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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

SANTA MISA EN EL PARQUE DE MIRAFLORES DE CUENCA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves 31 de enero de 1985

 

Señor Arzobispo,
hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

Alabad a Yavé, todas las naciones» (Ps. 116, 1).

1. Pronunciamos con entusiasmo las palabras del Salmo, para dar gloria a Dios Creador del mundo y Señor de la historia, y que, mediante Jesucristo, está particularmente presente desde hace cuatro siglos y medio entre su pueblo en tierras del Ecuador. Me alegro de poder participar, como Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, en este importante aniversario que celebra el pueblo y la Iglesia en vuestra patria.

Hoy tengo la ocasión de encontrarme con los hijos e hijas del Ecuador, aquí, en la ciudad de Cuenca. Un impulso de fe dictó para ella el cristiano y humano lema: «Primero Dios y después Vos». La misma fe inspiró a grandes ciudadanos y literatos, como Honorato Vázquez, Remigio Crespo, Miguel Moreno y otros ilustres hijos de esta ciudad, la «Atenas del Ecuador». La misma fe se encarnó en eclesiásticos como el Siervo de Dios, padre Juliο María Matovelle, fundador de las congregaciones de Padres Oblatos y Hermanas Oblatas, promotor de la basílica del Voto Nacional de esta República, la primera en ser consagrada al Sagrado Corazón. Ciudad eucarística y mariana, ésta de Santa Ana de los Ríos de Cuenca.

2. «Alabad a Yavé, todas las naciones».

Hoy deseamos entrar en la interioridad de este pueblo, que vive en vuestra patria. Esta interioridad —como en cualquier parte del mundo— se forma mediante la familia. Esta es la sociedad humana fundamental, y al mismo tiempo la célula más pequeña de cada sociedad, de cada nación. Ella ha sido definida también —según la tradición de los Padres de la Iglesia— «la más pequeña iglesia doméstica».

A esta tradición se ha referido el Sínodo de los Obispos de 1980, y de ello ha dado testimonio la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio promulgada después del Sínodo.

3. Esta «iglesia doméstica» nace del preciso designio de Dios, que no es otra cosa que un designio de amor. La unión del hombre y de la mujer en el sacramento del matrimonio, que da comienzo a cada familia cristiana, arranca precisamente de aquí (Familiaris Consortio, 11).

El don recíproco de los esposos, tanto a nivel físico como espiritual, adquiere de ahí su verdadera, grande e indestructible importancia —incluso desde el punto de vista humano— como compromiso total del hombre y de la mujer para toda la vida, hasta la muerte; y de esta globalidad brotan también las exigencias de la fecundidad responsable, «la cual, orientada a engendrar una persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres» (Ibíd.). Por eso sólo es posible esta donación dentro del matrimonio, en la comunidad de vida y amor querida por Dios.

La unión conyugal es una alianza que tiene como modelo el pacto de comunión de amor entre Dios y su pueblo en la historia de la salvación, con un vínculo de fidelidad del que arranca su naturaleza, su fuerza y su indisolubilidad; es más, ella tiene como modelo la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, en la economía sacramental del Nuevo Testamento; de modo que los esposos, perteneciéndose el uno al otro, son su verdadera imagen, su «signo» elocuente, su representación real.

Así, el don preciosísimo de los hijos es la expresión más elevada de esta donación recíproca, fundada sobre la donación de Dios a la humanidad y de Cristo a la Iglesia (Familiaris Consortio, 14).

La liturgia de hoy nos lleva también al interior de la sociedad familiar, poniendo sobre todo en evidencia, en el Evangelio según San Lucas, la vida de la Sagrada Familia de Nazaret.

En el seno de esta Familia se realizó la redención del mundo por el hecho de que Jesucristo «estaba bajo la autoridad» de María y José, como un hijo a sus padres. Y creciendo en edad, El «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres». Y su Madre, María, «conservaba todo esto - los recuerdos de aquellos años - en su corazón».

