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VIGILIA DE LA SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO

 HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves, 28 de junio de 1984

Celebración de la Palabra con los cardenales, prelados, sacerdotes
y seglares que trabajan en la Curia Romana,
en el Estado de la Ciudad del Vaticano y en el vicariato de Roma

 

"Simón, hijo de Juan, ¿me amas...? Apacienta mis corderos... Pastorea mis ovejas... Sígueme" (Jn 21, 15ss.19).

 

Venerados cardenales,
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
hermanos y hermanas de la Curia Romana:

1. Las palabras del Evangelio, escuchadas en este momento de plegaria como preparación para la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, que ve a todos reunidos conmigo, queridísimos colaboradores de mi ministerio cotidiano, tocan lo más profundo de mi corazón. Aquí resuenan con un eco incomparable que, como un escalofrío, recorre todas las fibras de nuestro ser: nos encontramos sobre la tumba de Pedro, no lejos del lugar mismo en que tuvo lugar aquella muerte con la que Él glorificó a Dios (cf. Jn 21, 19). Aquí habla con toda su elocuencia el testimonio extremo del amor de Pedro hacia Cristo Jesús. Aquí la continuidad de la Iglesia de los orígenes y la que está ya en los umbrales del tercer milenio encuentran el eslabón que las une, la garantía de su fidelidad y autenticidad, la seguridad de cimentarse siempre sobre la misma Piedra querida por Cristo y fundamento de su Iglesia.

Por ello he querido que este encuentro nuestro tan significativo —encuentro de afecto recíproco, de reflexión, de mutua animación— se realizase también este año en la Basílica Vaticana: el año pasado, con motivo de la solemne celebración comunitaria para el Jubileo del Año de la Redención; hoy, en un marco de recogimiento, como preparación a la solemnidad litúrgica que deseamos vivir al unísono con la Iglesia universal, pero que consideramos especialmente nuestra.

Gracias por haber venido. Gracias a usted, señor cardenal Decano, por las palabras tan nobles con que interpreta los sentimientos de los hermanos cardenales y de todos los presentes.

2. El encuentro — ya tradicional en la víspera de la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo — entre el Papa y sus inmediatos colaboradores en el ámbito de la Curia Romana, del vicariato de Roma, de las varias Administraciones de la Santa Sede y del Gobierno para la Ciudad del Vaticano, tiene para mí un significado especial al que atribuyo gran importancia: efectivamente, este encuentro me ofrece la posibilidad de expresaros mi gratitud y de confortaros en el cumplimiento de un deber, único por sus aspectos, si se considera su cercanía a la Sede de Pedro y la contribución que brinda al ministerio petrino, que me ha sido otorgado por supremo mandato.

En efecto, la organización central de la Iglesia, mediante todos sus organismos diversificados, es, instrumento indispensable para el Papa en orden a llevar adelante el enorme peso de este ministerio. Y, puesto que éste abarca toda la vida de la Iglesia, en el desarrollo del deber imprescriptible del "Confirma fratres" (Lc 22, 32), confiado a Pedro y a sus sucesores, vuestra actividad en la Curia Romana y en las varias Administraciones centrales de la Sede Apostólica se extiende con una dimensión tan amplia como la Iglesia misma. Vosotros, en efecto, me ayudáis en mi deber de Pastor, en orden al bien de las almas y a la comunión de las Iglesias locales en la caridad.

Por esto os he querido aquí, a mi lado, junto al sepulcro de San Pedro. Os saludo uno a uno; y me es grato mencionar por su nombre a cada uno de los organismos en los que trabajáis porque así se despliega ante mis ojos la entera panorámica de la vida eclesial, a la que la Sede de Pedro dirige sus cuidados. Vosotros sois mis brazos: todos en general y cada uno en particular.

