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SOLEMNE CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN

FLORENTINO ASENSIO BARROSO,
CEFERINO GIMÉNEZ MALLA,
GAETANO CATANOSO,
ENRICO REBUSCHINI
Y MARÍA ENCARNACIÓN ROSAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

VI Domingo de Pascua 4 de mayo de 1997

 

1. «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado » (Jn 15, 12).

La liturgia de este sexto domingo de Pascua nos invita a reflexionar en el gran mandamiento del amor, a la luz del misterio pascual. Precisamente la meditación del nuevo mandamiento, corazón y síntesis de la enseñanza moral de Cristo, nos introduce en esta celebración, particularmente solemne y sugestiva por la proclamación de cinco nuevos beatos.

En la segunda lectura y en el pasaje evangélico se nos presenta la ley de la caridad como el testamento de Jesús en la víspera de su pasión. «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud » (Jn 15, 11): así concluye su discurso a los Apóstoles durante la última cena.

El amor a Dios es, pues, la fuente de la verdadera alegría. Es lo que experimentaron personalmente estos hermanos nuestros en la fe, que hoy se presentan a la Iglesia como modelos de adhesión generosa al mandamiento del Señor. Son «beatos». En su existencia terrena vivieron de un modo muy particular el amor a Dios y, precisamente por eso, pudieron gozar de la plenitud de la alegría prometida por Cristo.

Hoy son propuestos a nuestra veneración como testigos privilegiados del amor a Dios. Con su ejemplo y su intercesión, indican el camino hacia la plena felicidad, que constituye la aspiración profunda del corazón humano.

2. Como hemos repetido en el Salmo responsorial que acabamos de cantar, todo el mundo está invitado a alegrarse por las maravillas del Señor: «Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad » (Sal 97, 4). Hoy, desde diferentes lugares del mundo, y en especial desde donde vivieron y actuaron los nuevos beatos, sube hacia Dios un intenso cántico de alabanza y acción de gracias por la beatificación de Florentino Asensio Barroso, obispo y mártir; Ceferino Giménez Malla, mártir; Gaetano Catanoso, presbítero, fundador de la congregación de las religiosas Verónicas de la Santa Faz; Enrico Rebuschini, presbítero, de la orden de los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos; y María Encarnación Rosal, religiosa, reformadora del Instituto de las Hermanas Bethlemitas.

3. «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El obispo Florentino Asensio Barroso permaneció en el amor de Cristo. Como él, se entregó al servicio de los hermanos, especialmente en el ministerio sacerdotal, desempeñado generosamente durante años en Valladolid primero, y después en su corto espacio de tiempo como obispo administrador apostólico de Barbastro, sede para la que había sido elegido pocos meses antes del inicio de la deplorable Guerra civil de 1936. Para un ministro del Señor el amor se vive en la caridad pastoral y por eso, ante los peligros que se veían venir, no abandonó su grey, sino que, al estilo del buen Pastor, ofreció su vida por ella.

El obispo, como maestro y guía en la fe para su pueblo, está llamado a confesarla con las palabras y las obras. Mons. Asensio llevó hasta sus últimas consecuencias su responsabilidad de pastor al morir por la fe que vivía y predicaba. En los últimos momentos de su vida, tras haber sufrido vejatorios y lacerantes tormentos, ante la pregunta de uno de sus verdugos sobre si conocía el destino que le esperaba, contestó con serenidad y firmeza: «Voy al paraíso». Proclamaba así su inquebrantable fe en Cristo, vencedor de la muerte y dador de vida eterna. Al ser elevado hoy a la gloria de los altares, el beato Florentino Asensio Barroso sigue alentando con su ejemplo la fe de los fieles de esa amada diócesis aragonesa y vela por ella con su intercesión.

4. «A vosotros os llamo amigos» (Jn 15, 15). También en Barbastro el gitano Ceferino Giménez Malla, conocido como «el Pelé», murió por la fe en la que había vivido. Su vida muestra cómo Cristo está presente en los diversos pueblos y razas y que todos están llamados a la santidad, la cual se alcanza guardando sus mandamientos y permaneciendo en su amor (cf. Jn 15, 11). El Pelé fue generoso y acogedor con los pobres, aun siendo él mismo pobre; honesto en su actividad; fiel a su pueblo y a su raza calé; dotado de una inteligencia natural extraordinaria y del don de consejo. Fue, sobre todo, un hombre de profundas creencias religiosas.

La frecuente participación en la santa misa, la devoción a la Virgen María con el rezo del rosario, la pertenencia a diversas asociaciones católicas le ayudaron a amar a Dios y al prójimo con entereza. Así, aun a riesgo de la propia vida, no dudó en defender a un sacerdote que iba a ser arrestado, por lo que le llevaron a la cárcel, donde no abandonó nunca la oración, siendo después fusilado mientras estrechaba el rosario en sus manos. El beato Ceferino Giménez Malla supo sembrar concordia y solidaridad entre los suyos, mediando también en los conflictos que a veces empañan las relaciones entre payos y gitanos, demostrando que la caridad de Cristo no conoce límites de razas ni culturas. Hoy «el Pelé» intercede por todos ante el Padre común, y la Iglesia lo propone como modelo a seguir y muestra significativa de la universal vocación a la santidad, especialmente para los gitanos que tienen con él estrechos vínculos culturales y étnicos.

