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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE PAPUA NUEVA GUINEA E ISLAS SALOMÓN
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 23 de octubre de 1979

 

Queridos hermanos en Cristo:

1. Con hondo afecto fraterno os doy la bienvenida a la Sede de Pedro y os saludo con las palabras de Pablo: "Sean con vosotros la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ef 1, 2).

Es un gran gozo para mí abrazar en vosotros a todos los fieles de las dos naciones que representáis, Papua Nueva Guinea e Islas Salomón. A través de vosotros envío un saludo a cada una de las comunidades enclavadas en el ámbito geográfico que estáis llamados a recorrer en el nombre de Cristo y por la causa de su sublime Evangelio de salvación.

Es particularmente satisfactorio advertir la presencia entre vosotros de obispos autóctonos, pues bien sabemos que la vida de la Iglesia está enderezada por naturaleza al florecimiento pleno de las comunidades eclesiales locales. Marca sin duda alguna un hito especial en la evangelización, el momento en que Cristo llama al Episcopado por medio de su Iglesia a un hijo del pueblo al que ha comunicado su palabra salvadora.

Y por ello es lógico que yo rinda homenaje a vosotros y a todos los misioneros que a lo largo de generaciones se han gastado por llevar la Buena Nueva de Jesucristo a las gentes de vuestros amplios sectores. La historia de la evangelización, de que sois heraldos hoy en día, es la historia de la gracia de Dios infundida en los corazones; es un recuento de las "mirabilia Dei" actuadas en la historia humana a pesar de los obstáculos y contrariedades múltiples. La Iglesia universal da gracias sinceras hoy por lo realizado para edificar el Reino de Dios en vuestras regiones; por mi medio, la Iglesia universal proclama la deuda de gratitud que tiene con vosotros y vuestros predecesores —todos los que han implantado la Iglesia— por vuestra generosidad de fe y amor.

2. Nuestro encuentro de hoy tiene profundo significado porque pone de manifiesto la naturaleza de la Iglesia de Cristo y del Colegio de Obispos. Reunidos con el Obispo de Roma, y a través de él con todos los hermanos obispos del mundo, encontráis una dimensión de vuestra propia unidad que entraña consecuencias importantes en vuestro apostolado. Antes que nada habéis venido a celebrar el misterio de la Iglesia y ser confirmados por Pedro en la fe de Jesucristo, Hijo de Dios. Estoy seguro de que esta profunda dimensión eclesial de nuestra unidad continuará siendo fuente de fortaleza y alegría para vuestro ministerio en los años por venir.

Además, vuestros contactos con la Curia Romana son útiles para ayudaros, en mi nombre, a hacer cada vez más eficiente el servicio a vuestras Iglesias locales. Confío en que con la gracia de Dios, el intercambio de experiencias fructificará en iniciativas pastorales valiosas para el bien del Pueblo de Dios. Pero aparte toda consideración de carácter práctico, vuestra presencia en Roma expresa el profundo misterio de la solidaridad eclesial y, en particular, de la responsabilidad pastoral respecto de las Iglesias locales, la cual concierne al Colegio Episcopal entero y a su Cabeza, el Obispo de Roma. Cuando confesamos y celebramos nuestra unidad en el apostolado, sabemos que dicha unidad confiere eficacia sobrenatural a vuestro ministerio en la patria.

3. No quisiera dejar pasar esta oportunidad sin elogiar, entre otros muchos logros de la Iglesia en vuestras regiones, el gran testimonio de amor cristiano que han dado los misioneros. Este testimonio se ha manifestado durante generaciones a través de actuaciones personales y conjuntas en la Iglesia, a través de la atención amorosa a las necesidades materiales de la gente, a través de obras educativas, empresas médicas y sanitarias, y múltiples servicios prestados gratuitamente a la causa de la dignidad humana. Este testimonio de amor ha sido evidente sobre todo en el afán ardoroso de llevar el Evangelio de Cristo al corazón de cada individuo y a la comunidad, a fin de cumplir la función fundamental de la Iglesia, que es "dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención que se realiza en Cristo Jesús" (Redemptor hominis, 10). Ojalá se perpetúe por siempre este testimonio de amor en Papua Nueva Guinea y en las Islas Salomón.

4. Es evidente que el servicio misionero seguirá siendo útil y necesario en el futuro del apostolado en vuestro país. La gran fase inicial ha sido ya cumplida y constituirá siempre un triunfo de la gracia de Dios. Pero la consolidación y desarrollo de cada Iglesia local debe proseguir. Este progreso tiene dos dimensiones. Cada Iglesia local posee una identidad propia en cuanto comunidad eclesial individual con sus clones distintivos de naturaleza y gracia, encuadrada dentro de la variedad y unidad de todo el Pueblo de Dios. Por tanto, cada Iglesia local es una ofrenda especial de Cristo al Padre; da una expresión sin igual a un aspecto de la plenitud de Cristo. Al mismo tiempo cada Iglesia local es auténtica precisamente en tanto en cuanto reproduce en miniatura a la Iglesia de Cristo una, santa y apostólica. Para la Iglesia universal hay sólo una santidad y justicia, y es la que brota de la verdad (cf. Ef 4, 24). Y esta verdad es la verdad eterna de la Palabra de Dios.

