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VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA


Seminario de Fulda
Lunes 17 de noviembre de noviembre

 

¡Venerables y queridos hermanos en el Episcopado!

1. Nuestro memorable encuentro junto a la tumba de San Bonifacio tiene como trasfondo la grande y rica historia del pueblo alemán, marcada de manera decisiva por el cristianismo. Caracterizada por múltiples fuerzas, ha dado a lo largo de los siglos, más allá de sus fronteras, múltiples impulsos de carácter religioso, cultural y político. Basta recordar aquí el glorioso nombre históricamente significativo de "sacro romano imperio de la nación alemana".

Siete Papas ha dado a la Iglesia vuestro pueblo, incluida la actual Holanda; de ellos narra la historia que ejercieron a conciencia su servicio como supremos Pastores de la cristiandad —en medio incluso de grandes perturbaciones externas e internas—. Un propósito común a casi todos ellos, durante su pontificado, con frecuencia breve, fue la renovación de la Iglesia. Una especial mención merece el solícito esfuerzo del Papa Adriano VI por el mantenimiento y la recomposición de la unidad de la cristiandad. Varios de ellos hicieron una visita personal, como Papas, a su patria alemana y a sus antiguas diócesis.

La renovación interna de la vida religiosa y eclesial, y el esfuerzo ecuménico por el acercamiento y mutua comprensión de los cristianos separados, constituyen también la preocupación central de mis viajes apostólicos a los diferentes continentes e Iglesias locales. Esta preocupación está presente también en mi visita pastoral a la Iglesia de vuestro país y en este encuentro de hoy. La renovación espiritual de la Iglesia y la unidad de los cristianos constituyen la tarea encomendada por el Concilio Vaticano II, que obliga en igual medida al Papa, a los obispos, a los sacerdotes y a los fieles. Asumir esta tarea como responsabilidad común, es la exigencia más apremiante del momento actual. Es el gran desafío y deber, ante todo, de nuestra responsabilidad colegial como Pastores de la Iglesia. A ella se refieren las reflexiones y consideraciones que voy a hacer.

Desde el primer momento de mi pontificado, entendí la función de Pastor Supremo, especialmente como servicio a la colegialidad de los obispos unidos con el Sucesor de Pedro, y entendí, por otro lado, la "collegialitas effectiva et affectiva" de los obispos como una ayuda importante para mi propio servicio.

Por eso la visita a vuestro país me estimula a manifestar mi cercanía a vosotros y mi communio con vosotros para fortalecerlas con mi testimonio. Mis pensamientos vuelven ahora a septiembre de 1978 cuando, aquí mismo, en Fulda, pasé un tiempo entre vosotros en intercambio fraterno entre los Episcopados de mi patria, Polonia, y de vuestro país. Me alegra ver de nuevo los mismos rostros, y al mismo tiempo, mi recuerdo acompañado de la plegaria, va a los que desde entonces el Señor ha llamado a Sí. Finalmente quisiera también saludar especialmente a los hermanos que, entre tanto, han sido elegidos en vuestro país para formar parte del Colegio de los Sucesores de los Apóstoles.

2. Animosos para el testimonio común.

"Si nos dirigimos justamente a todo hombre y, de manera especial, a todo cristiano con la palabra 'hermano', 'esta palabra'. —tal como he escrito en mi Carta a todos los hermanos obispos del mundo con ocasión del Jueves Santo de 1979— asume un significado muy especial con respecto a nosotros obispos y a nuestras recíprocas relaciones: se remonta directamente en cierto sentido al espíritu de fraternidad que reunió a los Apóstoles en torno a Cristo".

Estoy contento y agradecido de haber experimentado en varias ocasiones, con vuestra Conferencia, esta unidad con el Sucesor de Pedro y esta mutua unanimidad. Yo quisiera expresamente confirmaros en esta actitud. Y así os digo: no os dejéis engañar por la opinión, frecuentemente repetida, de que una gran medida de unanimidad en una Conferencia Episcopal se da a costa de la vitalidad y credibilidad del testimonio de los obispos. Sucede en realidad lo contrario. Sin duda, todos deben encontrarse en una atmósfera fraterna sin miedo ni prevención; evidentemente, cada uno, con su propia contribución, debe ayudar a la construcción de la unidad del Cuerpo, que comprende muchos miembros, muchos servicios, muchos carismas. Pero la fecundidad de estos servicios y carismas depende de que se inserten en una única vida animada por un solo espíritu.

