo que está torcido...». En la fe ponemos bajo la acción del Espíritu Santo toda nuestra vida.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me es grato saludar muy cordialmente a todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España. En este mes de mayo, especialmente dedicado a la Virgen María, exhorto a todos a renovar su devoción mariana, que se traduzca en una creciente formación cristiana y un ilusionado dinamismo apostólico.

Con estos deseos imparto con afecto la Bendición Apostólica.



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