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SANTA MISA PARA EL MOVIMIENTO GEN - GENERACIÓN NUEVA-

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Plaza de San Pedro
Domingo 18 de mayo de 1980

 

Queridísimos jóvenes del Movimiento GEN:

1. Mi cordial bienvenida a todos vosotros. La alegría que brilla en vuestros rostros y que se expresa en vuestros cantos ha creado en torno a esta celebración eucarística un clima de íntima y profunda, comunión, el clima característico de una familia reunida en torno al hogar.

Sí, el "hogar"; un término que tiene un significado grande para vosotros. El pensamiento va espontáneamente al primer "hogar", constituido por los discípulos reunidos en el Cenáculo, "en el piso alto de la casa" (cf. Act 1, 13), después de la Ascensión del Señor. El libro de los Hechos los describe, mientras "perseveraban unánimes en la oración, con María" (cf. ib., ver. 14), esperando la venida del Espíritu Santo, que les había prometido el Maestro. En esa espera, en esa oración, en esa unión fraterna que forman —preparándose a la primera venida y, luego, a través de esa misma venida, viviendo en la caridad—, se realiza en su principio más profundo ese "por un mundo unido", que constituye el lema comprometido de este encuentro vuestro. De esta fusión, que se realizó en el Cenáculo, se podría decir que toma su origen y su fuente toda la espiritualidad de los "focolarinos".

El Movimiento, del que sois una expresión, tiene su centro focal en el amor que el Espíritu Santo difunde en los corazones de los creyentes. El mundo tiene una necesidad inmensa de este amor. Vosotros sois plenamente conscientes de ello: habéis reflexionado largamente sobre las tensiones que se contraponen entre sus individuos, clases sociales, áreas económicas y políticas, grupos que se inspiran en ideologías y fe diversas. En particular, os habéis dado cuenta de las divisiones y contradicciones introducidas en la humanidad por esas ideologías que tienen una base común materialista y que, examinándolas bien, no pueden tener otra perspectiva final que la pavorosa de una destrucción recíproca..

Pero vosotros, queridísimos jóvenes, no os habéis resignado frente a estas realidades. Con el entusiasmo que es propio de vuestra edad, no os habéis rendido al presente, habéis dirigido vuestra mirada al futuro, con la esperanza confiada de poder dejar, a quienes vendrán después de vosotros, un mundo mejor que el que habéis encontrado.

2. ¿Qué es lo que os inspira semejante confianza? ¿De dónde sacáis la valentía para proyectar e intentar la empresa ciclópea de la construcción de un mundo unido? Me parece escuchar la respuesta que prorrumpe de vuestros corazones: "De la Palabra de Jesús. Es El quien nos ha pedido amarnos entre nosotros hasta llegar a ser una sola cosa. Más aún, El ha orado por esto".

Efectivamente, es así: hemos vuelto a escuchar sus palabras en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar. Jesús pronunció esas palabras en la última Cena, pocas horas antes de dar comienzo a su pasión. Son palabras en las que se encierra el ansia suprema del corazón del Verbo encarnado. Jesús entrega esta ansia a su Padre, como a Aquel que es el único que puede entender toda su intensidad y su urgencia, y que es el único en disposición de corresponder a ella eficazmente. Jesús pide al Padre el don de la unidad entre todos los que creerán en El: "Que todos sean una sola cosa".

No se trata de una recomendación dirigida directamente a nosotros. Merece la pena subrayarlo. Jesús, que nos conoce hasta el fondo (cf. Jn 2, 24 s.), sabe que no puede confiar particularmente en nosotros para la realización de un proyecto tan radical. Es necesaria una intervención de lo alto que, asumiendo nuestros corazones mezquinos en la corriente de amor que fluye entre las Personas divinas, los haga capaces de superar las barreras del egoísmo y de abrirse al "tú" de los hermanos en una comunión vital, en la que cada uno se pierda como él solo para volverse a encontrar en un "nosotros", que habla con la voz misma de Cristo, Primogénito de la humanidad nueva.