3. Preocupados con amor por la unidad del presbiterio en cada diócesis.

Las expectativas y exigencias respecto de los sacerdotes han crecido en los últimos decenios de una forma gravosa. A causa del menor número de sacerdotes les incumben más tareas. A causa de los múltiples servicios profesionales y gratuitos de los laicos en la vida pastoral, se les exige más a los sacerdotes en su tarea de dirección espiritual. En una sociedad envuelta en una red cada vez más tupida de comunicación, el sacerdote necesita un intercambio espiritual siempre mayor. Muchos sacerdotes se consumen en el trabajo, pero están solos y se desorientan. Por ello es tanto más importante que la unidad del presbiterio sea vivida y perceptible. Apoyad todo lo que favorece el encuentro y la mutua ayuda entre los sacerdotes, así como lo que les ayuda a vivir juntos de la palabra y del espíritu del Señor.

Tres cosas me preocupan especialmente:

1) Los seminarios. Estos deben ser semilleros de genuina comunidad y amistad sacerdotal, así como ámbito de una clara y factible decisión para la vida.

2) La teología debe capacitar para el testimonio de fe y conducir a la profundización de la fe, de manera que los sacerdotes comprendan los problemas de los hombres, pero también las respuestas del Evangelio y de la Iglesia.

3) Hay que ayudar a los sacerdotes a cumplir la gran exigencia de la vida en celibato y de la entrega a Cristo y a, los hombres, así como a dar testimonio mediante la sencillez sacerdotal, lá pobreza y la disponibilidad. Precisamente la unidad espiritual puede contribuir mucho a esto.

4. Considerad la oración de Cristo, Sacerdote Supremo, "que todos sean uno", como una exhortación urgente a superar fa división de los cristianos.

Vivís en el país donde nació la Reforma. Vuestra vida eclesial y social están profundamente marcadas por la división eclesial que tiene ya más de cuatro siglos y medio. No debéis resignaros a que los discípulos de Cristo no den ante el mundo el testimonio de unidad. Se requiere una inquebrantable fidelidad a la verdad, una atenta apertura a los demás, una sobria paciencia en el camino y un amor lleno de delicadeza. Los compromisos no sirven; sólo vale aquella unidad que el Señor mismo ha fundado: la unidad en la verdad y en el amor.

Se oye ahora decir una y otra vez que el movimiento ecuménico entre las Iglesias está estancado, que después del despunte primaveral del Concilio ha venido una época de frialdad. A pesar de algunas dificultades que hay que lamentar, no puedo estar de acuerdo con este juicio.

La unidad que proviene de Dios se nos ha dado en la cruz. No nos está permitido querer sortear la cruz a fin de procurar intentos de rápida armonización de las diferencias, poniendo entre paréntesis la cuestión acerca de la verdad. Sin embargo, no nos está permitido renunciar unos a otros, prescindir unos de otros, porque el paciente y sacrificado amor del Crucificado exige de nosotros que nos acerquemos. No nos dejemos apartar del fatigoso camino, sea para detenernos, sea para escoger aparentes atajos que no son sino extravíos.

El movimiento ecuménico, el esfuerzo por la unidad, no puede limitarse solamente a las Iglesias nacidas de la Reforma; también en vuestro país, el diálogo y la fraterna relación con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, por ejemplo, las Iglesias ortodoxas, es de gran importancia. Con todo, el 450 aniversario de la Confessio augustana es una llamada especial al diálogo con la cristiandad marcada por la Reforma, que tanta parte tiene en la población y en la historia de vuestro país.

5. Congregad al Pueblo de Dios, desechad un falso pluralismo, fortaleced la auténtica comunión.

He hablado ya del gran valor de la unidad fraterna en el Colegio Episcopal y en el presbiterio. Esta unidad tiene que ser el alma de la cual viva la unidad de todo el Pueblo de Dios en todas las comunidades. No se trata, de ninguna manera, de reducir o limitar la legítima multiplicidad de las formas de expresión de la espiritualidad, de la piedad, de las escuelas teológicas. Pero todo esto debe ser una manifestación de la plenitud, y no de la pobreza de la fe.

La predicación y la vida eclesial se pueden desarrollar también exteriormente, libremente, en vuestra sociedad, gracias a Dios. Sin embargo, la confrontación a que estáis llamados, está llena de exigencias. A veces los hombres se encuentran, espiritualmente, como en un mercado, donde se ofrecen en autoservicio toda clase de bienes. Así, en la visión de la vida de muchos hombres entre vosotros se mezclan elementos de tradición cristiana con concepciones completamente diferentes. La libertad externa de pensar y decir lo que uno quiere se confunde así, a veces, con el deseo interno de convencer; en vez de una clara orientación, se produce la indiferencia frente a tantas opiniones e interpretaciones.

