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VIAJE APOSTÓLICO A RUMANÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA DIVINA LITURGIA BIZANTINA
EN LA CATEDRAL DE SAN JOSÉ


Sábado 8 de mayo de 1999

 

1. «Cíñete y cálzate las sandalias» (Hch 12, 8). Estas palabras las dirige el ángel al apóstol san Pedro, a quien la primera lectura nos ha presentado encerrado en la cárcel. Guiado por el ángel, san Pedro puede salir y recuperar la libertad.

También el Señor Jesús nos ha hablado de libertad en el pasaje evangélico que acabamos de proclamar: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Los que lo escuchan no comprenden: ¿De qué esclavitud debemos ser liberados?, se preguntan. Y Jesús explica que la esclavitud más engañosa y opresora es la del pecado (cf. Jn 8, 34). De esta esclavitud sólo él nos puede liberar.

He aquí el anuncio que la Iglesia ofrece al mundo: Cristo es nuestra libertad, porque él es la verdad. No es una verdad abstracta, que la razón del hombre, siempre inquieta, busca a tientas. La verdad es para nosotros la persona de Cristo. Él nos lo dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Si las tinieblas del pecado son disipadas por la luz de la vida, entonces no hay esclavitud que pueda ahogar la libertad.

2. Tú conoces bien esta verdad, querido hermano Alexandru Todea, cardenal de la santa Iglesia romana, y tú, arzobispo Gheorghe Gutiu, porque ante vosotros, como ante Pedro, se ha abierto por sí misma la pesada puerta de la esclavitud y habéis sido devueltos a vuestras Iglesias, juntamente con tantos otros hermanos y hermanas, a algunos de los cuales tenemos la alegría y el privilegio de saludar y besar espiritualmente aquí, en esta divina liturgia bizantina. Otros, en cambio, fueron ya acogidos en el abrazo del Padre durante los días de la persecución, y no pudieron ver cómo su patria recuperaba las libertades fundamentales, incluida la religiosa. Amados hermanos, vuestras cadenas, las cadenas de vuestra gente, son la gloria, el orgullo de la Iglesia: ¡la verdad os ha hecho libres! Intentaron acallar, ahogar vuestra libertad, pero no lo lograron. Habéis permanecido interiormente libres, incluso entre cadenas; libres, aun con llanto y entre privaciones; libres, aunque vuestras comunidades eran atropelladas y golpeadas. Pero «la Iglesia oraba insistentemente a Dios» (Hch 12, 5) por vosotros, por ellos, por todos los creyentes en Cristo, a quienes la mentira quería destruir. Ningún hijo de las tinieblas puede tolerar el canto de la libertad, porque le echa en cara su error y su pecado.

He venido estos días a rendir homenaje al pueblo rumano, que en la historia es signo del irradiarse de la civilización romana en esta parte de Europa, donde ha perpetuado su recuerdo, su lengua y su cultura. He venido a rendir homenaje a hermanos y hermanas que han consagrado esta tierra con el testimonio de su fe, haciendo florecer en ella una civilización inspirada en el evangelio de Cristo; a un pueblo cristiano orgulloso de su identidad, defendida con frecuencia a un precio muy elevado, en las tribulaciones y en las vicisitudes que han marcado su existencia.

Hoy estoy aquí para rendir homenaje a vosotros, hijos de la Iglesia greco-católica, que desde hace tres siglos testimoniáis, a veces con sacrificios inauditos, vuestra fe en la unidad. Vengo a vosotros para dar voz al reconocimiento de la Iglesia católica, y no sólo de ella: a toda la comunidad cristiana, a todos los hombres de buena voluntad habéis dado el testimonio de la verdad que hace libres.

Desde esta catedral mi pensamiento no puede menos de dirigirse a Blaj. Espiritualmente beso esa tierra de mártires y hago mías las emotivas palabras del gran poeta Mihai Eminescu, que se refieren a ella: «Te doy gracias, oh Dios, porque me has permitido verla». Al amadísimo hermano Lucian Muresan, metropolita de vuestra Iglesia greco-católica rumana, a los obispos, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a todos los fieles, expreso en esta santa celebración mi saludo afectuoso.

3. En el decurso de vuestra historia, varias almas del cristianismo -la latina, la constantinopolitana y la eslava- se han unido al genio original de vuestro pueblo. Esta valiosa herencia religiosa fue conservada por vuestras comunidades orientales, junto con los hermanos de la Iglesia ortodoxa rumana. Vuestros padres quisieron restablecer la unión visible con la Iglesia de Roma. En la Clausula unionis afirmaron, entre otras cosas: «Los abajo firmantes nos unimos con toda nuestra tradición: deben conservarse los ritos eclesiásticos, la divina liturgia, los ayunos y nuestro calendario». Esa unión tuvo lugar hace 300 años. Considero providencial y significativo que las celebraciones de su tercer centenario coincidan con el gran jubileo del año 2000.

