DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LA V Y VII REGIÓN PASTORAL
DE ESTADOS UNIDOS EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Jueves 9 de noviembre de 1978
Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:
Uno de los consuelos más grandes del nuevo Papa es saber que cuenta con el amor y el apoyo de todo el Pueblo de Dios. Al igual que el Apóstol Pedro en los Hechos de los Apóstoles, el Papa está fuertemente sostenido por las oraciones fervientes de los fieles.
Así, resulta un gozo especial para mí hallarme hoy entre vosotros, hermanos míos en el Episcopado, Pastores de Iglesias locales de Estados Unidos de América. Sé que traéis con vosotros la fe profunda de vuestro pueblo, su hondo respeto por el misterio de la función de Pedro en el designio de Dios sobre su Iglesia universal, y su amor a Cristo y a los hermanos. Por providencia de Dios he podido visitar vuestra tierra y conocer personalmente algunos sectores de vuestro pueblo. Este encontrarnos juntos es en sí una celebración de la unidad de la Iglesia. Es también testimonio de que aceptamos a Jesucristo en la totalidad de su misterio de salvación.
Como Siervo y Pastor y Padre de la Iglesia universal, en este momento deseo manifestaros mi amor a todos cuantos estáis llamados especialmente a trabajar por el Evangelio y a cuantos colaboran directamente con vosotros en vuestras diócesis para la construcción del reino de Dios.
Como vosotros, siendo obispo aprendí a comprender directa y personalmente el ministerio de los sacerdotes, los problemas que gravan sobre su vida, los esfuerzos espléndidos que hacen y sus sacrificios, que constituyen parte integral de su servicio al Pueblo de Dios.
Como vosotros, estoy plenamente convencido de lo mucho que Cristo cuenta con sus sacerdotes para realizar en el tiempo su misión de redención. Y al igual que vosotros he trabajado también con los religiosos dándoles muestras de la estima que tiene la Iglesia hacia ellos por su vocación de amor consagrado; y urgiéndoles a prestar colaboración generosa en la vida corporativa de la comunidad eclesial. Todos hemos presenciado abundantes ejemplos de auténtica evangelica testificatio.
Ahora os ruego a todos que os hagáis portadores de mi felicitación al clero y a los religiosos, presentándoles la seguridad de mi comprensión, solidaridad y amor en Jesucristo y en la Iglesia.
Sé también que mis obligaciones pastorales se extienden a toda la comunidad de fieles.
En esta audiencia me gustaría ofreceros algunas reflexiones básicas de cuya importancia para cada Iglesia local en su totalidad, tengo plena convicción.
Al señalar prioridades, mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo I eligieron temas de importancia suma; yo reitero con pleno conocimiento y convicción personal todas sus exhortaciones y directrices a los obispos americanos.
En la última visita ad Limina realizada por obispos de los Estados Unidos, mi predecesor inmediato dedicó su discurso al tema de la familia cristiana. Ya en las primeras semanas de mi pontificado, yo también he tenido ocasión de hablar de este tema y subrayar su trascendencia. Sí, que sepan todas las maravillosas familias cristianas de la Iglesia de Dios que el Papa está con ellas, unido en la oración, en la esperanza y en la confianza. El Papa les confirma en la misión dada por el mismo Cristo, proclama su dignidad y bendice sus esfuerzos.
Estoy plenamente convencido de que las familias de todos los sitios y la gran familia de la Iglesia católica recibirían un gran servicio —se les rendiría un servicio pastoral auténtico— si se insistiera de nuevo sobre el papel de la doctrina en la vida de la Iglesia.
En el plan de Dios un pontificado nuevo es siempre un comenzar de nuevo, que trae esperanzas frescas y ofrece oportunidades nuevas para reflexionar, convertirse, orar y hacer propósitos.
Bajo el cuidado de María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, deseo dedicar mi pontificado a proseguir la aplicación auténtica del Concilio Vaticano II, bajo la acción del Espíritu Santo. Y a este respecto, nada es más iluminador que recordar las palabras exactas que Juan XXIII pronunció el día de la apertura para señalar la orientación de este gran acontecimiento eclesial: «Lo que principalmente atañe al Concilio Ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz».
Esta visión del futuro dada por el Papa Juan es válida todavía. Era la única base sólida para un Concilio Ecuménico orientado a la renovación pastoral; es la única base sólida de nuestras tareas pastorales de obispos de la Iglesia de Dios. Esta es, por tanto, mi esperanza más fuerte para los Pastores de la Iglesia de América y para los Pastores de la Iglesia universal: «Que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz».
El sagrado depósito de la Palabra de Dios que la Iglesia nos entrega, constituye el gozo y la fuerza de la vida de nuestro pueblo. Es la única solución pastoral de los muchos problemas de hoy día.
Presentar este sagrado depósito de la doctrina cristiana en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder, es una responsabilidad pastoral santa; es, además, el servicio más sublime que podemos prestar.
Y la segunda esperanza que quisiera confiaros hoy es la esperanza de que se salvaguarde la gran disciplina de la Iglesia, esperanza que formuló elocuentemente Juan Pablo I al día siguiente de su elección: «Queremos mantener intacta en la vida de los sacerdotes y de los fieles, aquella gran disciplina de la Iglesia que su misma historia, enriquecida con la experiencia, acreditó a lo largo de los siglos con ejemplos de santidad y perfección heroica, tamo en la práctica de las virtudes evangélicas, como en el servicio a los pobres, humildes e indefensos».
Estas dos esperanzas no agotan nuestras aspiraciones y nuestras oraciones, pero merecen esfuerzos pastorales intensos y laboriosidad apostólica.
Estos esfuerzos y esta laboriosidad de parte nuestra son a la vez expresión de amor real y de interés por la grey confiada a nuestro cuidado por Jesucristo, el Pastor Supremo, una carga pastoral que se ha de ejercer dentro de la unidad de la Iglesia universal y en el contexto de la colegialidad del Episcopado.
Estas esperanzas para la vida de la Iglesia —pureza de doctrina y disciplina cabal— dependen de cada nueva generación de sacerdotes que perpetúan con amor generoso la entrega de la Iglesia al Evangelio. Por esta razón demostró gran sabiduría Pablo VI al pedir a los obispos americanos: «que cumpláis con amorosa atención personal vuestra gran responsabilidad pastoral con los seminaristas, estad enterados del contenido de sus estudios, animadles a amar la Palabra de Dios y a que nunca se avergüencen de la aparente locura de la cruz» (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de julio de 1977, pág. 9). Y es éste mi gran deseo hoy: que el acentuar la importancia de la doctrina y de la disciplina sea la aportación postconciliar de vuestros seminarios, de modo que «la Palabra del Señor sea difundida y sea El glorificado» (2 Tes 3, 1).
Y en todos vuestros afanes pastorales podéis tener la seguridad de que el Papa está unido a vosotros y cercano en el amor a Jesucristo.
Todos nosotros tenemos un sólo objetivo: mostrarnos fieles a la misión pastoral que se nos ha encomendado, que es guiar al Pueblo de Dios «por las rectas sendas, por amor de su nombre» (Sal 23, 3), de forma que podamos decir con responsabilidad pastoral con Jesús al Padre: «Mientras yo estaba con ellos, yo conservaba en tu nombre a éstos que me has dado, y los guardé y ninguno de ellos pereció...» (Jn 17, 12).
En el nombre del Señor paz a vosotros y a vuestra gente. Con mi bendición apostólica.
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