DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE SU VISTA AL HOSPITAL «SAN GIACOMO IN AUGUSTA»
DE ROMA
Domingo 21 de diciembre de 1980
Hermanos e hijos queridísimos:
1. Después de la visita que hice en diciembre del año pasado al hospital primario del "Santo Spirito in Sassia" y al Pío Instituto homónimo, he tenido grandes deseos de venir a este centro nosológico dedicado y casi consagrado a la atención y cuidado de los enfermos. Pues si se mira a su antigüedad e historia —historia de casi siete siglos—, posee títulos no inferiores ni secundarios para ser considerado como le corresponde; y por la cualificada actividad que aquí se desarrolla siempre, figura dignamente en el marco sumamente amplio y multiforme de la organización y de las estructuras socio-sanitarias de la Urbe. Hoy es parte importante de la "Unitá sanitaria locale, Roma Prima".
Pero yo he venido —como bien comprenderéis— no tanto para poner de relieve los elementos externos, muy importantes, que distinguen al "San Giacomo", cuanto para un encuentro, según la naturaleza de mi misión de Obispo de Roma, con las personas aquí presentes. Por tanto, deseo saludar a las autoridades políticas y administrativas, comenzando por el señor presidente de la junta regional del Lacio y por la presidenta del comité de dirección de la citada unidad sanitaria, a quien doy las gracias por sus amables palabras de saludo. Como pastor que quiere estar y debe estar cerca de las ovejas de su grey, pienso después en todos los que trabajan aquí de operadores sanitarios y en los que aquí sufren a causa de la enfermedad; pienso en vosotros, señores médicos, ayudantes y enfermeros, y sobre todo en vosotros amadísimos hermanos enfermos; a todos deseo saludar uno a uno ahora en nombre del Señor. Veo entre vosotros a mons. Fiorenzo Angelini, que desde hace tantos años se ocupa activamente de la pastoral de hospitales, y con él están los celosos capellanes, las religiosas enfermeras, el consejo pastoral del hospital y los beneméritos voluntarios que atienden a los enfermos; por ello, también a éstos me complazco en dirigir mi cordial saludo.
2. El hospital de San Giacomo, ya desde los comienzos, tuvo aquí su sede por una opción ciertamente no casual. Como en el caso del hospital del "Santo Spirito", los beneméritos fundadores y promotores se preocuparon de que surgiera en una zona adyacente a las vías Cassia y Flammia, recorridas muy frecuentemente por peregrinos "romeros" en su itinerario de fe y de piedad hacia la ciudad consagrada por el martirio de los Santos Pedro y Pablo. Puede decirse que fue una "opción estratégica" orientada a ofrecer a quien venía a Roma desde el Norte acogida y asistencia y, cuando estaban enfermos, cuidados y techo después de muchas fatigas y de los peligros de un viaje largo en algunos casos.
No me detendré a recordar la solicitud singular y constante que prodigaron a este hospital, a lo largo de los siglos, los Pontífices predecesores míos, confiando la dirección a Hermandades especiales, honrándolo con el título de "archihospital" y destinándolo a los afectados de enfermedades llamadas en otro tiempo "incurables", o mejor, "no sanables" (cf. Bula Salvatoris nostri, de León X, 19 de julio de 1515: Bullarium Romanum, t. III, p. III, 418-420; cf. ib., 421-423).
Mucho más importante considero otro dato que es índice de su prestigioso nivel espiritual. En tiempos del Renacimiento italiano, el "San Giacomo" fue palestra activa de caridad de algunas grandes figuras de santos. San Cayetano de Thiene fijó aquí su morada habitual muchos años para poder estar cerca de los hermanos enfermos. San Felipe Neri lo frecuentó desde su juventud para ejercer aquí la piedad, y fue uno de los primeros en captar la oportunidad de garantizar a los convalecientes un período de estancia en un lugar adecuado, antes de reincorporarse al trabajo. San Félix de Cantalicio, tan popular en la Roma del siglo XVI, venía con frecuencia a ayudar a sus hermanos capuchinos que actuaban aquí en su tiempo. Pero más que ninguno al San Giacomo está vinculado el nombre de San Camilo de Lellis, que transcurrió aquí en distintos períodos casi diez años de su larga vida, como enfermo, sirviente, enfermero y maestro de casa. Después de convertirse de las disipaciones de la juventud, celebró su primera Misa en la antigua iglesia anexa al San Giacomo y, puede decirse que, de la experiencia profunda y concreta aquí madurada, sacó las sabias líneas de acción pastoral que fijó luego en la regla de su congregación de los "Ministros de los enfermos". También se capta hoy entre estas paredes venerables su espíritu, y sigue actuando en él —podemos añadir— gracias a la presencia y entrega de "sus" religiosos.
3. Pero correría el riesgo de ser abstracto e impersonal el encuentro de hoy, si no hubiera de mi parte una palabra específica y directa para las personas que, con su presencia y actividad, animan, como auténticos protagonistas, la realidad sanitaria. Primeramente me dirijo a vosotros, estimados médicos y profesores que, con vuestros colaboradores, tenéis la prioritaria responsabilidad de curar a los enfermos tan necesitados de comprensión humana y de cariño fraterno, antes que de terapéuticas eficaces y adecuadas. Conozco bien las dificultades de varío tipo propias de vuestra profesión; además de los sacrificios fácilmente comprensibles que se llaman deber de estar presentes, de intervenir prontamente y de ser "localizables" en casos de urgencia, está la exigencia de mantenerse al día en el sector médico científico que, por el ritmo creciente de la investigación y experimentación en nuestros días, se halla en progreso constante.