¿Cuáles son, en conjunto, vuestras tareas y vuestras posibilidades frente a la situación descrita?

Quisiera deciros dos cosas. Primero: ¡Anunciad la Palabra con toda claridad, indiferentes al aplauso o al rechazo! En definitiva, no somos nosotros quienes promovemos el éxito o el fracaso del Evangelio, sino el Espíritu de Dios. Los creyentes y los no creyentes tienen derecho a escuchar inequívocamente el auténtico anuncio de la Iglesia.

Segundo: Anunciad la Palabra con todo el amor del Buen Pastor, que se da, que busca, que comprende. Escuchad las preguntas de quienes piensan no encontrar ya ninguna respuesta en Jesucristo y su Iglesia. Creed firmemente que Jesucristo se ha unido igualmente con cada hombre, y que cada hombre puede reencontrarse en El a sí mismo, con sus valores y preguntas genuinamente humanos (cf. Gaudium et spes, 22; Redemptor hominis, 13).

Dos clases de personas quisiera encomendar especialmente a vuestro cuidado pastoral: aquellos que, de las orientaciones del Concilio Vaticano II han sacado la falsa conclusión de que el diálogo en que ha entrado la Iglesia es incompatible con la clara obligatoriedad de las enseñanzas y normas eclesiales, y con la plena potestad de la indeclinable función jerárquica fundada en la misión dada por Cristo a la Iglesia. Mostrad que las dos cosas son compatibles: fidelidad a la misión indeclinable y proximidad a los hombres, con- sus experiencias y preguntas.

Los otros son aquellos que —en parte porque han extraído consecuencias impropias o apresuradas del Concilio Vaticano II— ya no encuentran en la Iglesia de hoy su hogar, o incluso amenazan separarse de ella. Aquí se trata de anunciar a estos hombres, con toda decisión y a la vez con todo tacto, que la Iglesia del Concilio Vaticano II y la del Vaticano I y del Tridentino y de los primeros Concilios es una y la misma.

No podría valorar más la importancia de una recta mediación de la fe. ¡Cuán agradecido estoy de que, entre vosotros, en la así llamada catequesis comunitaria, se haya tenido en cuenta esto: son los creyentes quienes dan testimonio de la fe, quienes la transmiten a otros.

La situación de la fe que hemos descrito, se presenta ciertamente de modo especial como un desafío a los mismos sacerdotes. ¿Se anunciará realmente, en el curso de unos años, en todas partes, todo el depósito de la fe, tal como la Iglesia lo enseña? ¡Dedicaos a eso, preocupaos por ello! Y procurad asimismo, en la medida de lo posible, que la enseñanza de la religión y la catequesis abran el camino de la fe y de la vida con la Iglesia a los que crecen en una, a menudo tan diferente, experiencia cotidiana.

6. Comprometeos con todas las fuerzas a que los criterios y normas inviolables del actuar cristiano adquieran validez en la vida del creyente de manera clara y persuasiva.

Entre las costumbres de una sociedad secularizada y las exigencias del Evangelio, media un profundo abismo. Hay muchos que querrían participar en la vida eclesial, pero ya no encuentran ninguna relación entre su propio mundo y los principios cristianos. Se cree que la Iglesia, sólo por rigidez, mantiene sus normas, y que ello choca contra la misericordia que nos enseña Jesús en el Evangelio. Las duras exigencias de Jesús, su palabra: "Vete y no peques más" (Jn 8, 11), son pasadas por alto. A menudo se habla de recurso a la conciencia personal, olvidando, sin embargo, que esta conciencia es como el ojo que no posee por sí mismo la luz, sino solamente cuando mira hacia su auténtica fuente.

Es más: ante la tecnificación, funcionalización y organización de la vida, nace una profunda desconfianza, precisamente en la generación más joven, ante toda institución, toda norma y toda regla. Se opone a la Iglesia con su constitución jerárquica, su ordenada liturgia, sus dogmas y sus normas, al Espíritu de Jesús. Pero el Espíritu necesita instrumentos que lo conserven y lo transmitan. Cristo mismo es el origen de la misión y plena potestad de la Iglesia, en la cual se cumple su promesa: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20).

