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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA XVIII JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN
POR LAS VOCACIONES

 

Venerables hermanos en el Episcopado;
amadísimos hijos e hijas de toda el mundo:

La celebración de la XVIII Jornada mundial de Oración por las Vocaciones coincide, este año, con un acontecimiento importante: la inauguración de un Congreso internacional, en el que tomarán parte obispos delegados de las Conferencias Episcopales, superioras y superiores religiosos, moderadores de institutos seculares y otros responsables para tratar el tema de la cura pastoral en favor de las vocaciones eclesiásticas en las Iglesias particulares.

Quiero ante todo expresar mi sentida complacencia y mi profunda gratitud a los obispos de todo el mundo, porque con vistas a dicho Congreso internacional han decidido poner al día y publicar sus respectivos programas al servicio de las vocaciones sagradas. Admiro este noble testimonio de solicitud pastoral, que se orienta al bien de las propias diócesis, y me complazco al mismo tiempo porque este laudable esfuerzo ha sido llevado a cabo con corazón abierto y atento a los intereses generales de la Iglesia.

Si reflexionamos sobre el tema del próximo encuentro de los obispos: "Iglesias particulares y vocaciones", nuestro pensamiento y nuestra fe se encuentran con el misterio de la Santa Iglesia de Cristo, la cual está presente en cada Iglesia particular, donde vive y obra una parte del Pueblo de Dios, confiada a los cuidados pastorales del obispo, ayudado por su presbiterio. En cada una de estas Iglesias se anuncia el Evangelio, se celebra la Eucaristía, se administran los sacramentos, se alaba al Señor, se ejercita el servicio de la caridad, se defiende la dignidad del hombre, se ofrece al mundo el testimonio cristiano. Y el Espíritu Santo, lo mismo que en el primer Pentecostés y al igual que en las primeras comunidades creyentes, se efunde en cada Iglesia particular, la unifica en la comunión, para que sea "un corazón y un alma sola" (Act 4, 32), la guía en la verdad, la enriquece con ministerios y dones diversos, la renueva continuamente y la conduce a la unión cada vez más perfecta con Cristo Señor (cf. Lumen gentium, 4. 23. 26).

El mismo tiempo litúrgico entre la Pascua de Resurrección y Pentecostés, que estamos viviendo ahora con renovado fervor, nos invita y ayuda a tener fija la mirada de la fe en este gran misterio de la Iglesia, una en su universalidad, y toda ella presente en la multiplicidad de las Iglesias particulares, constituidas en todos los pueblos y "hasta el extremo de la tierra" (Act 1, 8). De esta mirada de fe brotan espontáneamente algunas reflexiones y exhortaciones, que deseo proponer con cordial afecto y estima a cada Iglesia particular y a cada comunidad local comprendida en ese espacio vital.

1. Cada Iglesia particular tiene que adquirir cada vez más conciencia de lo que es, a la luz del misterio de la Iglesia universal. En efecto, es en esta luz donde la Iglesia particular encuentra fuerza para vivir, luchar y crecer. A este respecto, se hace quizá necesario para algunos creyentes un suplemento de conocimiento. Se debe entender bien, con toda claridad, cuál es la vocación y la misión del Pueblo de Dios, peregrinante en el mundo y orientado hacia la patria eterna. Se debe comprender con la misma claridad quién es el obispo, el sacerdote, el diácono; cuál es su concreta e insustituible misión al servicio del Pueblo de Dios, qué es lo que distingue a estas personas, consagradas mediante el orden sagrado, de los otros miembros del Pueblo de Dios. Se debe comprender con igual claridad, quiénes son, qué hacen las demás personas, hombres y mujeres, consagradas también al servicio del Pueblo de Dios, no mediante el sacramento del orden, sino por medio de los votos religiosos u otros vínculos sagrados. Esta mayor comprensión, a la luz de la fe, nos llevará a dar gracias y alabar al Señor por la abundancia de ministerios y de dones, con que ha querido enriquecer a su Iglesia. Y será también de gran ayuda para que cada miembro de la Iglesia reflexione sobre las propias responsabilidades, descubra la propia vocación personal y acepte prestar generosamente su servicio a la comunidad eclesial con la fuerza y la gracia del Espíritu Santo.

2. Cada Iglesia particular, rica de fe y consciente de su misión, debe ofrecer a Cristo toda la colaboración de que es capaz, para vivir, crecer y regenerar continuamente sus fuerzas apostólicas. El Concilio Vaticano II ha subrayado justamente que el deber de promover las vocaciones corresponde a toda la comunidad cristiana (cf. Optatam totius, 2). Si el Señor ha querido hacernos tan responsables de la vida y del futuro de la Iglesia, ¿podemos rechazar nosotros el honor que nos hace y la confianza que nos concede?

Aquí se plantea un problema de conciencia. Nadie, frente a Dios, puede decir: ¡Allá los demás! Ciertamente, quien ha recibido más deberá dar más: los sacerdotes y las demás personas consagradas se encuentran en primera línea. En efecto, por lo que se refiere a las vocaciones, ellos tienen responsabilidades especiales que no pueden ignorar, descuidar o delegar. Así, pues, con la vida, el ejemplo, la palabra, con la alegría y la calidad de su trabajo apostólico, ellos deben educar a los demás, especialmente a los jóvenes, para que descubran el gusto de servir a la Iglesia. Todo esto para un ministro de Dios, para una persona consagrada, es cuestión de honor, es un acto de fidelidad a la propia vocación, es una prueba de "autenticidad" de la propia existencia. Pero también las familias y los demás educadores tienen los propios dones de gracia y las consiguientes responsabilidades. También ellos por tanto deben saber crear un clima de fe, comunicar el gusto de ayudar al prójimo y de servir a la Iglesia, cultivar las buenas disposiciones para acoger y seguir la voluntad del Señor. De este modo los jóvenes encontrarán menos dificultades para buscar y hallar el propio camino.

3. Que cada Iglesia particular sienta renovarse, a través de estas mis palabras, la invitación del Señor aoraral Dueño de la mies, "que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38; Lc10, 2).

Así, pues, amadísimos hermanos e hijos, con nuestra oración común, amplia como el mundo, fuerte como nuestra fe, perseverante como la caridad que el Espíritu Santo ha difundido en nuestros corazones,

alabemos al Señor, que ha enriquecido a su Iglesia con el don del sacerdocio, con las múltiples formas de vida consagrada y con otras innumerables gracias, para la edificación de su pueblo y para el servicio de la humanidad;

demos gracias al Señor, que continúa dispensando su llamada, a la que numerosos jóvenes y otras personas, en estos años y en distintas partes de la Iglesia, responden con creciente generosidad;

pidamos perdón al Señor por nuestras debilidades e infidelidad, que posiblemente desaniman a otras personas a responder a su llamada;

pidamos con fervor al Señor que conceda a los Pastores de almas, a los religiosos y religiosas, a los misioneros y a las demás personas consagradas los dones de sabiduría, de consejo, de prudencia para llamar a otros al servicio total de Dios y de la Iglesia; y conceda también a un número creciente de jóvenes, y de otros menos jóvenes, la generosidad y el coraje para responder y perseverar.

Elevemos esta nuestra humilde y confiada oración, por intercesión de María Santísima, Madre de la Iglesia, Reina del clero, espléndido modelo para toda alma consagrada al servicio del Pueblo de Dios.

Vaticano, 15 de marzo de 1981.

JOANNES PAULUS PP. II



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