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VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE

SANTA MISA EN EL «DELANEY PARK STRIP»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Anchorage, Alaska
Jueves 26 de febrero de 1981

 

Queridos hermanos y hermanas:

¡Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra, proclamad su gloría entre las naciones, sus maravillas entre los pueblos!

1. Los sentimientos de alegría que movieron el corazón del Salmista a alabar al Señor con estas palabras, son los mismos sentimientos que nos inundan a nosotros al encontrarnos reunidos aquí en Anchorage para celebrar esta Misa del Espíritu Santo. ¿De qué mejor modo podemos alabar a Dios que en ese Espíritu, que es el principio vital de la vida de la Iglesia? ¿Qué mejor cántico podríamos cantar que el que habla de la inspiración del Espíritu Santo y de su guía en la proclamación del Evangelio de Cristo al mundo? ¿Qué otra cosa proporciona mayor motivo de alegría que la presencia del Espíritu que es para nosotros promesa, primicia y garantía de la gloria que nos espera en el cielo?

2. Al estar aquí en Alaska, tan ricamente dotada de bellezas naturales, a veces tan abrupta, y sin embrago tan espléndida, sentimos la presencia del Espíritu de Dios en las numerosas obras de la creación. Y no sólo experimentamos esta presencia en la naturaleza inanimada, y en el orden de las plantas y los animales, sino sobre todo en el precioso don de la vida que Dios ha puesto dentro de cada uno de sus hijos e hijas. Al crear hombre y mujer a su propia imagen, Dios permanece con cada uno en el peregrinaje de esta vida terrena, invitando, llamando, impulsando con su Espíritu a aceptar la salvación ofrecida en Cristo.

Al contemplaros a todos reunidos aquí, veo de forma evidente la llamada de fe del Espíritu Santo en Alaska. Numerosas personas de diferentes ambientes y culturas se hallan reunidas aquí en una tola comunidad de fe. Aquí los nativos de Alaska —esquimales, aleutianos e indios— se unen a hombres de todas las partes de Estados Unidos para formar una comunidad eclesial. Aquí han venido recientemente hispanos en gran número para unirse a la comunión de la Iglesia. Al reconocer esta acción del Espíritu, ¿no nos vemos impulsados a cantar un cántico alegre al Señor? ¿Acaso no desbordan nuestros corazones cuando hablamos de todas las maravillosas bendiciones que el Espíritu Santo ha infundido en la Iglesia?

3. Pero existe otro motivo para dar gracias al Espíritu Santo en este momento. Al terminar ahora mi viaje pastoral que durante los últimos once días me ha llevado a Pakistán, Filipinas, Guam, Japón, y ahora aquí a Alaska, quiero expresar mi profunda gratitud al Espíritu Santo por esta guía y protección a lo largo de toda esta visita. Comencé mi viaje en nombre de la Santísima Trinidad como un peregrino de la fe, respondiendo a la misión que Jesús encomendó a Pedro: "Confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32). Para llevar a cabo esta responsabilidad, que a través de la acción del Espíritu Santo me ha sido confiada a mí, emprendí este viaje, y espero que estos esfuerzos sean, con la asistencia del mismo Espíritu Santo, fuente de ánimo para los obispos y para todos mis hermanos y hermanas en la fe.

4. Podemos muy bien preguntarnos: ¿Cómo mueve el Espíritu Santo los corazones humanos para responder a la revelación de la gloria del Señor? Jesucristo nos dice en el Evangelio hoy que los misterios de la fe están ocultos a los sabios y entendidos de este mundo y que se dan a conocer, sin embargo, a los niños. La respuesta de fe es siempre una respuesta de niño, de uno que reconoce a Dios como Padre.

El mismo Jesús nos enseña esta lección al aceptar la misión de su vida, no buscando hacer su propia voluntad, sino más bien la voluntad de Aquel que le envió (cf. Jn 5, 30). Concebido por obra del Espíritu Santo, Jesús es el portador del Espíritu en todas las situaciones de su ministerio público. Cuando había cumplido la voluntad de su Padre, en la pasión, muerte y resurrección, Jesús envió el Espíritu Santo sobre sus discípulos para que continuaran y llevaran a término el plan universal de salvación del Padre.

Es bueno que reflexionemos durante unos momentos sobre lo que implica la filiación de Cristo, en la cual participamos nosotros a través del Espíritu Santo. A ello nos ayuda nuestra segunda lectura de la Carta de San Pablo a los Romanos. El Apóstol describe el estatuto del hijo como diferente de la condición del esclavo. Existe una relación diferente, una relación de intimidad, y esta intimidad se halla indicada en el nombre con que conoce y se dirige al Padre. San Pablo nos dice que aquellos que han nacido del agua y del Espíritu Santo se dirigen al Padre Divino con las mismísimas palabras que Jesús usó en la intimidad de su oración en Getsemaní: "Abba!, ¡Padre!" (cf. Rom 8 16). Por tanto, nuestra filiación en Cristo implica una relación que es más cercana y más personal que la de un hijo con el padre que le ha engendrado. Existe, por parte de Dios, un amor "que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo" (Dives in misericordia, 7). Mientras que el esclavo tiene una obligación respecto del patrón, el hijo es libre y puede, por eso, devolver el mismo amor con que él ha sido amado.