La unión correspondía a siglos de historia y cultura del pueblo rumano. A esa historia y cultura precisamente la unión aportó una contribución de gran significado, como lo muestra la escuela que surgió en Blaj, a la que el mismo Eminescu se refirió, no por casualidad, como «pequeña Roma». Amadísimos hermanos y hermanas de la Iglesia greco-católica, tenéis el compromiso de ser fieles a vuestra historia y tradición. Figuras como Teófilo Szeremi y Ángel Atanasio Popa, que defendieron con ardor su identidad cultural frente a todos los que la amenazaban, demuestran que la catolicidad y la cultura nacional no sólo pueden convivir, sino también fecundarse recíprocamente, abriéndose asimismo a una universalidad que ensancha los horizontes y favorece la superación de actitudes de encerramiento en sí mismos. Al pie de la espléndida iconostasis de vuestra catedral, por fin, han encontrado descanso los restos del venerado obispo Inocencio Micu Klein, otra figura que amó y defendió con generosidad y valentía su catolicidad, íntimamente unida a su identidad rumana. Una prueba de esa fecunda síntesis es el hecho de que en vuestra Iglesia el hermoso idioma rumano entró en la liturgia y los rumanos greco-católicos contribuyeron en gran medida a la renovación intelectual y al fortalecimiento de la identidad nacional.

4. Ese patrimonio se alimentaba también de las riquezas de la liturgia y de la tradición bizantina, que tenéis en común con los hermanos de la Iglesia ortodoxa. Estáis llamados a hacer revivir ese patrimonio, a renovarlo donde sea necesario, inspirándoos en la sensibilidad de cuantos quisieron la unión con Roma y en lo que la Iglesia católica espera de vosotros. La fidelidad a vuestra tradición, tan rica y variada, se ha de renovar continuamente hoy, que disponéis de nuevos espacios de libertad, para que vuestra Iglesia, volviendo a sus raíces y abriéndose a la llamada del Espíritu, pueda ser cada vez más lo que debe ser y, precisamente por esta múltiple identidad, pueda contribuir al crecimiento de la Iglesia universal.

Os espera una tarea apasionante: reavivar la esperanza en el corazón de los fieles de vuestra Iglesia, que resurge. Dad espacio y atención a los laicos, y en particular a los jóvenes, que son el porvenir de la Iglesia: enseñadles a encontrarse con Cristo en la oración litúrgica, que ha recuperado la belleza y la solemnidad después de las limitaciones de la clandestinidad, en la meditación asidua de la sagrada Escritura, en el recurso a los santos Padres, teólogos y místicos. Impulsad a los jóvenes hacia metas arduas, propias de hijos de mártires. Enseñadles a rechazar las fáciles ilusiones del consumismo; a permanecer en su tierra para construir juntos un porvenir de prosperidad y paz; a abrirse a Europa y al mundo; a servir a los pobres, que son el icono de Cristo; a prepararse como cristianos al trabajo profesional, para animar a la sociedad civil con honradez y solidaridad; a no desconfiar de la política, sino a actuar en ella con espíritu de servicio, que tanto necesita.

Tratad de mejorar la enseñanza teológica, conscientes de que los futuros sacerdotes son los guías que van a introducir a las comunidades en el nuevo milenio. Unid los esfuerzos, formad bien a los profesores y a los educadores, arraigándolos a la vez en vuestra identidad particular y en la dimensión universal de la Iglesia. Cuidad la vida religiosa y promoved la renovación del monacato, tan íntimamente vinculado a la esencia misma de las Iglesias orientales.

5. «Por encima de todo esto -os digo, con san Pablo- revestíos del amor» (Col 3, 14). Más que por la privación del inestimable don de la libertad e incluso de la vida, habéis sufrido por no haberos sentido amados, por haber sido obligados a la clandestinidad, con un penoso aislamiento de la vida nacional e internacional. Sobre todo se infligió una herida dolorosa a las relaciones con los hermanos y hermanas de la Iglesia ortodoxa, a pesar de que con muchos de ellos habéis compartido los sufrimientos del testimonio de Cristo en la persecución. Si la comunión entre ortodoxos y católicos aún no es plena, «considero ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, la martyría hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2, 13)» (Ut unum sint, 84).

Para los cristianos, éstos son los días del perdón y de la reconciliación. Sin este testimonio el mundo no creerá: ¿cómo podemos hablar de modo creíble de Dios, que es Amor, si seguimos enfrentados? Curad las heridas del pasado con el amor. El sufrimiento común no debe engendrar separación, sino suscitar el milagro de la reconciliación. ¿No es éste el prodigio que el mundo espera de los creyentes? También vosotros, queridos hermanos y hermanas, estáis llamados a dar vuestra valiosa contribución al diálogo ecuménico en la verdad y en la caridad, según las directrices del concilio Vaticano II y del magisterio de la Iglesia.

6. Acabo de visitar el cementerio católico de esta ciudad. Ante las tumbas de los pocos mártires conocidos y de los muchos cuyos restos mortales no tienen ni siquiera el honor de una sepultura cristiana, he orado por todos vosotros, y he invocado a vuestros mártires y a los confesores de la fe, para que intercedan por vosotros ante el Padre que está en el cielo. He invocado en particular a los obispos, para que sigan siendo vuestros pastores desde el cielo: Vasile Aftenie y Ioan Balan, Valeriu Traian Frentiu, Ioan Suciu, Tit Liviu Chinezu y Alexandru Rusu. Vuestro martirologio se abre con la concelebración ideal de estos obispos que han mezclado su sangre con la del sacrificio eucarístico que celebraban diariamente. He invocado también al cardenal Iuliu Hossu, que prefirió quedarse con los suyos hasta la muerte, renunciando a trasladarse a Roma para recibir del Papa el capelo cardenalicio, porque eso habría significado dejar su amada tierra.

Que en vuestro camino hacia Cristo, fuente de libertad verdadera, ellos os acompañen con María, la santa Madre de Dios. A ella os encomiendo, con las palabras que en la persecución le cantabais con confianza filial: «No nos abandones, oh Madre, agotados en el camino, porque somos los hijos de tus lágrimas».

 



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