A esto se ha remitido el Concilio Vaticano II cuando, apoyándose en el mismo pasaje escriturístico, ha hablado de "horizontes cerrados a la razón humana", horizontes por los que, sin embargo, parece que el hombre, única criatura en la tierra a la que Dios haya amado por sí misma. "no puede encontrar su propia plenitud sino a través de la entrega sincera de sí" (Gaudium et spes, 24).

Estos "horizontes cerrados" podemos entreverlos y aventurarnos a ellos, si nos abrimos a la gracia de Cristo, que nos eleva a la participación misma de la vida trinitaria: el misterio altísimo de la eterna comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se convierte entonces en el modelo ejemplar y como en la fuente alimentadora de la comunión que debe establecerse entre los hombres: "Como Tú, Padre, estás en mí, y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros uno" (Jn 17, 21).

"En nosotros": la unidad plena no se construye sobre otro fundamento. Por tanto, es necesario que cada uno se comprometa, ante todo, en la búsqueda de una unión cada vez más profunda con Dios, mediante la fe, el diálogo de la oración, la purificación del corazón, si quiere contribuir eficazmente a la construcción de la unidad. Para el creyente la dimensión vertical de la apertura a Dios y de la relación con El es el presupuesto que condiciona todo otro compromiso en la dimensión horizontal de la relación con los hermanos.

3. Sin embargo, esto, como es obvio, no significa que tenga poca importancia el compromiso que tiende a establecer nuevas relaciones de cordialidad sincera con los hermanos. Aún más, la calidad de estas relaciones, según la enseñanza de la Escritura, es criterio de comprobación de la autenticidad de la relación que se dice tener con Dios (cf. 1 Jn 4, 20; 3, 17). El esfuerzo para construir la unidad se presenta como la piedra de toque sobre la que cada uno de los cristianos debe verificar la seriedad de la propia adhesión al Evangelio.

¿Cuál será en concreto la actitud con la que el cristiano deberá disponerse a ir al encuentro de sus semejantes? Deberá ser fundamentalmente una actitud de confianza y de estima. El cristiano debe creer en el hombre, creer "en todo su potencial de grandeza, y además en su necesidad de redención del mal y del pecado que está en él". Esto dije en el mensaje de principio de año para la Jornada mundial de la Paz (cf. núm. 2); y me agrada remachar, en esta circunstancia particularmente significativa, la urgencia de ahondar bien a fondo en nosotros mismos, para llegar a esas zonas en las que —más .allá de las divisiones que comprobamos en nosotros y entre nosotros— podamos descubrir que los dinamismos propios del hombre. lo llevan al encuentro, al respeto recíproco, a la fraternidad y a la paz (cf. ib., núm. 4).

4. Cuando nos colocamos en esta óptica, somos llevados espontáneamente a comprender al otro  y sus razones, a reducir a sus proporciones reales sus eventuales errores, a corregir o a integrar los propios puntos de vista, de acuerdo con los nuevos aspectos de verdad que emergen de la confrontación. En particular, se está en disposición de preservarse de la actitud de aquellos que, en el ardor de la polémica, terminan por desacreditar a quien piensa diversamente, atribuyéndole intenciones deshonestas o métodos incorrectos (cf. ib., núm. 5).

Sólo quien cultiva el respeto sincero por el propio semejante puede abrirse a él en un diálogo fructuoso y constructivo. En ese Mensaje he definido al diálogo como "medio indispensable de la paz" (ib., núm. 8). Efectivamente, lo es, al menos, cuando quien lo practica se esfuerza por atenerse a las reglas propias de él. Mi predecesor, el Papa Pablo VI, las ha descrito admirablemente en su Encíclica Ecclesiam suam: "El diálogo, recordaba él, no es orgulloso, no es mordaz, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es mandato, no es imposición. Es pacífico; evita los modos violentos; es paciente; es generoso" (núm. 83).

El diálogo: he aquí el camino por el que es posible dar grandes pasos hacia un entendimiento cada vez más profundo y hacia esa unidad que es meta siempre perfectible aquí abajo, porque nunca se la alcanza del todo.

