CLAUSURA DEL XLV CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Sevilla, domingo 13 de junio de 1993
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
1. Con esta bella jaculatoria, con la que el pueblo fiel de España rinde homenaje al misterio de la Eucaristía, me uno espiritualmente a todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, congregados en torno a este altar, que es hoy como el corazón de toda la Iglesia: Statio orbis, la Estación del orbe entero, el lugar de reunión de la asamblea cristiana, que hoy hace de Sevilla el centro privilegiado de adoración y culto en esta Santa Misa de clausura del XLV Congreso Eucarístico Internacional.
Y como testimonio de esta universalidad, que quiere abarcar a todo el orbe, participan en nuestra celebración numerosos pastores y fieles de muchos países de los cinco continentes: Cardenales, Arzobispos y Obispos. A todos ellos dirijo mi saludo lleno de afecto, comenzando por mi Legado en el Congreso, el Señor Cardenal Arzobispo de Santo Domingo, quien, como Presidente del Celam, representa también a las Iglesias de América Latina, particularmente vinculadas a la Iglesia de España. Mi saludo se hace abrazo fraterno a todos mis Hermanos en el Episcopado, en especial al Arzobispo de Sevilla, a los Obispos de Andalucía y de España entera.
Viva gratitud deseo expresar a sus Majestades los Reyes, que nos honran con su presencia y participación en este rito sagrado, así como a las Autoridades civiles y militares que nos acompañan.
2. Hoy vuelvo a tener la dicha de encontrarme bajo el cielo luminoso de Sevilla, ciudad de larga y profunda devoción eucarística y mariana, precisamente en la solemnidad del Corpus Christi, que tanto arraigo tiene en la religiosidad popular. Hace once años, en mi primera visita apostólica a España, vine a esta hermosa ciudad del Guadalquivir para beatificar a Sor Ángela de la Cruz, cuya vida, hecha evangelio y eucaristía al servicio de los más pobres y abandonados, se elevó como una luz que sigue iluminando al mundo. En este día, el Señor me concede la gracia de volver a estar reunido con vosotros y con los numerosos hermanos y hermanas provenientes de los cuatro puntos cardinales; todos juntos formamos una gran familia en la fe de la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica. Se realiza así el misterio de la unidad de la Iglesia que tiene como centro y culmen la Eucaristía: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Co 10, 17).
Statio orbis!
Aquí, en Sevilla, la Iglesia entera quiere postrarse en recogimiento ante el misterio eucarístico. De modo particular, desea testimoniar con todas sus fuerzas aquel anuncio que repite incesantemente: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Proclama así la verdad de la Eucaristía, en la que se ve identificada la Iglesia universal, de oriente a occidente, de norte a sur: todos los pueblos, lenguas y culturas. Y en nuestra celebración de hoy ella quiere poner ante los ojos de todos las cuestiones que el apóstol Pablo dirige a los fieles de Corinto: “El cáliz de bendición que bendecimos no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo? ” (1Co 10, 16).
Estas preguntas las dirige hoy el Apóstol de las gentes, por boca del Obispo de Roma, a toda la Iglesia, a todos los presentes y a cuantos escuchan la profesión de la fe apostólica: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús”.
3. Statio orbis, la estación que abarca al orbe entero. Aquí, en la sede hispalense, hemos hecho un alto en el camino, una estación para celebrar y adorar la Eucaristía, a Jesús Sacramentado. Hemos hecho un alto porque estamos en camino, somos viandantes, peregrinos, como nos lo recuerda Moisés, en la primera lectura del libro del Deuteronomio: “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... el Señor Dios tuyo que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre... y te alimentó en el desierto con el maná” (Dt 8, 2. 14. 16).
El maná, con que el Señor alimentó al pueblo elegido durante la peregrinación por el desierto, era símbolo de aquel Pan que nutre para la vida eterna. El peregrinar del pueblo de Dios lleva hasta Jerusalén, hasta el Cenáculo, que es la primera Statio orbis, donde fue instituida la Eucaristía. Allí se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Estas palabras se verifican con la institución de la Eucaristía durante la Ultima Cena. Por eso, las preguntas de san Pablo, “el cáliz de bendición que bendecimos no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo?” (1Co 19, 16), tienen su respuesta en la misma lectura evangélica que hemos escuchado: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Jn 6, 54)”.
4. Statio orbis. Hagamos un alto, una estación en el camino. Parémonos a pensar por un momento hacia dónde vamos, cuál es el final que nos espera. “Este es el pan que ha bajado del cielo –dice Jesús–; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron...” (Jn 6, 59). Esta celebración nos invita, queridos hermanos y hermanas, a hacer un alto para considerar que Cristo, crucificado por nuestros pecados en el altar de la cruz y resucitado para nuestra redención, ha vencido a la muerte y “vive para siempre” (cf. Ap 1, 18).