Saludo, por tanto, con particular afecto a los responsables, a los oficiales y a todos los que cooperan en los distintos sectores de este cuerpo vivo que es la Curia Romana: Sínodo de los Obispos; Secretaría de Estado y Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia; Congregaciones para la Doctrina de la Fe, para los Obispos, para las Iglesias Orientales, para los Sacramentos, para el Culto Divino, para el Clero, para los Religiosos e Institutos Seculares, para la Evangelización de los Pueblos, para las Causas de los Santos, para la Educación Católica; Penitenciaría Apostólica, Signatura Apostólica, Rota Romana; Secretariados para la Unión de los Cristianos, para los no Cristianos, para los no Creyentes; Consejo para los Laicos; Comisiones "Iustitia et Pax", para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico, para la Revisión del Código de Derecho Canónico Oriental, para las Comunicaciones Sociales, para América Latina, para la Pastoral de las Migraciones y el Turismo; Consejo "Cor Unum", Consejo para la Familia, Consejo para la Cultura; Comisión Teológica internacional, Bíblica, de Arqueología sacra, Comité para las Ciencias Históricas, Comisión para los Archivos Eclesiásticos de Italia, Comisión central para el Arte sacro en Italia, Comisión cardenalicia para los santuarios de Pompeya, Loreto y Bari; Cámara Apostólica, Prefectura de los Asuntos Económicos de la Santa Sede, Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, Prefectura de la Casa Pontificia, Oficina para las Ceremonias Pontificias, Servicio Asistencial, Oficina para las Relaciones con el personal, Fábrica de San Pedro, Biblioteca Apostólica Vaticana, Archivo Secreto Vaticano. Saludo al vicariato de Roma por el servicio pastoral directo a mi diócesis; saludo asimismo a la Pontificia Comisión y al Gobierno para el Estado de la Ciudad del Vaticano, y, fuera de Roma, unidas más estrechamente a esta Cátedra de Pedro con una fisonomía única y peculiar, mi pensamiento se dirige a las Nunciaturas y Delegaciones Apostólicas en todas las latitudes del mundo: ellas me representan ante las Iglesias locales y las autoridades de los diversos Estados, con una fisonomía única de servicio y de unión entre esta Sede de Pedro y los distintos pueblos del mundo.

He querido citar a todos los organismos, no sólo por deber de cortesía, sino precisamente porque, con el simple hecho de enunciar las diferentes partes de esta estructura orgánica y compleja, que veo hoy reunida conmigo en oración, se ofrece un cuadro elocuente de todas las actividades y afanes de la Iglesia, de todo el conjunto de su vida, hacia las cuales va dirigida la solicitud del ministerio petrino.

Servicio de amor al hombre, a la unidad eclesial y a la fe

3. El Evangelio que hemos escuchado juntos con emoción nos recuerda las líneas maestras de este ministerio. Se hallan indicadas en las palabras de Jesús de Nazaret, Verbo del Padre: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?": tres veces resuena esta pregunta que conmueve, con una intensidad creciente, el corazón de Pedro: "Apacienta mis corderos, mis ovejas": y tres veces resuena este mandato universal de solicitud pastoral por toda la Iglesia confiado a Pedro tras su triple confesión de amor. "Sígueme", es la conclusión: una invitación a no pararse en ninguna otra consideración que no sea la de la voluntad divina que llama hasta el mismo martirio. Si os invito a reflexionar sobre ello es porque en estas palabras encuentra también vuestra actividad su verdadero marco en su significado profunda y sustancialmente ontológico y teológico, y en la perspectiva escatológica.

a) "¿Me amas? Tú sabes que te amo". El ministerio petrino es esencialmente ministerio de amor, servicio de amor como respuesta al amor eterno y misericordioso de Dios que, como en una vertical directa, se ha manifestado a los hombres en el Hijo encarnado, ha sido derramado en sus corazones con el don del Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5), ha congregado a su Iglesia de entre todos los pueblos de la tierra, haciendo que se cimiente sobre la Roca que es Pedro. Servir a este designio de amor es un acto, un deber de amor: "...Sit amoris officium, pascere dominicum gregem" ("Que sea un deber de amor pastorear la grey del Señor", S. Agustín, In Io. Ev. 123, 5; PL 35, 1967).

b) "Apacienta mis corderos". El ministerio petrino es solicitud pastoral hacia toda la Iglesia: el mandato de Cristo, apacienta forma una única unidad con el "confirma a tus hermanos" de la noche de la última Cena (Lc 22, 32), y, más hacia atrás, con las palabras de Cesarea de Filipo: "Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia... Te daré las llaves del reino de los cielos" (Mt 16, 18). Es un servicio.