Todo ello se resume en una palabra que puede parecer corriente y común, pero sólo en apariencia; es la palabra "servicio", que se ha de entender como lucha contra la enfermedad e interés por el enfermo. En realidad vuestro servicio es servicio a la vida o, mejor, al viviente, o sea, al hombre que —como dice un gran Padre de la Iglesia antigua— precisamente por estar vivo es en concreto gloría de Dios. Gloria Dei homo vivens (San Ireneo, "Adversus haereses", IV, 20, 7). Desde esta elevada perspectiva emerge toda la grandeza y nobleza de la profesión sanitaria, que es a un tiempo arte y ciencia, porque requiere aguda intuición sicológica, junto a una seria preparación doctrinal. Si la vida es don de Dios —un gran don de Dios— debe constituir para vosotros el punto terminal e indeficiente de referencia, al que conviene mirar continuamente durante todos y cada uno de los pasos y fases en que se articula el ejercicio de este arte tan delicado. Y precisamente al viviente, ya desde el primer instante en que brota este misterio de la vida, siempre nuevo y sorprendente, se endereza vuestro servicio, asumiendo así inmediatamente un carácter de sacralidad. Este es el principio primero, el principio absoluto que toca la ética profesional y no admite excepciones ni violaciones; por ello, debe ser —y os auguro que lo sea siempre— un punto de honor.
Sí, ¡honor! Honora medicum, decían los antiguos, y yo quiero repetirlo ahora a título de reconocimiento justo de vuestros méritos ante la sociedad humana, y para confirmar, además, la estima con que la Iglesia ha seguido y alentado siempre vuestro trabajo.
4. Y ahora deseo dirigirme a vosotros. queridos religiosos Camilos y reverendas religiosas de la Misericordia, que dedicáis asiduamente a los enfermos vuestros cuidados pastorales. Cuando he recordado hace un momento las cuatro figuras de santos, cuya memoria está aquí para bendición y ejemplo perenne, pensaba especialmente en vosotros, porque en ellas debe inspirarse y de ellas recibir fuerza vuestra celosa actividad diaria. Al igual que los médicos, también vosotros estáis dedicados aquí a un servicio, diverso obviamente, que pertenece de hecho a la esfera religiosa y pastoral. ¿Cuáles son las cualidades de tal servicio? ¿Cómo las podemos llamar? ¿Discreción, dulzura, solicitud, sensibilidad, capacidad de introducir, recordar o desarrollar —según sean las condiciones sicológicas y circunstanciales de la persona— el tema de la fe? Sí, por cierto; pero mejor es emplear la palabra exacta que nos ofrece el vocabulario cristiano. Los Ministros de los enfermos y las religiosas de la Misericordia tienen por lema la caridad, y se esfuerzan por actuar como Jesús, el Maestro divino, como "el Hijo del hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos" (Mt 20, 28; Me 10, 45). Hermanos y hermanas: Actuad de manera que la huella luminosa de los santos que imitaron a Cristo Señor, la caridad más genuina y solícita, sea la moderadora soberana de todo cuanto hacéis por los enfermos.
5. Finalmente, dirijo la palabra a vosotros, hermanos enfermos; a los que habéis podido venir hasta aquí y a los que habéis quedado en vuestros sectores, habitaciones y salas respectivas, por vuestras condiciones de salud. Nace esta palabra de la misma llama de caridad evangélica que acabo de recomendar para virtud-guía a vuestros capellanes y religiosas.
Cuando el 17 de octubre de 1978, día siguiente a mi inopinada elevación al pontificado, fui al policlínico "Agostino Gemelli", no obedecí sólo a un impulso del corazón para visitar allí en Monte Mario a una persona amiga. Quise dar entonces —y lo puedo confirmar a dos años de distancia— una indicación precisa del modo en que concebía y concibo el formidable ministerio de Sucesor de Pedro. En aquella circunstancia dije a los enfermos que contaba mucho, o mejor, muchísimo con ellos; que de sus oraciones y, sobre todo, del ofrecimiento de sus sufrimientos podía venirme una fuerza especial tal y como la necesitaba para cumplir menos indignamente mis graves deberes en el seno de la Iglesia de Cristo. Esta misma idea de comunión eclesial, fomentada y enriquecida con la aportación misteriosa y realísima a un tiempo de los sacrificios de quien sufre, la expreso nuevamente ante vosotros. Repito, pues, que cuento mucho con vosotros y os doy las gracias por vuestra ayuda; y al mismo tiempo os encomiendo por mi parte a cada uno al Señor, que siendo dueño de la vida es padre de misericordias y consuelos (cf. Sir 23, 1; Sab 11, 26; 2 Cor 1, 3).
6. Al terminar no puedo olvidar que mi venida coincide con la vigilia de las fiestas navideñas y tiene el tono, por ello, de un ambiente típico y sugestivo de intimidad y calor humano. Navidad no nos trae sólo el recuerdo de algo pasado, sino que actualiza en la historia la venida entre nosotros los hombres de Jesús como Salvador nuestro. Pues bien, me he reunido en el San Giacomo con vosotros los enfermos, que al ser hermanos de Cristo sois también hermanos míos, y precisamente por hallaros en este lugar os parecéis más a El. Especialmente unido y cercano a vosotros anticipo a esta tarde con vosotros, la celebración de la Natividad del Señor. Que los dones celestiales de la paz y la alegría, de la fraternidad y el amor, estén siempre en vosotros y en todos vuestros hermanos, comenzando por vuestras familias y cuantos os atienden amorosamente. Es ésta mi felicitación, a la que gustosamente uno mi bendición apostólica.
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