Queridos hermanos: Tened presentes en vuestro corazón todas las necesidades e interpelaciones de los hombres, y proclamad precisamente en eso, sin ambigüedad, las exigencias de Jesús en su totalidad. Hacedlo porque os importa el hombre. Sólo el hombre que es capaz de una decisión total y definitiva, el hombre en quien concuerdan cuerpo y alma, el hombre que está dispuesto a dedicar toda su energía a su salvación, sólo este hombre es inmune contra la secreta disgregación de la fundamental substancia humana.

Por eso, atended especialmente a la juventud, en la que se registra un despertar tan prometedor, pero a la vez un tal alejamiento de la iglesia. Dirigíos a los matrimonios y familias con especial solicitud y cordialidad; el Sínodo Episcopal que acaba de finalizar ahora en Roma, no debe quedar en teoría, sino que tiene que llenarse de vida. La lejanía de gran parte de la población trabajadora respecto de la Iglesia, la distancia creada entre ella y los intelectuales, la necesidad de la mujer de ser plenamente aceptada, plenamente realizada y planificada desde el punto de vista cristiano y humano en circunstancias tan cambiadas: estos temas que enunciamos ensanchan el campo de nuestra común preocupación, para que mañana también los hombres crean.

Estoy convencido de que un renacimiento de la conciencia moral y de la vida cristiana va estrecha e indisolublemente unido a una determinada condición: a la revitalización de la confesión personal. ¡Haced de esto una prioridad de vuestro empeño pastoral!

7. Poned especial atención en el futuro de las vocaciones y de los servicios pastorales.

Según la previsión humana, el número de los sacerdotes dedicados al servicio pastoral habrá disminuido de un tercio dentro de una década. Comparto de corazón la preocupación que esto os crea. Estoy convencido, como vosotros, de que es bueno fomentar, con todas las energías, el ministerio del diaconado permanente y también el servicio, a veces honorario pero también profesionalizado, de los laicos en las tareas de la pastoral. Con todo, el ministerio del sacerdote no puede ser sustituido por otros ministerios. Vuestra tradición pastoral no se puede sin más equiparar con las condiciones en África o Latinoamérica. Y sin embargo me da que pensar el haber encontrado allí, respecto a Europa Occidental, un mayor optimismo, a pesar del número sensiblemente menor de agentes pastorales disponibles. Tengo como una de las más importantes obligaciones el hacer todo lo posible con la total dedicación a la oración y al testimonio espiritual, para que la llamada de Dios a los jóvenes a entregarse al servicio indiviso del Señor, pueda dejarse oír y para que se den en esto las necesarias condiciones en la familia, en las comunidades, en las asociaciones de jóvenes. Pero el pánico ante la difícil situación enturbiaría la visión sensata de lo que el Señor quiere de nosotros. El que desaparezca en gran medida el sentido de los consejos evangélicos y del celibato sacerdotal implica igualmente un estado de carencia espiritual, tanto como la falta de sacerdotes. Por supuesto que la suprema ley es la salvación de las almas. Pero esta salvación de las almas exige precisamente de nosotros que activemos las mismas comunidades, que animemos a cada bautizado y a cada confirmado en orden al testimonio de la fe, que fomentemos la vitalidad espiritual en nuestras familias, grupos, comunidades y movimientos. Entonces hablaría y llamaría el Señor, y nosotros le escucharíamos.

Me he referido al gran significado del presbiterio en torno al obispo. ¿No se podría hacer más efectivamente perceptible el servicio espiritual mediante una unión más estrecha de los sacerdotes? Quisiera referirme de nuevo aquí a la gran importancia de la comunidad espiritual de los sacerdotes, la cual puede liberar a cada uno de la sobrecarga y del aislamiento. En la medida en que vosotros, con sentido espiritual, aboguéis clara y unívocamente por el testimonio común del presbiterio en el celibato y por una forma de vida inspirada en los consejos evangélicos, el Señor a su vez no escatimará sus carismas.

8. Cuidad que vuestros fieles tengan un corazón y una visión a la medida del mundo.

Permitidme que vuelva a mi llamamiento del Katholikentag de Berlín: Colaborad en la construcción de una universal "civilización del amor". ¡Quisiera ante todo referirme a la dimensión "universal"! Ser cristiano y ser hombre exige hoy ser universal, ser "católico". A vuestra disposición para ayudar materialmente, unid también el don de vuestras energías espirituales y religiosas en favor de todos, y estad igualmente dispuestos a recibir y a aprender. ¡Hay tanta humanidad desaprovechada, tanta experiencia religiosa, un tan edificante testimonio de fe en las jóvenes Iglesias, que a partir de ahí puede renovarse y rejuvenecerse nuestro cansado Occidente!