— Servicio al hombre: porque la vertical que desciende desde el corazón de Dios a través de Jesucristo hasta la investidura conferida a Pedro para la Iglesia, se dirige únicamente al hombre: a la salvación del hombre, obrada por la Redención, a la integridad del hombre que vive y actúa como persona individual, pero inserida en el conjunto social de la familia, trabajo, profesión, sociedad civil; a la libre expansión del hombre, que debe tender hacia su destino eterno en la convivencia entre los pueblos, asegurada por la paz, que es la "concordia ordenada entre los hombres" (S. Agustín, De Civ. Dei, 19, 13, 1; PL 41, 640; cf. Sto. Tomás, Summa c. Gentes, III, 128, 3003).

— Servicio a la unidad de la Iglesia, porque el ministerio de Pedro es garantía de estabilidad y de cohesión para toda la Iglesia y de la vinculación íntima con cada uno de los Pastores para el bien del Pueblo de Dios. Como ha subrayado el Vaticano II; "para que el mismo episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión" (Lumen gentium, 18). "Unus pro omnibus, quia unitas est in omnibus" ("Uno sólo —Pedro— está en lugar de todos, porque la unidad existe en todos"), había comentado realistamente San Agustín (In. Io. Ev., 118, 4; PL 35, 1949).

— Servicio a la fe, como subraya San Pedro Crisólogo: "Beatus Petrus, qui in propria sede et vivit et praesidet, praestat quaerentibus fidei veritatem" ("el bienaventurado Pedro, que continúa viviendo y gobernando en su sede, otorga la verdad de la fe a cuantos la buscan": Ad Eutichem, inter ep. S. Leonis Magni, 25, 2; PL 54, 743 s). Firmemente consciente de la necesidad de este servicio, mi predecesor Juan XXIII, deseaba "un resurgir de fe fuerte y ardiente; la plena conciencia de toda la doctrina cristiana, desde el primero hasta el último artículo del Credo, y una fidelidad cada vez más viva a Cristo, Hijo de Dios hecho hombre" (Audiencia General, 6 de agosto de 1960; Discorsi Messaggi Colloqui: II, pág. 733); y Pablo VI proclamaba ante toda la Iglesia "El Credo del Pueblo de Dios", como conclusión del año de la fe (30 de junio de 1968: Insegnamenti, págs. 292-310).

c) Sígueme: Si la vida de todos los cristianos es seguimiento de Jesucristo, éste es prerrogativa, deber y programa principal del ministerio petrino. Pedro siguió verdaderamente a Cristo. Su historia personal estuvo extraordinariamente marcada por una doble vocación, y esto constituye otro rasgo peculiar que lo distingue de los otros Apóstoles: de hecho, Jesús lo llama, tanto al inicio de su propia misión mesiánica, como relata el Evangelio de Lucas: "Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10), como al final de la misma, con una llamada singular, según las palabras del Cuarto Evangelio que hoy hemos escuchado juntos. Y en los dos casos, Pedro sigue a Jesús, confiándose plenamente a Él hasta aventurarse hacia lo desconocido, guiado siempre por aquella doble llamada, llegando a Roma, de la que fue el primer obispo y donde dio el testimonio extremo de la sangre sobre esta colina del Vaticano.

4. Venerados hermanos y queridísimos hijos:

Al hablaros del ministerio petrino, he subrayado, entre otras cosas, que es servicio a la fe. En esta perspectiva, que caracteriza nuestro trabajo común, desearía abriros mi espíritu sobre un tema que me preocupa de un modo especial: se trata de la cuestión de la educación católica de la juventud. Dicho tema interesa expresa, y ciertamente, al Dicasterio que se ocupa de la educación católica, pero nos toca de cerca a todos nosotros, obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas que deseamos vivir intensamente el momento actual, con todos los retos que comporta; os toca de cerca a vosotros, seglares, padres y madres de familia, cuyo principal problema es precisamente el de la formación cristiana integral que queréis dar a vuestros hijos. La cuestión no es, pues, extraña, bajo esta luz de la fe, a ninguno de nosotros los que trabajamos por la vida de la Iglesia en el mundo, y en sintonía y al servicio de cada una de las Iglesias locales. Precisamente los Episcopados de varios países se hallan empeñados profundamente en las dificultades inherentes a la educación cristiana de la juventud, que en estos últimos años atraviesa un momento delicado. Los obispos trabajan, dedicando energías y recursos a esta cuestión que comprende varios aspectos y esperan una palabra sobre los principios que la regulan para el bien de la comunidad eclesial civil.