Queridos hermanos: Por tal razón, contamos con abundante energía para continuar nuestra predicación apostólica con gran paciencia y amor, no obstante los obstáculos, y a la vez con gran fidelidad al depósito de la Palabra de Dios como la proclama la Iglesia universal. La identidad perfecta de las Iglesias locales se alcanza en la apertura total a la Iglesia universal; se alimenta de la conciencia de la unidad católica.

5. En cada esfuerzo que tengamos que hacer por llevar el Evangelio a nuestro pueblo y a cada faceta de su vida —y a ello estamos llamados sin duda alguna— debemos estar seguros de que el mensaje sigue siendo la Palabra de Dios inalterada. Jamás temamos que la exigencia sea demasiado fuerte para nuestro pueblo: fue redimido por la preciosa Sangre de Cristo, es su pueblo. A través del Espíritu Santo, el mismo Jesús asume la responsabilidad final de la aceptación de su palabra y del crecimiento de su Iglesia. Es El, Jesucristo, quien seguirá dando a nuestro pueblo la gracia de responder a las exigencias de su palabra, no obstante las dificultades y debilidades. A nosotros nos corresponde continuar proclamando el mensaje de salvación íntegro y puro, y proclamarlo con paciencia y misericordia, seguros de que lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios. Nosotros somos sólo una parte de una generación de la historia de la salvación, pero "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Heb 13, 8). Tiene poder, claro está, para sostenernos cuando reconocemos la fuerza de su gracia, el poder de su palabra y la eficacia de sus méritos.

6. Nuestra gran fortaleza se halla en la unidad eclesial, que crece a su vez por la oración. Y es la oración lo que constituye nuestro programa principal de apostolado: Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et adiuvando prosequere! Por medio de la oración, que nos une cada vez más estrechamente a los designios de Cristo sobre su Iglesia, podemos planear el futuro con mayor eficiencia y confianza. Hermanos: Consagrad por este camino los esfuerzos mejores a los grandes temas que se os presentan: la cuestión de las vocaciones, la importancia de las comunicaciones sociales, la tarea de los catequistas y la promoción general del laicado, y no sólo por ser medio práctico de compartir la responsabilidad del Evangelio, sino para cumplir la voluntad divina de unir al laicado a la misión de salvación de la Iglesia. En la oración encontraréis fuerza y discernimiento para proseguir el camino de la evangelización confiados en el poder de la Palabra de Dios de elevar y transformar todas las culturas humanas y conferirles la aportación original e incomparable que viene directamente de Jesucristo, que ha incorporado en Sí la plenitud de la humanidad.

7. Quisiera rogaros que dediquéis atención especial a fomentar la santidad del matrimonio cristiano y proclamar la plenitud del designio de Dios sobre la familia. Es ésta una gran tarea; la comprensión y la sensibilidad humanas os servirán de ayuda; pero sólo la sabiduría divina os iluminará suficientemente en este ministerio. Y recordad siempre que por el poder de la Palabra de Cristo y dentro de la unidad de la Iglesia de Dios, seréis capaces de guiar a vuestro pueblo "por las rectas sendas, por amor de su nombre" (Sal 23, 3).

8. Mi pensamiento vuela hoy a todos vuestros colaboradores en el Evangelio, a los hombres y mujeres religiosos que colaboran en la edificación de la Iglesia, de palabra y con los hechos. Su premio en el cielo será inmenso.

De modo especial estoy pensando en vuestros sacerdotes. a quienes la providencia de Dios reserva tan importante papel en la proclamación del Evangelio. Permitidme que os dirija a este respecto las palabras que dije hace poco a los obispos de Irlanda: "Nuestra relación con Jesús será la base fructífera de la relación con nuestros sacerdotes cuando nos esforzamos por ser su hermano, padre. amigo y guía. En la caridad de Cristo estamos llamados a escucharles y comprenderles, a intercambiar puntos de vista sobre la evangelización y la misión pastoral que comparten con nosotros como cooperadores con el Orden de los Obispos. Para toda la Iglesia (pero especialmente para los sacerdotes) debemos ser un signo humano del amor de Cristo y de la fidelidad de la Iglesia. De este modo sostenemos a nuestros sacerdotes con el mensaje del Evangelio, les ayudamos con la certeza del Magisterio y los fortalecemos contra las presiones que deben aguantar. Con nuestra palabra y nuestro ejemplo constantemente debemos invitar a orar a nuestros sacerdotes" (Discurso del 30 de septiembre; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española. 7 de octubre de 1979, pág. 14).

9. Y pido para todas vuestras Iglesias locales, que gocen de paz y progreso y rebosen de los consuelos del Espíritu Santo (cf. Act 9, 31).

Queridos hermanos en Cristo: Sigamos adelante juntos, bajo la protección de nuestra bendita Madre María, llevando nuestra responsabilidad conjunta para gloria del nombre de Cristo y proclamando la Buena Nueva de la salvación, la Buena Mueva de "una gran alegría que es para todo el pueblo" (Lc 2, 10). Y a todo vuestro clero, religiosos y laicado envío mi bendición apostólica en el amor de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador del mundo.

 



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