Como hijos de Dios, nuestro amor, dado y mantenido en el Espíritu Santo, nos invita a una intimidad cada vez más profunda con el Padre. ¡Y qué voluntariosa y entusiasta ha de ser nuestra respuesta! Esta invitación se percibe en la oración, la cual no es sólo una obligación que cumplir, sino un medio de fortalecer nuestra unión en el amor. En la Iglesia esta actividad de la oración no se limita sólo a ciertos grupos o a individuos particulares. Es un privilegio y una obligación para todos. Tampoco ha de limitarse la oración a la participación en la plegaria litúrgica de la Iglesia; ha de reflejarse también en la búsqueda constante que los individuos y los grupos han de realizar para descubrir en la oración privada y comunitaria modos de profundizar su unión con Cristo.

En este contexto hemos de reconocer la sabiduría de Pablo VI, el cual observó que a través de la oración los cristianos adquirían el primer fruto del Espíritu, que es la alegría: "Por tanto, el Espíritu Santo suscita en el corazón humano una plegaria filial impregnada de acción de gracias, que brota de lo íntimo del alma en la oración y se expresa en la alabanza, la acción de gracias, la reparación y la súplica. Entonces podemos gustar la alegría propiamente espiritual, que es un fruto del Espíritu Santo: consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo y una satisfacción íntima en la posesión del Dios Trino, conocido por la fe y amado con la caridad que proviene de El" (Gaudete in Domino, III).

Sin embargo, la presencia de esta alegría no excluye la posibilidad del sufrimiento. San Pablo pone esto enseguida de manifiesto cuando dice que la participación en la filiación de Cristo significa participar también en sus sufrimientos. Pues gloriarse en Cristo es gloriarse en su cruz (cf. Gal 6, 14). Si tratamos de profundizar nuestra relación con el Padre en el Espíritu Santo, no hemos de sorprendernos al comprobar que somos malentendidos, contestados o perseguidos a causa de nuestras creencias.

5. Hace nueve días beatifiqué a Lorenzo Ruiz y a sus compañeros en Filipinas. Estos santos hombres y mujeres conocieron bien el significado de las palabras de Cristo: "Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20). Pero a pesar de la oposición que encontraron, ellos confiaron en la guía del Espíritu Santo para sostenerlos en el momento del sufrimiento.

Tal fe ha marcado también la historia de los misioneros en estos territorios de Alaska. También ellos se encontraron con la cruz en forma de limitaciones físicas, fracasos y oposición a sus esfuerzos para extender la fe. A menudo sus esfuerzos parecían dar pocos resultados en el tiempo que ellos vivieron, pero la semilla fue plantada por los testigos de una fe que permanece hasta hoy.

Queridos hermanos y hermanas: Aprendamos la sabiduría de los hijos de Dios para confiar y esperar en la presencia permanente del Espíritu Santo en la Iglesia. Que no seamos confundidos nunca por el sufrimiento que puede venir a nuestras vidas, sino que busquemos más bien transformarlo a la luz de la cruz de nuestro Salvador Jesucristo. Que pongamos siempre nuestra confianza en el Espíritu Santo para descubrir una oportunidad de extender el amor redentor de Cristo en cada nueva situación.

6. La generación presente trae consigo nuevos retos y nuevas oportunidades para la Iglesia en Alaska. El Evangelio necesita ser proclamado de nuevo cada día, y el fuego de la fe necesita ser atizado para convertirse en llama. La Iglesia necesita algunos que prediquen, que prediquen y administren los sacramentos del amor de Cristo. No dudo en pedir a la juventud de Alaska que responda a este reto. Entre vosotros, el Espíritu Santo está sembrando, sin duda, semilla de vocaciones sacerdotales y religiosas. No sofoquéis esta llamada, sino entregaos generosamente al servicio del Evangelio de Cristo.

Al mismo tiempo el Espíritu Santo ha hablado, a través del Concilio Vaticano II, de la necesidad de una creciente integración de los seglares en el apostolado de la Iglesia. Los seglares están llamados a participar en la misión de, la Iglesia en las múltiples circunstancias de sus vidas. En sus familias y en sus ocupaciones diarias, en actividades de misericordia y caridad, en la catequesis y en la causa de la justicia, los seglares, hombres y mujeres, deben construir la Iglesia y contribuir a la consagración del mundo. Cada miembro de la Iglesia posee un carisma especial que el Espíritu de Dios le ha otorgado para el bien de la Iglesia. Cada don debe ser ejercido en beneficio de todo el Cuerpo de Cristo.

' 7. Mis queridos amigos en Cristo: No cesemos nunca de alabar al Espíritu Santo, que es la fuente inagotable de nuestra vida en Cristo. El estaba presente en la Iglesia en el primer Pentecostés. El permanece en la Iglesia hoy y siempre. Pongamos nuestra confianza en su poder de fortalecer y aprendamos a ser siempre dóciles en el seguimiento de sus caminos. Que seamos cada vez más sensibles a su influjo en nuestras acciones y estemos siempre dispuestos a implorar su divino auxilio:

Ven, Espíritu Divino, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra. Amén.

 



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