La educación católica de la juventud sitúa a la Iglesia frente a una responsabilidad múltiple que se extiende ante todo a la catequesis evangelizadora, la cual comprende también la enseñanza religiosa en la escuela, también en la pública; y finalmente en la escuela católica como lugar de educación cristiana y de formación integral del niño o del joven bajo el signo de la fe y de una visión del hombre y del mundo que se inspira en el hombre y no contradice la fe. Todo ello respetando los derechos fundamentales de los padres, primeros responsables de la educación de los hijos, y como corresponde a la misión específica de la Iglesia.

No será inoportuno detenerse en los principios que deben mantener viva la conciencia de este problema en el mundo de hoy, frente a las múltiples dificultades que se presentan aquí y allí y ante las cuales no es posible cerrar los ojos o callar.

5. La catequesis es una realidad amplia que comprende muchas cosas en relación con la misión que Cristo confió a la Iglesia: "Id, pues; enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19). El Hijo de Dios mandó a los Apóstoles a enseñar y la Iglesia ha tenido siempre fe en este encargo, ejercitado por el magisterio del Papa y de los obispos, con un empeño que no pocas veces ha exigido incluso el testimonio de la sangre. La Iglesia enseña para comunicar al mundo la palabra de la salvación: y en esta misión, en su sentido estricto, encuentran su ámbito esencial de realización, sea el anuncio de la Buena Nueva, es decir, la evangelización, de cuyo contenido, métodos y protagonistas habló mi predecesor Pablo VI, en el gran documento "Evangelii nuntiandi" de 1975, sea la catequesis en todas sus formas, de las que ha hablado el Sínodo y mi Exhortación "Catechesi tradendae", en particular en la preparación a los sacramentos.

Por ello la Iglesia tiene el deber y el derecho innato de enseñar a los hombres, a todos los hombres, la verdad revelada, como ha confirmado claramente el nuevo Código de Derecho Canónico (canon 747, 1), que ha dedicado todo el Libro III a los problemas inherentes al "munus docendi", confiado a la Iglesia por Cristo. El Concilio Vaticano II ha ilustrado ampliamente esta misión, sobre todo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, en el Decreto sobre la función pastoral de los obispos y en la Declaración sobre la libertad religiosa. "Entre los principales oficios de los obispos —se halla escrito en la Lumen gentium— se destaca la predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea tos que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada en la vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo" (Lumen gentium, 25; cf. Christus Dominus, 12; Presbyterorum ordinis, 4).

La Iglesia no debe, por consiguiente, encontrar obstáculos en el ejercicio de este deber primordial, exigido, después de todo, por la tendencia innata del hombre a la búsqueda de la verdad: dicho deber se inserta, por lo tanto, en el ámbito general, del respeto a la libertad religiosa.

6. En cuestión de la educación católica conlleva además, como he dicho, la enseñanza religiosa en el ámbito más general de la escuela, bien sea católica o bien estatal. A esa enseñanza tienen derecho las familias de los creyentes, las cuales deben tener la garantía de que la escuela pública — precisamente por estar abierta a todos— no sólo no ponga en peligro la fe de sus hijos, sino que incluso complete, con una enseñanza religiosa adecuada, su formación integral.

Este principio se encuadra en el concepto de la libertad religiosa y del Estado verdaderamente democrático que, en cuanto tal, es decir, respetando su naturaleza más profunda y verdadera, se pone al servicio de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, respetando sus derechos, sus convicciones religiosas.

Vista en esta convergencia de principios religiosos, filosóficos, políticos, esta enseñanza religiosa es considerada un derecho: derecho de las familias creyentes, derecho de los jóvenes y de las jóvenes que quieren vivir y profesar su fe; y ello en cualquier tipo de escuela, incluso en aquella que no acepta las instancias de la educación católica propia de la Iglesia. Una escuela que quiera ser digna de este nombre debe conceder espacio y ofrecer su disponibilidad a las instancias de los ciudadanos con el acuerdo y la colaboración de las confesiones interesadas.