5. El padre Gaetano Catanoso siguió a Cristo por el camino de la cruz, haciéndose con él víctima de expiación por los pecados. Repetía a menudo que quería ser el cireneo que ayuda a Cristo a llevar la cruz, más gravosa por los pecados que por el peso material de la madera.

Verdadera imagen del buen Pastor, se prodigó incansablemente por el bien de la grey que el Señor le había confiado, en la vida parroquial y en la asistencia a los huérfanos y a los enfermos, en el consejo espiritual a los seminaristas y a los jóvenes sacerdotes, así como en la animación de las religiosas Verónicas de la Santa Faz, que él fundó.

Cultivó y difundió una gran devoción a la Faz ensangrentada y desfigurada de Cristo, que veía reflejada en la faz de cada hombre que sufre. Todos los que se encontraban con él percibían en su persona el buen olor de Cristo; por esto solían llamarlo «padre», y así lo sentían realmente, pues era un signo elocuente de la paternidad de Dios.

6. También el beato Enrico Rebuschini caminó decididamente, durante su existencia, hacia la perfección de la caridad, que constituye el tema dominante de la liturgia de la Palabra de este domingo. Siguiendo las huellas de su fundador, san Camilo de Lelis, testimonió la caridad misericordiosa, practicándola en todos los ambientes en los que trabajó. Su firme propósito de «consumir su vida para dar a Dios al prójimo, viendo en él el rostro mismo del Señor», lo comprometió en un arduo camino ascético y místico, caracterizado por una intensa vida de oración, un amor extraordinario a la Eucaristía y una entrega incansable a los enfermos y a los que sufrían.

Se ha convertido en un punto de referencia seguro para los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos y para la comunidad cristiana de Cremona. Su ejemplo constituye para todos los creyentes una apremiante invitación a estar atentos a los que sufren y a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu.

7. «Yo os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). La madre María Encarnación Rosal, primera guatemalteca beatificada, fue elegida para continuar el carisma del beato Pedro de San José Betancourt, fundador de la Orden Bethlemita, la primera latinoamericana. Hoy su fruto perdura en las Hermanas Bethlemitas que, junto con todos los miembros de la gran familia de la Asociación de laicos, trabajan en poner en práctica su carisma evangelizador al servicio de la Iglesia.

Mujer constante, tenaz y animada sobre todo por la caridad, su vida es fidelidad a Cristo —su confidente asiduo a través de la oración— y a la espiritualidad de Belén. Ello le acarreó múltiples sacrificios y sinsabores, teniendo que peregrinar de un lugar a otro para poder afianzar su Obra. No le importó renunciar a muchas cosas con tal de salvar lo esencial, afirmando: «Que se pierda todo, menos la caridad».

Desde lo aprendido en la escuela de Belén, es decir, el amor, la humildad, la pobreza, la entrega generosa y la austeridad, vivió una espléndida síntesis de contemplación y acción, uniendo a las obras educativas el espíritu de penitencia, adoración y reparación al Corazón de Jesús. Que su ejemplo perdure entre sus hijas, y que su intercesión acompañe la vida eclesial del Continente americano, que se dispone con esperanza a cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana.

8. La santidad es una llamada que Dios dirige a todos, pero sin forzar a nadie. Dios pide y espera la libre adhesión del hombre. En el ámbito de esta vocación universal a la santidad, Cristo elige para cada uno una tarea específica y, si encuentra correspondencia, él mismo provee a llevar a cumplimiento la obra iniciada, haciendo que el fruto permanezca.

«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo (...). Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 9.14), sigue repitiendo el Señor y espera nuestra respuesta, como hizo con los nuevos beatos. Su ejemplo nos recuerda que todos, cada uno de modo diferente, estamos comprometidos a dar fruto no sólo para nuestro bien, sino también para el de toda la comunidad.

Hoy exultamos por el don de estos nuevos beatos. Demos gracias a Dios por lo que realizaron y por las obras de bien que dejaron a su paso por la tierra. Oremos para que muchos sigan su ejemplo y aumente el número de los obreros en la viña del Señor.

Que se renueve la faz de la tierra (cf. Sal 103, 30) mediante el poder del Espíritu Santo, y en todo rincón del mundo resuene el cántico de alegría, resuene el anuncio del amor divino.

Dios es amor: él ha sido el primero en amarnos. Nuestra tarea ahora consiste en amarnos unos a otros como él nos ha amado. Por esto nos reconocerán como sus discípulos. De aquí nace nuestra responsabilidad: ser testigos creíbles. Los nuevos beatos lo fueron. Que ellos nos obtengan también a nosotros la gracia de serlo, para que este mundo que amamos sepa reconocer en Cristo al único Salvador verdadero.



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