5. Hay, sin embargo, una exigencia perjudicial, que condiciona todo compromiso serio en este sentido: consiste en la disponibilidad a perdonar. El pecado forma parte del bagaje del hombre histórico. No es posible, pues, imaginarse que se puede encontrar al hombre sin encontrar el pecado. Un planteamiento realista del diálogo puede prescindir de contar también con la necesidad de la "reconciliación" entre personas divididas por el pecado. Por esto, Jesús insistió con tanta fuerza en el deber del perdón, hasta hacer de él la condición para poder esperar, a su vez, el perdón de Dios (cf. Mt 6, 12. 14-15; 18, 35).

Y El personalmente nos dio ejemplo, porque en la cruz se encuentran la inocencia absoluta y la malicia más perversa. La oración: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34), nos quita todo posible pretexto para cerrarnos en nosotros mismos y rechazar el perdón.

San Esteban lo había comprendido perfectamente: en la primera lectura de esta liturgia lo hemos visto mientras, al caer bajo los golpes de las piedras, pronunciaba las palabras que resaltan su grandeza moral para siempre: "Señor, no les imputes este pecado" (Act 7, 60).

6. Queridísimos jóvenes, generación nueva que lleva en las manos el mundo del futuro: Vosotros habéis decidido hacer del amor la norma inspiradora de vuestra vida. Por esto, el compromiso por la unidad se ha convertido en vuestro programa. Es un programa eminentemente cristiano. El Papa, pues, se siente muy contento al animaros a proseguir en este camino, cueste lo que cueste. Debéis dar a vuestros coetáneos el testimonio de un entusiasmo generoso y de una constancia inflexible en el compromiso exigido por la voluntad de construir un mundo unido.

Vosotros sabéis dónde encontrar la fuente para sacar las energías necesarias para este camino nada fácil: está en el Corazón de Aquel que es "el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Ap 22, 13). De El se ha dicho que ofrece a cada uno "gratis el agua de la vida" (ib., ver. 17).

Sea, pues, Cristo vuestro punto seguro de referencia, el fundamento de una confianza que no conoce vacilaciones. La invocación apasionada de la Iglesia: "Ven, Señor Jesús", se convierta en el suspiro espontáneo de vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende siempre al "todavía no" del cumplimiento prometido.

Queridísimos jóvenes: Vuestra vida debe gritar al mundo vuestra fe en Aquel que ha dicho: "He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa" (Ap 22, 12). Debéis ser la vanguardia del pueblo en camino hacia esos "nuevos cielos" y esa "tierra nueva, en que tiene su morada la justicia" (2 Pe 3, 13). Los hombres que saben mirar al futuro son los que hacen la historia; los otros son arrastrados por ella y terminan por encontrarse al margen de ella, envueltos en una red de ocupaciones, de proyectos, de esperanzas que, al fin de cuentas, se manifiestan engañosos y alienantes. Sólo quien se compromete en el presente, sin dejarse "aprisionar" por él, sino permaneciendo con la mirada del corazón fija en las "cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios" (Col 3, 1), puede orientar la historia hacia su realización.

De tal realización es una anticipación "en el misterio" esta celebración eucarística. Ahora, como en cada una de las Misas, a la invocación de la Iglesia, Esposa de Cristo sometida todavía a las tribulaciones del mundo presente, se une la del Espíritu: "El Espíritu y la Esposa dicen: Ven" (Ap 22, 17). La liturgia de la tierra se armoniza con la del cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: "Dice el que testifica estas cosas: Sí, vengo pronto" (ib., ver. 20).

Sostenidos por esta certeza, reanudamos la marcha por los caminos del mundo, sintiéndonos más unidos y solidarios entre nosotros y, al mismo tiempo, llevando en el corazón el deseo que se ha hecho más ardiente de comunicar a los hermanos, envueltos todavía en las sombras de la duda y del desconsuelo, el "gozoso anuncio" de que en el horizonte de su existencia ha surgido "la estrella radiante de la mañana" (Ap 22. 16): el Redentor del hombre, Cristo Señor.

 



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