Orientaciones de los Papas y del Sínodo de los Obispos

7. En el amplio tema de la evangelización y de la misión confiada a la Iglesia en orden a la educación católica de la juventud, entra, además, la cuestión de la escuela católica cuya razón de ser más profunda se deduce precisamente de la evangelización, en cuanto que ésta es la que avala cualquier esfuerzo orientado a defender y reforzar la institución y la función de ese tipo de escuela.

Este problema me preocupa de un modo especial, pues toca de cerca a la Iglesia, la cual no ha dejado de dar, en varias ocasiones, claras directrices al respecto. Recuerdo la Encíclica programática Divini illius Magistri, de mi predecesor Pío XI, de v.m., y las diversas intervenciones de los Romanos Pontífices, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI; el Concilio Vaticano II le ha dedicado su atención, especialmente en la Declaración Gravissimum educationis en el marco general de la educación cristiana; la Congregación para la Educación Católica difundió en 1977 un documento precisamente sobre La Escuela católica; tampoco han faltado las alusiones, según las ocasiones, tanto en los documentos publicados por mí, de modo especial en las Exhortaciones Apostólicas Catechesi tradendae (n. 69) y Familiaris consortio (nn. 36-40), como en mis viajes pastorales; y, como se sabe, del tema se ocupó la Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1980.

Efectivamente, la escuela católica se inserta a título pleno en la "misión salvífica" de la Iglesia, como ha subrayado el documento de la Congregación para la Educación Católica ya mencionado (nn. 5-9). Desde esa perspectiva, el "munus docendi" de la Iglesia comprende, también, por su propia naturaleza, las diversas formas y grados de la enseñanza a la juventud. La escuela católica no pretende presentar una doctrina propia, en el campo de la ciencia o de la técnica, ni ejercer ningún tipo de presión; sino que propone a los alumnos las verdades que se refieren al hombre, a su naturaleza y su historia a la luz de la fe. El Evangelio es el alma de la escuela católica, la norma de su vida y de su doctrina.

La escuela católica quiere ofrecer, en efecto, todas las garantías —y éste es un principio que se deba subrayar fuertemente, frente a ciertas orientaciones actuales— para ser palestra tanto de formación cristiana como de una buena educación en las diversas materias. Presenta la concepción de la vida y del mundo, los grandes problemas que han ocupado el espíritu humano en el curso de los siglos, según la visión cristiana, en una gran síntesis en la que se combinan todos los datos de la historia y de la antropología cristiana.

Por ello, la escuela católica reviste un aspecto primario de cultura, indispensable para la plena formación de los jóvenes creyentes. Es más, precisamente este aspecto de síntesis universal cultural la hace plausible incluso para quien no comparta la fe católica.

¿Cómo no recordar aquí el prestigio que tienen las escuelas católicas incluso en países prevalentemente no cristianos, donde con frecuencia la mayoría de los jóvenes pertenecen a otra confesión o religión? Todo esto debe hacer reflexionar seriamente sobre la función de tales instituciones, que no debe ser obstaculizada ni disminuida, porque dichas escuelas contribuyen a la formación seria y concienzuda de las futuras promociones de los distintos países. Este punto ha sido subrayado perfectamente por el reciente documento de la Conferencia Episcopal Italiana, "La Escuela católica hoy, en Italia", donde se afirma desde el principio: "La Iglesia es enviada a anunciar y a encarnar la Alegre Noticia que comporta la realización de la plena dignidad y libertad del hombre. Por ello, se ha mantenido siempre atenta y solícita hacia aquellas experiencias e instituciones en las que —como ocurre en la escuela— se configura la humanidad del mañana y se delinea lo que será el mundo futuro" (25 de agosto de 1983: 1).