La vida escondida en Nazaret: esta realidad nos hace comprender cómo un particular ministerio de la economía salvífica de Dios está relacionado con la familia humana. Dentro de aquella Familia de Nazaret se preparó el ministerio mesiánico de Jesús: aquel Evangelio de la salvación, que desde el bautismo en el Jordán resonó como un gran eco, primero entre las generaciones de Israel y luego en toda a tierra.

Y este Evangelio —la Buena Nueva preparada durante el período de la vida escondida en el seno de la Familia nazarena— contiene en sí todas aquellas verdades e indicaciones que aseguran a cada familia humana su dignidad, santidad y felicidad.

5. Por eso también el Apóstol Pablo, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, grita a todas las familias: «¡La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza!».

Y, al mismo tiempo, en la Carta a los Colosenses, el Apóstol nos da la imagen verdaderamente evangélica de la vida de la familia cristiana.

En este maravilloso fragmento, rico, luminoso, pero también realista, porque describe las posibles dificultades de la convivencia familiar, están contenidos los diversos elementos de la espiritualidad de la familia (Cf.. Col. 3, 12-21):

— el amor recíproco: «por encima de todo esto, el amor, que es ceñidor de la unidad consumada»;

— la obediencia y el respeto: de los maridos hacía las esposas, de las esposas a lοs maridos, de los padres a los hijos, de los hijos a los padres: «como conviene en el Señor . . ., que eso le gusta al Señor»;

— la comprensión mutua: «sobrellevaos mutuamente y perdonaos . . . el Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo»;

— la delicadeza del verdadero amor: «sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión».

Al mismo tiempo, San Pablo describe la familia —la primera comunidad eclesial y humana, anterior a toda otra— como ambiente privilegiado para la educación moral y religiosa: «enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente... Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús».

6. Esta profunda deontología familiar, trazada por el Apóstol, ha inspirado, junto con otros elementos de la Revelación y del Magisterio pontificio, la ya recordada Exhortación Familiaris Consortio, que ha tratado precisamente de iluminar todos los aspectos de la familia, vista como comunión de personas: ya sea porque ella, mediante la educación, introduce a la persona humana en el ámbito de la comunidad de los hombres, ya sea sobre todo porque, participando de la eficacia salvífica de la muerte y resurrección de Cristo, «constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» (Familiaris Consortio, 15). Por tanto, de aquí nace la responsabilidad de los cometidos propios de la familia cristiana, de los cuales se ocupa el documento en la parte III: la formación de una comunidad de personas; el servicio a la vida en la apertura total y gozosa al proyecto divino; la participación en el desarrollo de la sociedad civil como experiencia de comunión y de corresponsabilidad en el plano cívico, social y político; y, finalmente, su participación en la vida y misión de la Iglesia, en la comprensión cada vez más convencida de que la familia cristiana es «comunidad creyente y evangelizadora», «comunidad en diálogo con Dios» y «comunidad al servicio del hombre».

7. El Evangelio de San Lucas nos recuerda un acontecimiento particular de la historia de la Sagrada Familia de Nazaret. Este tuvo lugar cuando Jesús tenía 12 años, y sus padres se habían encaminado junto con El a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Volviendo después de las solemnidades, ellos se dan cuenta de que Jesús no está entre los que regresaban. Cuando después de tres días de buscarlo, lo encuentran en el templo, María dice a Jesús: e Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Luc. 2, 48).

La respuesta de Jesús da mucho que pensar: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Ibíd. 2, 49).

El Evangelio añade que María y José «no comprendieron» estas palabras. Al mismo tiempo, estas palabras quedan impresas en la memoria de la Madre, como las que más a menudo y con mayor profundidad Ella «conservaba en su corazón».

Jesús habla de su vocación: de la misión que el Padre celestial ha inscrito ya desde el principio en toda su naturaleza divino-humana. En el templo de Jerusalén tuvo lugar como el primer preaviso de lo que —después del bautismo en el Jordán— Jesús de Nazaret hizo luego siempre. Anunciaba el Evangelio del reino. Revelaba al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En la verdad de esta vocación, que le había dado el Padre celestial, Jesús caminó hasta la cruz, y con el poder de Dios, resucitó.