Es ésta la gran verdad que anima a todos los creyentes en Cristo. En esta solemne celebración del Congreso Eucarístico tengo presentes de modo especial a tantos hermanos de otras Iglesias cristianas, que aspiran a recibir la sagrada Eucaristía. La Iglesia conoce bien todo lo que nos une con estos amados hermanos en virtud del bautismo, pero sabe también que la comunión eucarística es signo de la plena unidad eclesial en la fe. Ella ora intensamente al Señor para que llegue el día tan anhelado en el que, concordes en la fe, se pueda participar todos juntos en el banquete eucarístico.
5. El lema del Congreso Eucarístico que clausuramos hoy, pone ante nuestros ojos la íntima relación que existe entre la Eucaristía y la evangelización, y proclama el anhelo misionero que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia de nuestro tiempo. La relación entre Eucaristía y evangelización se hace también, ahora entre nosotros, memoria de un acontecimiento histórico de especial significación y trascendencia para la Iglesia Católica: el V Centenario de la Evangelización de América, en cuya conmemoración se ha puesto de relieve una vez más el papel primordial de los misioneros españoles en la implantación de la Iglesia en el Nuevo Mundo. A ello les movía no “intereses personales, sino el urgente llamado a evangelizar a unos hermanos que aún no conocían a Jesucristo” (Discurso inaugural de la IV Conferencia del episcopado latinoamericano, n. 3, 12 de octubre de 1992).
Eucaristía y Evangelización. Del altar eucarístico, corazón pulsante de la Iglesia, nace constantemente el flujo evangelizador de la palabra y de la caridad. Por ello, el contacto con la Eucaristía ha de llevar a un mayor compromiso por hacer presente la obra redentora de Cristo en todas las realidades humanas. El amor a la Eucaristía ha de impulsar a poner en práctica las exigencias de justicia, de fraternidad, de servicio, de igualdad entre los hombres.
6. Si echamos una mirada en derredor, nuestro mundo, aunque sienta una innegable aspiración a la unidad y pregone más que nunca la necesidad de justicia (cf. Sollicitudo rei socialis, 14), aparece marcado por tantas injusticias, quebrado por las diferencias. Esta situación se opone al ideal de “koinonía” o comunión de vida y amor, de fe y de bienes, de pan eucarístico y de pan material, de la que nos habla el Nuevo Testamento, precisamente en relación con la Eucaristía. Como exhortaba san Pablo a los fieles de Corinto, es una contradicción inaceptable comer indignamente el Cuerpo de Cristo desde la división y la discriminación (1Co 18-21). El sacramento de la Eucaristía no se puede separar del mandamiento de la caridad. No se puede recibir el cuerpo de Cristo y sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos (cf. Mt 25, 41-44). Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1397).
De la comunión eucarística ha de surgir en nosotros tal fuerza de fe y amor que vivamos abiertos a los demás, con entrañas de misericordia hacia todas sus necesidades, como lo hacía de modo ejemplar aquí en Sevilla aquel caballero del siglo XVII, Don Miguel de Mañara, que dio todo su esplendor al Hospital de la Santa Caridad. Qué bellamente describía él la actitud cristiana frente al pobre, cuando ordenaba a los hermanos de la Santa Caridad: al encontrarse un enfermo en la calle, “¡acuérdese que debajo de aquellos trapos está Cristo pobre, su Dios y Señor! ” (Don Miguel de Mañara, Renovación de la Regla).
7. Statio orbis. La Iglesia, en su peregrinar, hace hoy su estación en Sevilla para anunciar al mundo que sólo en Cristo, en el misterio de su cuerpo y de su sangre, está la vida eterna. “El que come este pan –dice el Señor– vivirá para siempre” (Jn 6, 58). La Iglesia se congrega para proclamar que el camino que conduce hasta aquí pasa por el Cenáculo de Jerusalén, pasa por el Gólgota. Es camino de cruz y de resurrección. “Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer” (Dt 8, 2), nos dice Moisés en la primera lectura. Él te alimentó con maná en el desierto prefigurando a aquel que, al llegar la plenitud de los tiempos, proclamaría: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51).
Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne para ser nuestra luz. Pan bajado del cielo para ser la vida de todos. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Ibíd., 12, 32). Cristo, elevado en la cruz entre el cielo y la tierra, exaltado a la derecha del Padre, levantado sobre el mundo por las manos de los sacerdotes en gesto de ofrenda al Padre y de adoración, es la luz de los pueblos, faro luminoso para nuestro camino, viático y meta de nuestro caminar.
Statio orbis. El mundo ha de hacer un alto para meditar que, entre tantos caminos que conducen a la muerte, uno sólo lleva a la vida. Es el camino de la Vida eterna. Es Cristo. Es Cristo, luz de los pueblos. Palabra hecha carne. Pan bajado del cielo. Es Cristo, elevado en la Cruz entre el cielo y la tierra. Levantado sobre el mundo por las manos de vosotros, queridos hermanos sacerdotes, en gesto de ofrenda al Padre y de adoración. Cristo. Él es camino de vida eterna. Amén.
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