La Iglesia tiene, por consiguiente, el derecho de tener sus escuelas. Pero ello supone también un deber. Este nace tanto —y sobre todo— de su "munus docendi" fundamental, como de la convicción sobre la gran utilidad que la escuela católica presta a la promoción humana y al progreso de los pueblos. En este contexto, el Vaticano II ha dicho claramente: "Siendo pues, la escuela católica tan útil para cumplir la misión del Pueblo de Dios y para promover el diálogo entre la Iglesia y la sociedad humana en beneficio de ambas, conserva su importancia trascendental también en los momentos actuales. Por lo cual, este sagrado Concilio proclama de nuevo el derecho de la Iglesia a establecer y dirigir libremente escuelas de cualquier orden y grado... y recordando al propio tiempo que el ejercicio de este derecho contribuye en gran manera a la libertad de la conciencia, a la protección de los derechos de los padres y al progreso de la misma cultura" (Gravissimum educationis, 8).

Un derecho de la Iglesia y de las familias cristianas

8. La Iglesia entra a fondo en la cuestión de la educación católica de la juventud y, de modo especial, pide libertad e igualdad para las escuelas católicas, porque está convencida de que son un derecho de las familias cristianas, como han subrayado repetidamente tantas afirmaciones del Magisterio de esta Sede de Pedro. Si la Iglesia insiste tanto en este derecho es precisamente pensando en las familias, a quienes incumbe fundamental y ontológicamente el deber de la educación cristiana de los hijos. Los padres son los primeros educadores de sus hijos; es más, en el servicio de la transmisión de la fe, son "los primeros catequistas de sus hijos" como afirmé en la catedral de Viena (12 septiembre, 1983; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 septiembre, pág. 8). La familia, querida por Dios por su propia naturaleza, es la primera y natural comunidad educadora del hombre que viene al mundo. Debe poder gozar, por consiguiente, sin discriminación alguna por parte de los poderes públicos, de la libertad de escoger para los hijos el tipo de escuela que se adecue a las propias convicciones y no debe ser obstaculizada por gravámenes económicos demasiado pesados, porque todos los ciudadanos poseen una igualdad intrínseca, también y sobre todo en este campo. El Concilio Vaticano II, incluso en la Declaración sobre la libertad religiosa ha dicho explícitamente: "A cada una de las familias, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos de acuerdo con su propia convicción religiosa. Así pues, el poder civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir, con auténtica libertad las escuela u otros medios de educación, sin imponerles ni directa ni indirectamente cargas injustas por esta libertad de elección" (Dignitatis humanae, 5).

En el ejercicio del derecho a elegir para los propios hijos el tipo de escuela que se adecue a las propias convicciones religiosas, la familia no debe ser obstaculizada de ningún modo, sino favorecida por el Estado, que no sólo tiene el deber de no lesionar los derechos de los padres cristianos, ciudadanos suyos a todos los efectos, sino además el de colaborar al bien de las familias (cf. Gaudium et spes, 52).

La Iglesia no se cansará nunca de mantener estos principios que tienen una cristalina lógica y claridad, pero que, en caso de ser negados o desentendidos, pueden empobrecer la convivencia civil y social, basada en el respeto de las libertades fundamentales de los miembros que la componen, y de los cuales la familia constituye el primer núcleo.

Solicitud pastoral por la formación de los jóvenes

9. En esta vigilia de la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, maestros y columnas de la fe, siento por consiguiente el deber de hacer llegar desde aquí a la Iglesia entera la invitación a realizar todo tipo de esfuerzos para mantener eficientes las estructuras de la escuela católica; que, en particular, se sientan responsables de ello los obispos, los sacerdotes, y, sobre todo, las beneméritas congregaciones religiosas, masculinas y femeninas, para las que, los santos y santas fundadores han querido el carisma de la educación, deben custodiar con el máximo empeño, como la pupila de sus ojos, este grande e incomparable servicio a la Iglesia. Me dirijo también a los profesores, a los seglares comprometidos en la escuela católica, a los padres, a los queridísimos alumnos y alumnas, para que consideren un grandísimo timbre de honor la pertenencia a dichas escuelas. Todos los sectores de la Iglesia han de sentirse empeñados en mantener muy en alto el prestigio de las escuelas católicas, incluso a costa de sacrificios, convencidos del gran papel que desempeñan para el futuro de las diversas comunidades eclesiales y civiles.