Ciertamente no podemos prescindir de una realidad dolorosa. En muchas partes del mundo la Iglesia es perseguida, muchos cristianos, muchos hombres son impedidos en el ejercicio de su pleno derecho a la libertad. No deis por sentada la libertad de vuestra sociedad, como si fuera algo evidente, sino vedla más bien como una obligación para con aquellos que no tienen esa libertad.

Vuestro país es parte de Europa. Con muchos de vosotros tuve ocasión, cuando era arzobispo de Cracovia, de colaborar repetidamente por una revitalización de Europa, por una cimentación de su unidad sobre los básicos fundamentos espirituales y religiosos. Pensad que Europa sólo puede renovarse y unirse a partir de esas raíces que precisamente hicieron Europa. ¡Pensad finalmente en vuestro mismo país: Europa comprende no sólo Norte y Sur, sino también Oeste y Este!

Una parte de Europa, una parte del mundo, estará cada vez más presente en vuestro país a través de los muchos extranjeros que viven y trabajan entre vosotros. Ahí tenéis una agobiante tarea, tanto eclesial como social. Pensad en Quien ha muerto por todos y nos hace a todos hermanos y hermanas.

9. Empeñaos en pro de los derechos del hombre y de los sólidos fundamentos de la convivencia humana en vuestra sociedad.

Vivís en una sociedad en la que se asegura un alto grado de defensa de la libertad y de la dignidad humana. Estad agradecidos por ello, pero no permitáis que, en nombre de la libertad, se propague una laxitud que permita disponer de la inviolabilidad de la vida de cada hombre, Incluido el que aún no ha nacido. ¡Empeñaos Igualmente en pro de la dignidad y el derecho del matrimonio y de la familia! ¡Sólo el respeto de los indeclinables derechos y valores fundamentales garantiza aquella libertad que no desemboca en la auto-destrucción! Pensad en esto: ya que derecho y moralidad no son lo mismo, tanto más urgente es la protección jurídica de las fundamentales convicciones morales.

La Iglesia de vuestro país tiene una plétora de instituciones de formación y educación, de Cáritas, de Servicio Social. Defended la posibilidad de brindar vuestra contribución cristiana a la conformación de la sociedad. Pensad, por otra parte, que sólo de una interior radicación en Jesucristo, y no de un mero alineamiento externo con otras fuerzas de la sociedad, nace un testimonio digno de crédito.

10. Presentad frente a un deseo de poseer y a una actitud consumista, la alternativa de una vida en el Espíritu de Cristo.

Por una parte surge el deseo de poseer y consumir, de manera que el tener vale más que el ser (cf. Redemptor hominis, 16). Por la otra, chocamos contra el límite del crecimiento económico y técnico. ¿Estamos quizás construyendo en nuestro mundo, en lugar de la ruta hacia el progreso, otra que conduce hacia la ruina y la corrupción de la vida? Es necesario el ejemplo de los cristianos, cuyo corazón, en virtud de la esperanza en los bienes futuros, no se apoye en los pasajeros, y realicen así una civilización del amor. Como se requiere la indispensable disponibilidad para el ser cristiano del sacrificio y la renuncia, por eso precisamente reconocemos enseguida también el valor de los consejos evangélicos para la sociedad entera.

11. "No nos ha dado Dios espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza" (2 Tim 1, 7).

¡Venerables y queridos hermanos en el servicio episcopal! Vuestra tarea es dura. Para que los Apóstoles, de quienes somos sucesores, pudieran cumplirla, les ha enviado el Señor su Espíritu Santo. Queremos a este mismo Espíritu hacer lugar en nosotros - y entre nosotros. Sus distintivos son: fortaleza, sabiduría, amor. Fortaleza: para dejar hablar y actuar al Señor mismo, despreocupados del consenso y oposición; fuerza, cuya más profunda medida es la debilidad de la cruz. Sabiduría, que mira inequívocamente a la verdad de Jesucristo, pero que igualmente escucha sin prevenciones las preguntas e inquietudes de los hombres de hoy. Finalmente, y por encima de todo, el amor que todo lo emprende, lo soporta y lo espera; amor que produce unidad, pues va con Jesucristo hasta la cruz, une el cielo y la tierra, y reúne a todos los separados. Yo os prometo toda mi solidaridad fraterna en vuestras pesadas tareas; pido a mi vez de vosotros la inquebrantable y siempre más profunda unidad en este Espíritu. María, la Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, esté en medio de vosotros para que se prepare un nuevo Pentecostés.

 



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