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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA VII JORNADA MUNDIAL DE LA ALIMENTACIÓN*

 

A Su Excelencia el Señor Edouard Saouma,
Director General de la F.A.O.:

El tema escogido para la VII Jornada mundial de la Alimentación me parece muy oportuno. Los pequeños agricultores representan una proporción importante de la población activa, particularmente en los países poco industrializados. Y así ha resultado una feliz idea la de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) de llamar la atención sobre sus condiciones de vida y de trabajo, por medio de iniciativas de información y reflexión llevadas a cabo en un gran número de países del mundo.

La Iglesia, con frecuencia, ha expresado su solidaridad para con los pequeños agricultores, pequeños propietarios o asalariados vinculados a ellos. Con el presente Mensaje quisiera proporcionar un nuevo motivo de interés, precisamente en el momento en que ellos son objeto de la atención de todos.

El Concilio Vaticano II, al examinar los principios que rigen a la vida económica y social, ha subrayado las dificultades que deben afrontar los campesinos. Recordando que numerosos agricultores se ven privados de seguridad y de un mínimo de independencia, que les abra posibilidades de promoción, el Concilio añade: “Se imponen, pues, reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer” (Gaudium et spes, 71, 6).

Los pequeños agricultores conocen una situación a menudo precaria: el fruto de su trabajo depende de las condiciones naturales, casi totalmente independientes de la voluntad del hombre, y no disponen de reservas de subsistencia en caso de malas cosechas; y están aún más desprotegidos para procurarse los costosos medios técnicos de los que tendrían necesidad. Por otra parte, cuando la producción es abundante, encuentran serias dificultades de transporte, de comercialización y de conservación. Y no se puede olvidar que esta vulnerabilidad económica tiene repercusiones muy sensibles en la vida personal y familiar de los pequeños agricultores: muchos de ellos consagran a su trabajo, en condiciones lamentables, un número de horas netamente superior a las dedicadas por otros trabajadores. En muchos casos, es toda la familia quien participa en la explotación agrícola: las mujeres, con perjuicio del cuidado de su hogar, y los niños, que ven obstaculizado cl progreso normal de su escolaridad. Y, en general, los agricultores se encuentran desfavorecidos en los ámbitos del cuidado de la salud, de los medios de información y educación, e incluso de la expresión de su opinión en la vida social y política.

Es muy oportuno que esta Jornada mundial contribuya a hacer reconocer estas dificultades a las autoridades civiles de cada país y al conjunto de las Organizaciones internacionales, a fin de que todos los que tienen una parte de responsabilidad en la organización de la vida de los países y también en los intercambios internacionales, tomen conciencia de los problemas humanos en los que están implicados los miembros más vulnerables de la sociedad.

En el transcurso de mis viajes, he tenido numerosas ocasiones de escuchar a los campesinos sobre sus dificultades para vivir, como lo he recordado recientemente en América Latina. Es natural que ahora me haga eco de las graves preocupaciones que se me han confiado en los países del Tercer Mundo.

Es verdad que la Iglesia no tiene por misión el tratar directamente tales problemas, ni el intervenir en su solución técnica y social. Pero los aspectos humanos no pueden dejar indiferentes a los cristianos. Puedo asegurar que, por medio de sus diversas organizaciones, especialmente bajo forma de cooperativas, ellos aportan su contribución activa a una solidaridad necesaria, particularmente cuando las desventajas económicas conducen a una situación que las desfavorece con relación a las sociedades que disponen de muy grandes recursos económicos.

No podemos olvidar que la tierra y los frutos de la tierra son dones de Dios para todos los hombres. Deseamos que todos puedan beneficiarse de un reparto equitativo. Imploramos la bendición de Dios Creador y Todopoderoso sobre los hombres y las mujeres que cultivan la tierra, especialmente sobre los más desprotegidos de ellos, y sobre quienes se dedican a defender su dignidad de hermanos y hermanas en humanidad, con respeto y amor.

Vaticano, 16 de octubre de 1987

JOANNES PAULUS PP. II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 48, p.19.



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