Con estos votos me dirijo en particular a todos mis hermanos en el Episcopado que, en diversas naciones de Europa y del mundo, se encuentran en situaciones de especial dificultad que deben ser afrontadas con serenidad y firmeza: les digo que comparto muy viva y profundamente sus preocupaciones, sus esfuerzos, y su actividad en este campo, así como las de los sacerdotes, religiosos y religiosas que les ayudan. Comparta, sobre todo, la solicitud de los primeros responsables de este problema delicado y grave, es decir, las familias católicas y la queridísima juventud —profundamente abierta hoy a los interrogantes y los compromisos de la fe— que frecuenta estas escuelas y sabe sacar de ello un provecho incomparable para el propio futuro. Me siento cercano a todos y les auguro lo mejor en el Señor.

10. Al detenerme en el problema de la educación católica de la juventud, refiriéndome de un modo especial a la escuela católica, me ha inducido también saber que vosotros, mis colaboradores, deseáis corresponder plenamente a mi solicitud pastoral por toda la Iglesia. Vosotros amáis a la Iglesia y éste es el motivo que os anima en el ejercicio del trabajo cotidiano. Mis ansias son ciertamente las vuestras. En este espíritu os pido que continuéis ayudándome con la participación viva en los problemas de la Iglesia de hoy, y que me sostengáis con vuestra oración y, sobre todo, con el amor. Estoy seguro de que, en vuestro empeño, queréis repetir conmigo: Caritas Christi urget nos! Es el amor lo que os guía en vuestra acción cotidiana. Amor tanto más precioso y fecundo cuanto que, la inmensa mayoría de vosotros realiza su trabajo callada y discretamente, con fidelidad que somete hasta el límite las fuerzas físicas y la misma vida, conscientes como sois de ese carácter "específico propio" de la colaboración para la que habéis sido "llamados a participar en la misma misión que el Papa desarrolla en el servicio a la Iglesia", como os decía en la vigilia de la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo de hace dos años.

¡Y os doy las gracias por tantas cosas! He esperado este día precisamente para repetiros mi agradecimiento por la participación que, a título muy particular, me ofrecéis en el ejercicio del ministerio petrino; queréis corresponder así al don de Dios, que os ha llamado a esto, con la pureza de la fe profesada y la integridad de vuestra vida sacerdotal, religiosa o seglar, vivida en la participación en el triple ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo y con la conciencia irreprensible de que vuestro trabajo edifica el Pueblo de Dios, se halla inserto en los intercambios invisibles y fecundos de la comunión de los Santos, y es sostenido a su vez por las ayudas espirituales y materiales que las Iglesias locales ofrecen a la Iglesia de Roma, según la antigua costumbre.

Para expresaros mi agradecimiento conmovido, hago mías las palabras del Apóstol Pablo, que han resonado aquí esta mañana: "Siempre que me acuerdo de vosotros, doy gracias a mi Dios; siempre, en todas mis oraciones, pidiendo con gozo por vosotros, a causa de vuestra comunión en el Evangelio... Así es justo que sienta de todos vosotros, pues os llevo en el corazón... sois todos vosotros participantes de mi gracia. Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús. Y por esto ruego que vuestra caridad crezca más y más" (Flp 1, 3-9).

Sí, venerados cardenales, hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio, personas consagradas, hermanas y hermanos todos: doy gracias a mi Dios y os llevo en el corazón.

Que los Santos Pedro y Pablo os obtengan la perseverancia en el empeño común, ellos que se entregaron enteramente a la causa del Evangelio hasta la muerte.

Que la Virgen Santísima, "Virgen fiel", esté en medio de nosotros, como en el Cenáculo y en los albores de la Iglesia naciente, para animarnos con su amor de Madre en nuestro esfuerzo de fidelidad a su Hijo, haciéndonos comprender cada vez más que, por esto mismo, tenemos un puesto especial en su Corazón inmaculado. A Ella le confío, ahora y siempre, vuestras personas, vuestro trabajo, vuestras queridas familias, sobre todo si hay en ellas penas, preocupaciones, sufrimientos.

Y en nombre de la Trinidad Santísima, a quien va "la gloria, el honor y la potencia" (Ap 4, 11), así como la intención última de nuestro servicio, imparto a todos mi particular bendición apostólica.



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