ACTO FINAL DEL MES DE MARÍA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Gruta de Lourdes de los jardines vaticanos
Jueves 31 de mayo de 1979
"Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor" (Lc 1, 45).
1. Con este saludo la anciana Isabel alaba a su joven pariente María, que ha venido, humilde y poderosa, a prestarle sus servicios. Bajo el impulso del Espíritu Santo la madre del Bautista, antes que nadie, comienza a proclamar, en la historia de la Iglesia, las maravillas que Dios ha hecho en la muchacha de Nazaret, y ve realizada plenamente en María la bienaventuranza de la fe, porque ha creído en el cumplimiento de la palabra de Dios.
Al finalizar el mes mariano, en esta espléndida tarde romana, junto a este lugar que nos evoca la gruta de Lourdes, debemos reflexionar, hermanas y hermanos queridísimos, en la actitud interior fundamental de la Virgen Santísima en su relación con Dios: su fe. ¡María ha creído! Ha creído en las palabras del Señor, transmitidas por el Arcángel Gabriel; su corazón purísimo, ya entregado totalmente a Dios desde la infancia, se dilató en la Anunciación por el Fiat generoso, incondicional, con el que aceptó convertirse en la Madre del Mesías e Hijo de Dios: desde ese momento Ella, introduciéndose aún más profundamente en el plan de Dios, se dejará llevar de la mano por la misteriosa Providencia y por toda la vida, arraigada en la fe, seguirá espiritualmente, a su Hijo, convirtiéndose en su primera y perfecta "discípula" y realizando cotidianamente las exigencias de este seguimiento, según las palabras de Jesús: "El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 27).
Así María avanzará durante toda la vida en la "peregrinación de la fe" (cf Const. Dogm. Lumen gentium, 58), mientras su queridísimo Hijo, incomprendido, calumniado, condenado, crucificado. le señalará, día tras día, un camino doloroso, premisa necesaria para esa glorificación cantada en el Magnificat: "todas las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lc 1, 48). Pero antes, María deberá subir también al Calvario para asistir dolorosa, a la muerte de su Jesús.
La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta otro aspecto de la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Apenas ha sabido por el Arcángel Gabriel el estado de su pariente Isabel, se pone inmediatamente en camino hacia la montaña, para llegar "con prisa" a su ciudad de Judea, la actual "Ain Karim". El encuentro de las dos Madres es también el encuentro entre el Precursor y el Mesías que, por la mediación de su Madre, comienza a obrar la salvación haciendo exultar de alegría a Juan el Bautista todavía en el seno de la madre.
"A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros... Y nosotros tenemos de El este precepto: que quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4, 12. 21), dirá San Juan Evangelista. Pero ¿quién mejor que María había realizado este mensaje? ¿Y quién, sino Jesús, a quien Ella llevaba en el seno, la apremiaba, la incitaba, la inspiraba esta continua actitud de servicio generoso y de amor desinteresado hacia los otros? "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mt 20, 28), dirá Jesús a sus discípulos; pero su Madre ya habrá realizado perfectamente esta actitud del Hijo. Volvamos a escuchar el célebre comentario, lleno de unción espiritual, que San Ambrosio hace del viaje de María: "Alegre de cumplir su deseo, delicada en su deber, diligente en su alegría, se apresuró hacia la montaña. ¿Adónde, sino hacia las cimas, debía tender con prisa la que ya estaba llena de Dios? La gracia del Espíritu Santo no conoce obstáculos que retrasen el paso" (Expositio Evangelii secundum Lucas, II, 19; CCL 14, pág. 39).
Y si reflexionamos con particular atención sobre el pasaje de la Carta a los romanos, escuchado hace un poco, nos damos cuenta de que brota de él una imagen eficaz del comportamiento de María Santísima, para nuestra edificación: su caridad no tuvo ficciones; amaba profundamente a los otros; ferviente de espíritu, servía al Señor; alegre en la esperanza; fuerte en la tribulación; perseverante en la oración; solícita para las necesidades de los hermanos (cf. Rom 12, 9-13).
3. "Alegre en la esperanza": la atmósfera que empapa el episodio evangélico de la Visitación es la alegría: el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; ésta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magníficat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica.
Pero ¿cuál es la misteriosa fuente oculta de esta alegría? Es Jesús, a quien María ya ha concebido por obra del Espíritu Santo, y que comienza ya a derrotar lo que es la raíz del miedo, de la angustia, de la tristeza: el pecado, la esclavitud más humillante para el hombre.
Esta tarde celebramos juntos el final del mes mariano de 1979. Pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el ejemplo de María, "el nombre de la hermosa flor que siempre invoco / mañana y tarde", como canta el poeta Dante Alighieri (Paradiso, XXIII, 88).
¡Oh Virgen Santísima, Madre de Dios, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, míranos clemente en esta hora!
¡Virgo Fidelis, Virgen Fiel, ruega por nosotros! ¡Enséñanos a creer como Tú has creído! Haz que nuestra fe en Dios, en Cristo, en la Iglesia, sea siempre límpida, serena, valiente, fuerte, generosa.
¡Mater Amabilis, Madre digna de amor! ¡Mater Pulchrae Dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos como Tú los has amado: haz que nuestro amor hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso.
¡Causa nostrae letitiae, Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros! Enséñanos a saber recoger, en la fe, la paradoja de la alegría cristiana, que nace y florece del dolor, de la renuncia, de la unión con tu Hijo crucificado: haz que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poderla comunicar a todos.
Amén.
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