8. La familia es por esto también el ambiente primero y fundamental en el que despunta, se forma y se manifiesta la vocación cristiana.

Así como la vocación de Jesucristo se manifestó en la Familia de Nazaret, así cada vocación nace y se manifiesta también hoy en la familia.

Las familias de nuestro tiempo deben ser siempre conscientes de este cometido principal e insustituible que han recibido de Dios: formar los hijos a tomar conciencia del puesto que Dios ha asignado a cada uno en este mundo. A tomar conciencia de la propia vocación.

Cada uno tiene una misión a desarrollar, que nadie puede realizar en su lugar. Cada uno está llamado:

— como bautizado;

— como miembro de la Iglesia, ciudad de Dios;

— como miembro de 1a ciudad de los hombres;

— como constructor de la sociedad, en comunión con los hermanos;

— como artífice de paz;

— como testigo del amor de Dios a los hombres.

Y cuando esta vocación general se revela como llamada particular a «dejarlo todo» (Luc. 5, 11; cfr. Matth. 4, 20; Marc. 1, 18), incluso lo más querido por el mundo, para seguir a Cristo en la vida sacerdotal y religiosa, en la entrega misionera, en los diversos ministerios laicales - aquí tan bien representados por personas beneméritas venidas de todo el país -, entonces la familia cristiana se demuestra también aquí, y sobre todo aquí, como el lugar privilegiado donde la semilla puesta por Dios en el corazón de los hijos puede arraigar y madurar; el lugar donde se revela en el grado más elevado la participación de los padres en la misión sacerdotal de Cristo mismo.

9. La vocación toca las raíces mismas del alma humana. Es una llamada interior de Dios dirigida al hombre: al hombre único e irrepetible.

Sobre la vocación escribe el Profeta Jeremías:

«Yavé me dirigió su palabra: / Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; / antes de que tú nacieras, yo te consagré, / y te destiné a ser profeta de las naciones» (Ier. 1, 4-5).

«Antes de . . .»: el plan de Dios para el hombre es anterior a la concepción misma en el seno de la madre. Es eterno. Este plan eterno de Dios está en el comienzo de cada vocación.

El hombre lo debe descubrir...; y descubrirlo justamente.

El Profeta Jeremías atestigua explícitamente que ello no tiene lugar sin luchas interiores. El hombre —el hombre joven— es consciente de su debilidad; quisiera liberarse. Pero la gracia y la fuerza de Dios es más grande que la debilidad humana:

«No tengas miedo...; irás a donde quiera que te envíe, / y proclamarás todo lo que yo te mande. / No les tengas miedo, / porque estaré contigo» (Ibíd. 1, 7-8).

10. Hoy, en esta ciudad de Cuenca, hemos plantado el altar de la Iglesia, del Pueblo de Dios que habita en tierras del Ecuador.

Sobre este altar realizamos el Sacrificio eucarístico de Jesucristo, fuente de la necesaria unidad. De los Pastores entre sí, de los fieles con sus Pastores.

Oremos por todas las familias de esta tierra. Oremos por las vocaciones: cristianas, sacerdotales, religiosas, masculinas y femeninas.

Oremos, evocando los más santos recuerdos de la Familia de Nazaret.

En efecto, la familia es el ambiente en el que se manifiesta y se forma la vocación querida por Dios.

Y gritemos a todos, con las palabras del Apóstol de las Gentes: «La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza».

¡Acoged esta palabra!

¡Que ella produzca frutos de vida cristiana! Que se demuestre el camino de la vocación.

«Alabad a Yavé, todas las naciones».

Que el Pueblo que habita en esta tierra, escuchando la Palabra de Cristo, alabe siempre a Dios, «porque es fuerte su amor hacia nosotros; / la lealtad de Yavé dura por siempre». Amén. 



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